Hace más de una década, el Paso de la Vaca se volvió punto de referencia para inmigrantes dominicanos. Hoy, son los colombianos los que le dan una nueva fisonomía. Quiénes son, de dónde vienen y por qué están ahí son preguntas que ellos y nosotros intentamos responder
MARÍA MONTERO
PROA
LA NACIÓN, 5.X.2008
Un grupo de negros parados en una esquina es, a los ojos del tico promedio, un cuento de terror. Evito decir “un grupo de afrodescendientes”, como obligan la corrección política y la buena conciencia. Si he de respetar los antecedentes de este reportaje, solo puedo ser fiel a estos describiendo a “un grupo de negros parados en una esquina”, es decir, una jauría amenazante que en cualquier momento puede abalanzarse y destrozar algo indefinido e indefinible. Tal vez algo como la inmaculada blancura de nuestro ser interior.
Estos negros, juntos, atemorizan. “Dan mala pinta”, afirma la mayoría. Quizá por eso los conductores, cuando agarran en rojo el semáforo de la esquina del Paso de la Vaca – en avenida 7, entre calle 4 y 6, en San José – se apuran a cerrar las ventanas y a trancar las puertas, encerrados en el horror de ser agredidos, en primer lugar, por esa imagen letal. Fui testigo de esta reacción no una, sino muchas veces.
Confrontado, difícilmente un tico aceptará que es racista, pero invítelo a caminar por el Paso de la Vaca.
El lugar, de todos modos, es una especie de subproducto geográfico al fondo de una larga pendiente y tampoco invita a una plácida caminata urbana.
Vecina del viejo cine Líbano y en la trastienda del Mercado Borbón, la zona colinda con otro paisaje histórico de la capital pero de bajo valor publicitario: la antigua Penitenciaría Central, hoy convertida en Museo de los Niños. La avenida 7, que corre en sentido oeste-este, es su arteria principal y una de las pocas alternativas para atravesar San José. Allí, el infierno suele materializarse cada vez que un aguacero desborda las alcantarillas y, si es durante la tarde y en hora pico, todo tipo de gases y vapores emergen del asfalto recalentado para mezclarse con el humo de los carros, las bocinas y los insultos. Muy cerca están las paradas de buses de barrios populares como la León XIII y La Carpio.
Erigida bajo el imperativo categórico de Zona Roja, esas cuadras han tenido todas las opciones disponibles de la marginalidad, a pesar de intentos públicos y privados, como el Mercado del Paso de la Vaca – hoy inexistente – y del elegante apéndice del hotel Best Western.
Pero nada sería realmente llamativo –ni sus pequeñas peluquerías, negocios electrónicos, librerías, soditas, mueblerías, Internets, cantinas, clubes nocturnos, bodegas y viviendas– si no fuera porque “un grupo de negros”, constante y cambiante, se mantiene gravitando en esos escasos 200 metros y se concentra precisamente en esa esquina y en ese semáforo.
Recién llegados
Estos nuevos vecinos, varones en su gran mayoría, levantan pasiones no necesariamente amorosas y han revuelto las especulativas aguas de la colectividad local. Las versiones sobre lo que ahí acontece son parciales, incompletas, injustas o contradictorias, dependiendo de donde vengan. En el coro de voces que se pronuncian al respecto hay una estricta jerarquía, que tiene que ver con su grado de influencia en ese Estado paralelo llamado opinión pública.
En primer lugar, están las versiones de la Policía de Migración (entidad encargada de estudiar, otorgar o rechazar el reconocimiento de estatus de refugio) y los medios de comunicación, ambas parecidas. “Es una zona eminentemente delictiva. Se consiguen armas, drogas y, según informantes nuestros, es un centro donde se pueden contratar sicarios. Es una zona muy problemática y hemos tratado de mantener un control sobre ella”, dice Francisco Castaing, jefe de la Policía de Migración.
En segundo, los voceros del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y el ACAI (Asociación de Consultores y Asesores Internacionales, encargada de ejecutar los fondos de Acnur), que acompañan los procesos institucionales locales y trabajan con base en el derecho internacional de los refugiados. “Hay muchos migrantes que no caen en la definición de lo que es un refugiado”, explica Jozef Merkx, representante de Acnur. “Un refugiado tiene un fundado temor de persecución por cuestiones de raza, religión, opinión política o pertenencia a un grupo social y por lo tanto no puede quedarse en su país de origen y tampoco puede contar con su protección. Un refugiado no sale voluntariamente de su lugar de origen”.
En un tercero y rezagado último lugar están los propios protagonistas, sean refugiados o simplemente inmigrantes. ¿Dónde puede consultarse su versión de los hechos? En ningún lado, salvo que se les consulte directamente. ¿No es extraño? Entonces no es la paz social lo que corre más riesgo en esas cuadras, sino el reconocimiento genuino de estos “otros”: los inmigrantes colombianos intimidan pero, al mismo tiempo, son invisibles.
Autorretratados
Muchos de ellos son jóvenes que no rebasan los 30 años, fornidos y blindados por joyas descomunales que aparentan el oro y los diamantes que, en la vida real, solo pesan en el opulento cuello de raperos gringos como 50 Cent y Puff Daddy.
Lucen tatuajes, cicatrices y camisetas por las que se sale buena parte de su anatomía. Algunos tienen buenos carros –o mejores amigos –, a veces brindan con whisky, cerveza, ron o aguardiente en la vía pública y, especialmente los más jóvenes, se guardan el pelo con una panty femenina sobre la cabeza.
Los domingos de sol pueden llegar a poner música a todo volumen y a relajarse por la vereda, en un intermitente hormigueo sin principio ni fin. A veces, en esa aparente espera que los concentra en el mismo punto, puede llegar a parecer que sus domingos nunca se terminan.
Esta forma de ser y estar, en una especie de ostentación festiva permanente, suele indisponer especialmente a las autoridades. Pero ya lo dijo el sabio Maquiavelo: “Pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos”.
En el interminable relato que ellos hacen de sí mismos, la idea central puede resumirse en un párrafo. Son inmigrantes y la mayoría proviene de uno de los puertos más importante de Colombia: Buenaventura, en el Valle del Cauca, “una de las bahías más seguras para el arribo y partida de barcos de gran calado y por donde entra y sale más del 70% del comercio del país”, según los panfletos turísticos.
Muy lejos del edén, Buenaventura también es un lugar en el que la violencia expulsa a sus habitantes y que, gracias a las ironías del lenguaje, está encallado en la costa “pacífica” del país.
“Buenaventura es un territorio donde las condiciones de vida de la población son de las más críticas del país”, reza un documento elaborado en Colombia entre dependencias oficiales y de organismos internacionales.
“La pobreza por ingreso es del 80,6% y la indigencia es del 43,5%. Además, el 28,8% de la población económicamente activa se encuentra desempleada, el 34,7% es subempleada y el 63% de las personas ocupadas ganan menos de un salario mínimo mensual vigente. La prestación de los servicios sociales en educación y salud son altamente deficitarias en calidad y oportunidad”.
Más adelante, el informe precisa: “Desde la intensificación del conflicto armado, Buenaventura se ha constituido en un territorio altamente expulsor y receptor de población desplazada, donde las mayores víctimas son las comunidades negras e indígenas que lo habitan”.
Según las estadísticas del Registro Único de Población Desplazada, a nivel nacional, “el acumulado de personas desplazadas en el Distrito de Buenaventura, en el período comprendido entre 1997 y el 2008, es de 57.212, y en la oficina local de dicha agencia se registran 2.107 personas desplazadas en los primeros cinco meses del presente año”.
El caso de la Señora X
Dice que tengo suerte de que me haya dirigido la palabra y que no quiere nada de entrevistas ni de fotografías ni de nada.
Afirma que no le interesa y que de todos modos la prensa nunca cuenta nada bueno. Alega que no tiene nada más que decir, salvo que fue una de las primeras en llegar aquí. Asegura que no es miedo: tiene 13 años de vivir en Costa Rica, es residente y todos sus papeles están en regla. Es que está harta. Harta de lo mal que la retratan, a ella y a su gente. Pero la carne es débil y, aunque me prohíbe que la mencione, acepta que diga que es dominicana y que la llame Señora X.
“Vine de visita a Costa Rica en el 95. Siempre hacía frío, caía neblina y desde la mañana estaba lloviendo. La situación ha cambiado muchísimo desde entonces, hasta la lluvia. Ahora llueve menos pero llueve peor”, dice, y se ríe, fascinada por su propia exageración.
La Señora X es una inmigrante con más de diez años de comerciar en los alrededores del Paso de la Vaca, la zona que sus paisanos y ella misma convirtieron en Tierra Dominicana, hace unos 15 años, a fuerza de reunirse por allí y fundar un negocio cuya memoria logró superar su propia extinción: un enclave de inmigrantes caribeños adoradores del ron, el merengue y el pescado con coco.
A la Señora X le gusta precisar y no quiere que, ahora que habla, nadie se tome a la ligera lo que dice. “El 14 de febrero de 1996 abrió el bar y restaurante Tierra Dominicana. El negocio duró 6 años”, recuerda. “En esa época, aquí no había colombianos y los que vivían estaban en Limón. Ellos llegaron como en el 2003. Ahora por aquí hay pocos dominicanos y los que quedan, tienen negocios”.
Quizá la fecha que generosamente nos regala la memoria de la Señora X sea la más precisa para marcar el inicio de un nuevo fenómeno urbano en la capital: la presencia de nuevas e importantes poblaciones de inmigrantes, además de la consabida presencia de nicaragüenses.
Retrato familiar
Hablar es lo que más les cuesta. Hablar con desconocidos. Entre sí, hablan tan rápido que el español parece ahogarse en sus gargantas. Como si fluyera con desesperación. Como si huyera.
Nuestra presencia los eriza y la cámara fotográfica los espanta. Para ellos, no es una simple herramienta: es un arma.
“En el caso de los refugiados, no hay que olvidar que la persona y su familia vienen buscando confidencialidad y que se respete la privacidad de su situación”, advierte el sociólogo Guillermo Acuña, investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) y especialista en migraciones internacionales. “Por eso mismo es que se acogen al estatus. No es que están evitando que se conozca su pasado sino que respeten las causas por las cuales salieron de Colombia. Que se respete su integridad como personas”.
Vladimir Hurtado Bonilla, conocido como Black, es la excepción de un escenario dominado por el temor, antes y ahora.
Tiene 28 años, es refugiado, padre de muchos hijos (solo una en Costa Rica) y peluquero. Aunque llegó hasta octavo año de bachillerato, también estudió plomería, electricidad y refrigeración. Llegó al país en julio del 2004 y pasó tres meses sin trabajo, hasta que se montó una especie de peluquería comunitaria, donde varios comparten un mismo local pero no así las ganancias.
“Nunca pasó por mi cabeza venir para Costa Rica pero mi país es un país violento”, recuerda Black . Vivía en Cali y atendía su propia peluquería, hasta que un día, unos manes mataron a uno de sus clientes, a vista y paciencia suya. “Ya no pude trabajar más porque me andaban buscando para matarme, para no dejar testigos. Fui a la Fiscalía pero no declaré por miedo a que me fueran a hacer algo”.
Las mujeres, por el contrario, son mucho más accesibles. Ahí están los libros abiertos de Tamara Varona, la chica del café Internet, de 26 años, oriunda de Cali, hija de Delis y madre de Tayra, su hija tica, Luz Mabel Gómez, refugiada de 38, madre de dos hijos, oriunda del Cauca y una de las populares cocineras de la soda El Malecón, ubicada en lo que queda de la ruinosa infraestructura de Tierra Dominicana.
O la historia de la dominicana Julia Castellanos Rojas, de 52 años, que en agosto cumplió cuatro de vivir en Costa Rica y de cuidar a la hija de una amiga suya, y que está a punto de recibir la ciudadanía. O la de Ximena Valencia, colombiana de 39 años, madre de un adolescente y refugiada desde hace dos años, cuyo relato parece el eco interminable de una única historia de vidas violentadas.
“Trabajaba por mi cuenta. Siempre fui vendedora de productos por catálogo. Me vine de Colombia por temor a la violencia. A veces uno sin querer ve cosas o escucha cosas e inmediatamente vienen las amenazas. El que aguanta se queda, el que no puede, sale”, relata.
Delis Campaz es otra historia, aunque la suya comparta la misma trama. La semana pasada, cumplió 56 años pero hace menos de uno tuvo que volver a empezar en un país que no conoce y que tampoco la conoce a ella. En su tierra, Delis era modista y artesana. Ahora, entre semana, vende frescos en la calle y los domingos, chicharrones para sus paisanos.
Su problema es sencillo: Delis vio cómo mataban a un hombre. Sin querer. Venía por la calle, volteó la mirada y presenció el momento en que unos hombres apuñalaban a otro dentro de un auto. Delis no quería ver, pero vio, y no quería gritar, pero gritó. Sin querer, le dijo a los asesinos: Aquí estoy . “No sé cómo pero consiguieron mi número y empezaron a llamarme”, dice. “Yo vivía sola en mi casa. Me puse muy nerviosa. Nada volvió a ser igual”.
El autorreconocimiento
Históricamente, Costa Rica ha sido un país de tránsito migratorio y actualmente es, junto con Guatemala y Belice, uno de los principales países receptores de inmigrantes de la región.
“Es un poco aventurado plantear cifras a partir de los censos oficiales, por la fragilidad que tienen estos para medir movimientos de migración”, explica el sociólogo Guillermo Acuña. “La tendencia general es que Costa Rica, entre 1984 y el 2000, aumentó su recepción de población migrante de un 3% a un 7%”.
Según datos de la Dirección General de Migración y Extranjería, entre el año 1998 y el 2007 se reconocieron 6.593 solicitudes de refugio a ciudadanos colombianos y, en el mismo período, se denegaron 4.101. Los años que registraron el mayor número de otorgamientos y rechazos de solicitudes, fueron el 2001, con un total de 3.586 casos (se otorgaron 1.974 refugios), y el 2002, con 2.749, en que se otorgaron 1.844.
Las cifras de las autoridades locales coinciden con las fechas que marcan el inicio de la escalada de violencia en Buenaventura, según el reciente Informe Misión de Acompañamiento Humanitario a Comunidades Urbanas del Distrito Especial de Buenaventura, elaborado este año, entre el 21 y el 24 de julio.
“Desde el año 2000, Buenaventura registra un incremento en las tasas de homicidios, alcanzando la cifra de 450 víctimas por año”, dice el informe. “Este puerto reporta un promedio de 121 muertes violentas por cada 100.000 habitantes, superando a la capital del Departamento de Cali, que registra 112 por cada 100.000”. Y agrega: “Las cifras oficiales de homicidio muestran por sí mismas la magnitud y escalada que ha tenido la violencia y violación del derecho a la vida en los últimos ocho años en el distrito. Los registros del Comité de Estadísticas Vitales del Distrito indican que entre el año 2000 y 2007, en el territorio se ejecutaron 2.853 homicidios, con tasas anuales muy superiores a la nacional. Particularmente, en el 2007, la tasa fue de 113,6% cuando en el país solo llegó a 37,5%”.
Para Acuña, las causas del ingreso de población colombiana al país habría que buscarlas “en el contexto sociopolítico del escenario colombiano”. Aunque este escenario es absolutamente desalentador, no es inexplicable, lo cual, según el especialista, nos insta, como país, a definir una política migratoria.
“El Estado costarricense administra la migración pero no la gestiona. Esto significa que únicamente está controlando los flujos migratorios, bajo un concepto de seguridad nacional. Si gestionara la migración, tendría que adoptar un enfoque de seguimiento de los procesos migratorios desde un enfoque de derechos humanos”, asegura.
“La población colombiana, junto con la panameña y la nicaragüense, es de las tres poblaciones con mayor importancia estadística y social en Costa Rica, luego de la población local”, dice.
Y es que, aunque es difícil que alguien lo ignore, en Colombia se libra un conflicto armado complejo, profundo, histórico y salvajemente violento, cuyos alcances son incluso extraterritoriales. Sin embargo, el conflicto también es salvaje en lo social y lo político, por la exclusión de la mayoría y la corrupción endémica.
De muchas maneras, Buenaventura, con sus 342.260 habitantes, condensa las tensiones y condiciones estructurales de esta violencia extrema.
Sin que exista una guerra declarada, en Buenaventura explotan bombas y granadas, hay un número cada vez mayor de desaparecidos, los asesinatos selectivos de líderes sociales son frecuentes, los desplazamientos interurbanos parecen inevitables y las amenazas de muerte e intimidaciones a la población civil mantienen a la comunidad en un estado de terror puro.
En el citado informe (en cuya elaboración participaron diferentes despachos de Naciones Unidas, el Servicio Jesuita a Refugiados, el Proceso de Comunidades Negras y las Secretarías de Gobierno y Salud del Distrito Especial), se revela que en algunos barrios de Buenaventura, en la lucha por el control entre grupos armados irregulares, la coerción de la población pasa por castigos “ejemplarizantes”, como descuartizamientos, exposición de cadáveres y ajusticiamientos frente a las comunidades.
“La población de Buenaventura es mucho más vulnerable por su carácter de afrocolombianos y porque la mayoría de las víctimas de desplazamiento son mujeres cabeza de familia, las cuales deben asumir el cuidado de su prole”.
Aunque ninguna mujer entrevistada aceptó haber sido detenida por funcionarios policiales costarricenses –aunque sí maltratada–, Black cuenta que lo han aprehendido unas 80 veces. A pesar de tener todos sus papeles en regla.
El jefe de la Policía Migratoria ofrece su explicación: “Hay mucha documentación falsa y hemos detectado que las cédulas anteriores las gemeleaban “, dice Castaing. “También puede ser que se está dando una suplantación, por eso se aprehenden, para verificar su estatus migratorio”.
Finalmente, Castaing matiza su propio discurso. “No todos los refugiados son delincuentes. La gran mayoría es gente muy honesta y muy trabajadora que ha tenido que salir de sus países por situaciones de riesgo. La Fuerza Pública, el OIJ y la Policía de Migración ha detenido en actividades ilícitas a un pequeño sector, algunos residentes e inclusive solicitantes de refugio”.
Las poblaciones inmigrantes asentadas en el Paso de la Vaca tienen cerca de 15 años de existencia, pero la conciencia colectiva parece impermeable a estos nuevos sesgos culturales.
“Nosotros tendemos, como población nacional, a desplazar al otro, al que no es igual a nosotros”, insiste el sociólogo. “Tendemos a atribuirle características que se diferencian de las de la población nacional –frente al costarricense pacífico, emerge el colombiano violento– y cuando hacemos esto, metemos a todo ciudadano colombiano que llega al país en esa categoría y no hacemos diferenciaciones”.
“No vemos que hay muchas familias que vienen aquí como producto de una situación y que pueden ser profesionales, académicos, inversionistas, pequeños y medianos empresarios, gente que también podría estarle aportando un beneficio al país”.
Moradores - merodeadores
Hace una década nadie sabía quiénes serían los herederos de los dominicanos en el Paso de la Vaca; de dónde vendría el nuevo éxodo. Hoy lo sabemos: inmigrantes colombianos. Su llegada a Costa Rica ha sido una bendición para ellos, pero no todas las bendiciones están benditas.
Algunos son refugiados, otros están a la espera del refugio, algunos son residentes y otros tantos están más allá del bien y del mal, en un limbo migratorio de ilegalidad y permanencia. Algunos tienen trabajos estables, negocios propios, y muchos son trabajadores informales.
Su situación actual, tal y como la describen, es radicalmente distinta en un sentido (la violencia en primer lugar) pero aún guarda temibles semejanzas con la pasada, en cuanto a la sensación de rechazo social y de incertidumbre en general.
“Los barrios de bajamar están señalados como zonas rojas o violentas y, por ende, sus habitantes sufren esta estigmatización, lo que repercute en las oportunidades laborales por cuanto, al conocerse que una persona reside en estos lugares, se les niega la vinculación a cualquier tipo de trabajo y normalmente para estos sectores el servicio de taxi es restringido”, dice el Informe Misión elaborado en Colombia.
De vez en cuando, ellos exhalan el aroma de su propio racismo –¿usted ha estado alguna vez con un negrito de estos?–, de su propio rechazo xenofóbico –¿y ustedes qué hacen aquí?–, y del insuperable machismo que comparten con sus pares latinoamericanos –¿no necesita que le ayude a hacer un hijo?–, pero eso solo significa que son el producto del lugar de donde vienen, y del lugar en que están. Más que violencia, lo que los inmigrantes proyectan es miedo. Miedo disfrazado. Ellos huyen del miedo. Y nosotros, quizá, huimos del suyo.
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