Ramón Novell.
Les envío a algunos, con mucho gusto, el tema que prepare para el retiro de sacerdotes.
God bless.
Ramon
Adviento una invitación a la esperanza. Una espiritualidad para este tiempo
0. Introducción
El tema de la espiritualidad es importante porque sobre el vacío espiritual solo se edifican proyectos y estructuras pastorales vacías y extenuantes. Asimismo, porque unas mutaciones sociales y eclesiales tan profundas reclaman no solo una espiritualidad recia.
La auténtica espiritualidad no es una mística difusa, sino una experiencia concreta, personalizada y compartida, subyacente a nuestras opciones y actividades pastorales. Sus rasgos y sus acentos no son fruto de nuestro saber, ni de nuestro esfuerzo, ni de nuestro temperamento, sino, ante todo, del Espíritu Santo, verdadero Protagonista de nuestra maduración espiritual.
1. «Cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12,10)
Nos toca vivir en una comunidad cristiana real. Encontramos en ella un contingente apreciable de cristianos motivados y activamente implicados en la marcha de nuestras Iglesias locales, y deseosos de formación y de espiritualidad. Más numerosa, aunque decreciente sobre todo en los jóvenes, es la que expresa públicamente su vinculación a la fe y a la comunidad por medio de la eucaristía dominical. Existe en derredor de nuestras comunidades cristianas un amplio círculo que muestra una fe debilitada y fragmentada, pero subsistente, y un sentimiento de pertenencia no cálido, pero tampoco inexistente. Incluso en gente más alejada encontramos con frecuencia, sobre todo en momentos existenciales de su vida, un «algo», un núcleo religioso que pervive como valor vital precioso, pero precario, que necesita urgentemente ser «hidratado»..
Esta visión sacude nuestra fe. Y al sacudirla, ha de extraer de ella, corno el viento extrae el aroma de las plantas y las flores, una serie de actitudes religiosas que pasamos a formular.
1.1. Una espiritualidad de la confianza, no del optimismo.
Ser optimistas hoy podría delatar un déficit de profundidad para percibir el calado de las mutaciones sociales y eclesiales en curso, o una tendencia a confundir deseo y realidad. No es esta la tentación dominante en nuestros días.
Los creyentes no tenemos ninguna garantía revelada para afirmar que «las cosas irán mejor dentro de 25 o de 40 años». Pero sí la tenemos para ahondar, en esta época de intemperie, nuestra confianza en la incesante e irreductible voluntad salvífica de Dios, y para entregar en sus manos, domesticando nuestros miedos, el presente y el futuro de nuestra fe, de la Iglesia, de nuestra sociedad. El amor irrevocable de Dios Padre, la energía vital de la resurrección del Señor y la actividad incesante del Espíritu en la historia, en la comunidad cristiana y en cada uno de nosotros, constituyen un cimiento sólido para confiar a la misericordia de Dios nuestro pasado y a su providencia nuestro futuro individual y colectivo.
Eso sí, es preciso que estas convicciones teológicas estén impregnadas de una auténtica experiencia creyente que las haga connaturales a nuestro espíritu. El reclamo pascual del Señor resucitado: «No tengan miedo» (Mt 28,5), tantas veces repetido por Juan Pablo II, tiene una actualidad indudable en la comunidad eclesial. Que la confianza sea tan viva que venza al miedo es una gracia del Espíritu que hemos de suplicar ardientemente para la Iglesia. El Salmo 71, entre otros muchos, nos brinda palabras para esta súplica: «A ti, Señor, me acojo, sé para mí roca de cobijo y fortaleza protectora... , en tus manos encomiendo mi espíritu , yo confío en el Señor..., mi destino está en tus manos , tú me mostraste tu amor en el momento del peligro. Sean fuertes y cobren ánimo los que confían en el Señor».
1.2. Una espiritualidad que aprecia lo pequeño sin añoranza de lo grande
El aprecio por lo pequeño no es, en la espiritualidad cristiana, un «premio de consolación» cuando «lo grande» no está a nuestro alcance. No es fruto de la resignación que, a falta de resultados brillantes, busca su satisfacción en frutos escasos y pobres. Lo pequeño y los pequeños tienen especial nobleza evangélica. La Escritura nos muestra en múltiples pasajes que las personas pobres y los medios pobres tienen una especial connaturalidad con el Reino de Dios y sus leyes. En Mt 11,25, Jesús se dirige a Yahvé con estas palabras: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos».
Apreciar lo pequeño es incluso signo de calidad humana. Las personas sensibles aprecian lo pequeño y valoran su dignidad. La vida grata y feliz de las personas está, en buena parte, tejida y sostenida por cosas pequeñas. Small is beautifull («Lo pequeño es bello») es el título de una pequeña obra llena de sabiduría.
La situación presente nos ha de llevar a saber valorar la vida de nuestras comunidades. Es una ocasión propicia para que redescubramos y valoremos lo que nunca debimos subestimar: la adhesión de la gente mayor a su fe; el pequeño grupo juvenil que «sigue» cuando casi toda su generación «se ha ido»; el núcleo pastoral que asume con fidelidad y constancia sus compromisos parroquiales; la serenidad confiada con la que asume la enfermedad o la desgracia una persona o una familia creyentes; la alegría y el buen ánimo que mantiene un grupo cuya fe cultivamos, mediante la formación y la espiritualidad; el reencuentro con la fe de personas que se alejaron de ella; el revivir cristiano de algunos padres con motivo de la catequesis familiar; la inquietud vocacional de un muchacho en el clima juvenil actual. Con todo, esta espiritualidad no debe caer ni en una mitificación de lo pequeño ni en un menosprecio de actividades y proyectos de cierta envergadura. Jesucristo no ha vinculado en exclusiva su salvación a los medios pobres. Él es Señor que sabe servirse también de lo que no es tan modesto. Su preferencia por lo pobre no debe encubrir nuestra pereza para proyectar y realizar cosas mayores con tal de que las vivamos «con alma de pobres», es decir, conscientes de que aquellas no contienen en sí ningún poder salvífico, que es exclusivo de Dios.
2.1. Una espiritualidad de la fidelidad, no del éxito
Jesús, en su ministerio, no fue en absoluto ajeno a esta experiencia. La ceguera y la dureza de corazón de muchos le afectaron. Marcos recoge gráficamente este impacto (cf. Mc 3,5; 16,14). También Lucas lo registra (cf. Lc 9,47). Exegetas muy competentes sostienen que, sobre todo en la última fase de su vida pública, la consciencia humana de Jesús fue comprendiendo cada vez con mayor intensidad experiencial que el Padre le pedía fidelidad y no éxito inmediato. La soledad creciente, el enfriamiento de los suyos, el enconamiento de sus enemigos y, sobre todo, la experiencia de la pasión fueron decisivas. El autor de la Carta a los Hebreos nos dirá que, «aunque era Hijo, aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer» (Heb 5,8).
Hemos de sembrar mucho para recoger poco. Hemos de pedir la gracia y el gozo de la fidelidad en tiempos de escasa fecundidad. Nos sentimos retratados en las palabras de Simón Pedro: «Hemos estado toda la noche faenando sin pescar nada; pero, puesto que tú lo dices, echaré las redes» (Lc 5,5).
En una actitud pastoral que camina hacia la madurez espiritual, una sana y deseable gradación nos conduce sucesivamente de la expectativa del éxito a la búsqueda de la fecundidad, y, de esta, a la fidelidad. «El éxito no es uno de los nombres de Dios» (M. Buber). «La fidelidad es el amor que resiste el desgaste del tiempo»
2.2. Una espiritualidad responsable, pero no culpabilizadora
No podemos cruzarnos de brazos ante lo que podemos hacer. Vivir y testificar el Evangelio no solo es importante, sino lo más importante. La frivolidad o la pereza son pecados en toda vida cristiana. La responsabilidad y la seriedad son postulados irrecusables del apóstol.
También en este punto Jesús es neto y enérgico. «Busquen ante todo el Reino de Dios y lo que es propio de él, y Dios les dará todo lo demás» (cf. Mt 6,33). Por eso es tan categórico cuando llama a sus discípulos al seguimiento y al apostolado (Lc 9,57-62; Mt 9,9). El Reino que es preciso anunciar y construir es el tesoro por el que merece la pena vender todo, y la perla más preciosa es la fe, en orden a la salvación (cf. Mt 13,44-46).
Muestra igualmente la responsabilidad del apóstol en su enérgica expresión: «¡Ay de mí si no evangelizare!» .
2.4. Una espiritualidad de la sintonía, no de la distancia
Dios, siempre próximo a los humanos (cf. Hch 17, 27-28), se nos ha hecho definitivamente cercano en Jesucristo. Ha querido compartir desde dentro la dignidad y la servidumbre de ser hombre. La comunidad cristiana está llamada a prolongar en la historia esta cercanía del Señor a la humanidad. La Iglesia es amiga de la humanidad. No debe, por tanto, mantener una reserva distante y recelosa, sino una profunda empatía con la sociedad.
Cuando un mundo cambia tanto y produce estragos en la comunidad, provoca fácilmente reflejos defensivos, distantes, hacia él. Cuando en ese mundo se segregan criterios, costumbres, leyes, escritos, programas televisivos que contrarían nuestra sensibilidad cristiana, pueden generarse sentimientos de extrañeza, de desconfianza, de hipercrítica, de frialdad e incluso de agresividad, que congelan notablemente nuestra comunicación con él.
Es cierto que corresponde a la misión de la comunidad cristiana ser, entre otros movimientos sociales críticos, polo dialéctico ante corrientes hegemónicas, poderes sociales, políticos y económicos dominantes, poniéndose del lado del ser humano y particularmente de los débiles. Hay progresos sociales, económicos y políticos que son más bien regresiones. Pero una Iglesia que no se sintiera verdaderamente parte de la sociedad en la que está inscrita; que no respetara su legítima autonomía; que adoptara ante ella una actitud arrogante, incomprensiva, maternalista o trágica; que confundiera la claridad de la doctrina con el tono frío y duro propio de la distancia, estaría descuidando un aspecto muy importante de su misión de ser signo de la condescendencia de Dios y «señal e instrumento de la unidad de los hombres entre sí» (LG 1).
La comunión dialéctica con el mundo pertenece al estatuto teológico de la Iglesia. Si le falta el adjetivo, está instalada. Si le falta el sustantivo está mal ubicada.
2.5. Una espiritualidad de la alegría, no de la tristeza
Los tiempos son recios. Producen en muchos cristianos, sinceramente incorporados a la pastoral y al compromiso cívico, un cierto estado de abatimiento y de tristeza. La nostalgia de lo que fue y nunca volverá habita en el corazón de esta tristeza. Hoy está bastante extendido entre los cristianos un sentimiento de decadencia, un temor a quedar reducidos, en un futuro no lejano, a un residuo insignificante; un miedo a que la sociedad pueda quedar privada con el tiempo de ese factor de humanización y de divinización que es una Iglesia suficientemente relevante para que pueda ser signo público, visible, dotado de crédito moral en la sociedad.
Todos conocemos a catequistas desanimados porque intuyen que sus desvelos son contrarrestados por otros factores familiares, escolares, culturales que modelan a sus niños. Nuestros grupos de liturgia se desalientan con frecuencia porque sube la edad media y baja el número de participantes. Bastantes de nuestros curas comentan con tristeza la dificultad creciente de encontrar colaboradores pastorales que releven a los veteranos. Y sin embargo, uno se encuentra frecuentemente con grupos que, percibiendo y padeciendo las mismas dificultades, viven su fe y su compromiso cristiano en alegría y paz. No son menos lúcidos, más ingenuos ni más idealistas que los demás. Eso sí, cultivan la oración comunitaria sosegada, las sesiones de formación propia, la convivencia distendida y la fiesta, la mutua ayuda. Son ellos y no los demás, los que aciertan con la reacción adecuada. Porque, aun cuando la fe se debilita en nuestro entorno y en la sociedad, nada ni nadie puede ni debe arrancarnos la alegría de creer, de haber puesto nuestra confianza en Jesucristo, de quererle con el corazón y la conducta, de sentir su presencia junto a nosotros, de sabemos habitados y sostenidos por su Espíritu, de vemos congregados en tomo a su Palabra y su eucaristía, de sintonizar con los más necesitados y gozar ayudándoles.
La alegría es una característica de las comunidades cristianas del Nuevo Testamento. No puede faltar en ninguna genuina espiritualidad cristiana, sea cual sea nuestra situación. En ocasiones extraordinarias será exultante. En otras, serena paz y contento interior. En el sufrimiento, consolación. En la oscuridad, instinto interior de adhesión al Señor. Es compatible con el sufrimiento. Lo contrario de la alegría es la tristeza, no el sufrimiento. El cristiano conoce y padece la tristeza, pero su panorama habitual es la alegría. Dicen que la alegría es un bien escaso. La alegría no es un bien escaso en los seguidores de Jesús. Quienes escasean son los seguidores.
3.3. Una espiritualidad más sanante que denunciante
En la acción evangelizadora, el anuncio comporta necesariamente una tasa de denuncia. Un anuncio sin denuncia revelaría ingenuidad que ignora el espesor del mal y del pecado en el mundo y en la misma comunidad cristiana, o falta de coraje para arrostrar las incomodidades que de ella se derivan. Una denuncia que se sobrepusiera al anuncio olvidaría que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rom 5,20) Y marginaría toda una pedagogía positiva, que es más coherente con la Buena Noticia.
Somos una comunidad adulta, pero de heridos. En esta «comunidad de heridos» hay muchos que están más heridos: los inmigrantes, las víctimas, los amenazados, los delincuentes que atestan todas nuestras cárceles, los familiares de los presos, las mujeres maltratadas, los siniestrados laborales, los enfermos psicóticos o neuróticos, las personas fracasadas.
Una humanidad así necesita más compasión que condena. Jesús dice a Nicodemo: «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él» (ln 3,17). Hoy el ejercicio de la misericordia no es ni menos importante ni menos necesario que en tiempos de mayor penuria material. La Iglesia ha recibido el encargo de prolongar en la historia la misión de Jesús, el Buen Samaritano. «Sus heridas nos han curado» (1 Pe 2,24). Los cristianos participamos, al mismo tiempo, de las heridas de los humanos y de la misión sanante de Jesús. No hemos recibido solo el encargo de: «Vayan y anuncien» y el de: «Vayan y bauticen», sino también el de: «Vayan y sanen» (Lc 9,2).
Podemos sanar, como Jesús, incluso a través de nuestras propias heridas. Podemos poner en ellas el aceite y el vino de nuestra compañía, de nuestra escucha, de nuestra palabra. La Iglesia tiene un sacramento para curar la herida del pecado. Sepamos acogerlo y realizarlo. Seamos más compasivos que críticos. Más misericordiosos que censores.
3.4. Una espiritualidad que aprende y enseña a orar
La espiritualidad es un panorama más amplio que la oración. Pero esta es una pieza decisiva dentro de aquella. Es en sí misma una actividad teologal de primera magnitud, un ejercicio de la fe, de la esperanza y del amor. Es, además, un espacio necesario para la interiorización y, en consecuencia, para la experiencia creyente. La oración hace que Dios se nos vuelva «real», no un ser intermedio entre la realidad y la imaginación. Es un componente privilegiado para discernir, muchas veces entre sombras, lo que Dios Padre pide de nosotros. Sin orar asiduamente, el cristiano languidece y el apóstol desiste.
Aprender a orar e iniciar a la oración es un valor de primera necesidad. Existe una pedagogía de la oración cristiana que se despliega en múltiples pedagogías particulares. Pero es necesaria esta pedagogía. No porque la oración sea una técnica que se ha de dominar. Convertirla en técnica equivale a caer en la idolatría. Pero todo lo importante (amar, educar, asumir la sexualidad, comunicarse, aguantar) se aprende. Los sacerdotes venimos insistiendo secularmente en la trascendencia de la oración. No con la misma dedicación iniciamos ni enseñamos a iniciar a la oración personal, comunitaria y litúrgica mediante una adecuada pedagogía en la que la catequesis sobre la oración se combina sabiamente con la práctica de la misma. Nuestras comunidades cristianas conocen la oración vocal y practican la oración de emergencia en momentos especiales. Pero tras decenios de eucaristía dominical, apenas están iniciadas a una oración habitual de alguna calidad y profundidad. El lenguaje simbólico de la liturgia se les hace opaco. El canto, el salmo y la breve oración con la que comienzan sus reuniones bastantes de nuestros grupos eclesiales son netamente insuficientes para este aprendizaje. La iniciación bíblica, necesaria para entender el texto en la situación original y aplicarlo a la situación presente, es aún patrimonio de muy pocos. Aquí hay una cantera casi inexplotada. Nos jugamos mucho pastoralmente en una apropiada explotación.
En los últimos años registramos que muchos cristianos desean aprender a orar. Las propuestas de ayuda tienen un eco muy favorable. Los grupos de oración y de lectura creyente y orante de la Biblia florecen y se multiplican. Es difícil no leer en esta demanda que la tierra de una fe resecada está necesitando el agua de una oración que la riegue. El Espíritu Santo, que sabe que no podemos orar como conviene (cf. Rom 7,26), se acerca en nuestra ayuda y nos enseña a clamar: «Abbá, Padre» (Rom 8,15). Tengo la persuasión de que, en la gran mayoría de los casos, no se trata de un retraimiento hacia las zonas cálidas de una oración que huye de la confrontación con los problemas pastorales, sociales o personales. Tal vez pudo ser esta una tentación del pasado; no lo es en el presente. Es la necesidad de enriquecer la experiencia de la fe para poder realizar la travesía de una existencia cristiana en un mundo cada vez más secularizado.
Nosotros mismos, ¿no deberíamos ejercitarnos más en ese amplio mundo de la oración? Hay una manera de orar que Pablo deja entrever en sus Cartas y es muy apropiada en nuestra condición de pastores. Es una forma de orar ligada a la actividad apostólica y alimentada desde ella. Prepara y acompaña nuestros trabajos pastorales e incluso los releva cuando esta no es posible. Sus dos grandes resortes son el deseo ante las necesidades y carencias y el gozo ante las realizaciones y los frutos. Del deseo brota la oración de petición; del gozo la acción de gracias.
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