CONSIDERACIONES EN TORNO A LA FORMACIÓN
José Luis Zanón
ALBADA VI.08
En el cine del Hollywood clásico, el del studio system entre otras cosas, era frecuente calificar algunos films como “películas de encargo”. Los grandes estudios cinematográficos, verdaderas factorías del cine, producían films constantemente porque bajo ningún concepto se podía tener inactivos a miles de trabajadores. La denominación “de encargo” encerraba un matiz peyorativo: nos encontrábamos ante una obra menor cuando no rutinaria. El director de la película frecuentemente era calificado de “artesano”, calificativo que en todo caso podía matizarse, y mejorarse, añadiendo que “conocía su oficio”. Viene esto a cuento porque este artículo es también “de encargo”, y por ello un poco forzado y de modestas pretensiones. En todo caso no me molesta considerarme un artesano con el conocimiento del oficio que conlleva una trayectoria de cuarenta años en la escuela. Hay abundante bibliografía sobre la formación permanente y a ella remito a quien desee saber algo con cierto rigor sobre el tema. Mi pretensión es simplemente la de ofrecer unas consideraciones a partir de la experiencia.
¿de qué experiencia hablamos?
Llegados a este punto reparo en que he mencionado la palabra “experiencia”. Como cualquier persona habré utilizado y escuchado cientos de veces esta palabra. Estoy seguro de que tanto mis interlocutores como yo mismo sabíamos qué queríamos decir con ella. Es posible, no obstante, que sucediera lo que San Agustín decía sobre la palabra “tiempo”, cuyo significado todos sabemos mientras no nos lo preguntan, pero lo ignoramos cuando se nos pide que lo expliquemos. Las palabras están ahí para que podamos comunicarnos y entendernos, pero hay casos en los que podemos utilizarlas para todo lo contrario, porque no es posible entenderse cuando “recreamos” la palabra y le damos un significado marcadamente personal desde la propia subjetividad. Más aún, no es posible comunicarse cuando las “redefiniciones” personales de las palabras tienen como finalidad su utilización a modo de arma arrojadiza o de mecanismo de exclusión.
¿A qué me estoy refiriendo cuando hablo de arma arrojadiza o mecanismo de exclusión?. La palabra experiencia, según la redefinición que últimamente se viene haciendo de ella, se está contraponiendo a “ideología”, y ello de tal manera que más allá del significado descriptivo que se le quiera dar a ambas palabras, éstas dejan de ser “neutrales” y su uso sirve para discriminar o excluir: “lo que yo digo lo afirmo desde la experiencia –por consiguiente es incuestionable- lo que el otro dice es ideología-por consiguiente es cuestionable-”.
Pero, ¿son dos conceptos distintos?. Sí, al menos en teoría. En el Diccionario de la Real Academia Española encontramos las siguientes acepciones de la palabra experiencia: “advertimiento, enseñanza que se adquiere por el uso, la práctica o solo con el vivir; acción y efecto de experimentar (experimentar = probar y examinar prácticamente la virtud y propiedades de una cosa; hablando de impresiones, sensaciones o sentimientos, tenerlos”. La palabra ideología viene definida como “conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad, época, movimiento cultural, religioso o político, etc”. La unidad de la persona concreta hace difícil, no obstante, mantener una neta diferenciación en la realidad. Mi experiencia, sea lo que sea en sí, tal como yo la vivo no es independiente de la percepción que tengo de ella, lo cual es tanto como decir que entenderla y hablar de ella –aunque sea solo “hablarme a mí mismo”- supone interpretarla, categorizarla, evaluarla... En definitiva, lo que yo experimento, y no digamos ya lo que comunico a los demás acerca de ello, no es independiente de mis categorías mentales -hablando desde la filosofía-, o de mis esquemas cognitivos -hablando desde la psicología-. Es decir, mi más o menos rico “conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona” –según la definición recogida anteriormente- afecta profundamente a eso que yo llamo mi experiencia. Y todo ello es mucho más evidente cuando pretendo comunicarla a los demás, porque entonces he de recurrir a las palabras que expresan conceptos o ideas. Es verdad que se podrá aducir siempre el carácter inefable de las experiencias personales y la imposibilidad de expresarlas mediante palabras. Pero entonces la comunicación de las experiencias personales no tiene el carácter de intersubjetividad necesario para posibilitar el entendimiento con los otros, y por supuesto nos situamos en un terreno de lo absolutamente subjetivo e inverificable, incapaz por ello de garantizar un diálogo mínimamente inteligible y en absoluto susceptible de propiciar acuerdos corporativos. Y otro tanto cabría afirmar de lo que llamamos ideología. A estas alturas la sociología del conocimiento ha puesto de manifiesto la dependencia que el mundo de nuestras ideas tiene respecto de la realidad concreta, o experiencias, de nuestra vida cotidiana. El conocimiento no es producto de un sujeto individual, trascendental e intemporal sino de sujetos colectivos, empíricos e históricos.
Lo que yo pienso y creo, el mundo de mis ideas, se conecta con mi vida pasada y presente, con mi experiencia en definitiva. Es decir, lo que yo llamo mi experiencia es experiencia “ideologizada”, y lo que yo llamo ideología es ideología “experienciada”. Y en cualquier caso, el conocimiento y la percepción que yo tengo de mi experiencia, por muy evidente y contundente que se presente a mi conciencia como es lógico –es mi experiencia y es mi conciencia- no me garantiza el mismo grado de evidencia y contundencia para conocer y percibir la experiencia del otro. La misma privacidad que reclamo para lo que yo siento y vivo la reclaman los otros para ellos mismos.
aquellos orígenes tan lejanos...
He dicho más arriba que quería ofrecer unas consideraciones desde mi experiencia. Siendo consecuente con lo dicho hasta aquí he de reconocer que se trata de una experiencia “ideologizada”, pero experiencia al fin. La importancia de la formación no es un tema nuevo entre nosotros, evidentemente, aunque pueda serlo hasta cierto punto la denominación de formación permanente. Lo recuerdo como una de las preocupaciones de los jóvenes que allá hacia el final de los años 60 empezábamos, ilusionados y críticos, nuestro ministerio colegial. Especialmente recuerdo dos cosas. En primer lugar la constatación de la escasez de “intelectuales” en nuestra Orden. Ciertamente podrán aducirse casos concretos excepcionales, algo que nosotros reconocíamos también, pero hablando en términos generales creo que nuestra apreciación no era exagerada (recuerdo a alguien definirnos como “ordo aldeanorum”). La intelectualidad parecía concentrada en las Casas Centrales, pero aquello no nos servía por dos razones. La primera porque con la filosofía y la teología no se cubría todo el amplio panorama que debía abarcar una Orden dedicada a la educación. La segunda porque algunos –y recalco lo de algunos- de nuestros profesores teólogos y filósofos acabaron siendo mimetizados por el medio rural en el que se encontraban y dedicaron más esfuerzos y entusiasmo a las alubias, los garbanzos, las fresas, las cerezas, las gallinas y los cerdos de nuestra explotación agropecuaria que a la investigación y la actualización filosófico - teológica. El panorama en cada una de las Provincias, por otra parte, era poco estimulante al respecto. Basta fijarse en aspectos tales como las publicaciones –mejor, las no publicaciones; en todo caso pocas y de escasa repercusión- el reducido número de titulados universitarios y la casi nula presencia de escolapios como profesores en el mundo universitario. Hay que reconocer, no obstante, el ambicioso proyecto de la Orden con el naciente ICCE, lamentablemente devaluado con el tiempo. De aquellos “conventículos” salió alguna conclusión: la necesidad de realizar estudios universitarios con urgencia y de que cada cual, a su manera, supiera si no mucho de algo sí algo de muchas cosas. En segundo lugar recuerdo haber usado entre nosotros frecuentemente la expresión “cuadratura del círculo” para referirnos a la práctica imposibilidad de atender con el rigor adecuado a la formación necesaria en los diferentes ámbitos de nuestra actividad ministerial: teológico, pastoral, pedagógico, psicológico, profesional... Atender a tal complejidad era algo que excedía las posibilidades individuales de cada cual.
Hubiera sido necesaria una planificación institucional que permitiera abarcar entre todos las distintas dimensiones de nuestra actividad educadora y evangelizadora, completándola con una inquietud personal que nos hubiera llevado a estar mínimamente informados de otros aspectos más allá de la propia “especialización” de cada cual. No hubo tal planificación, y todo se redujo a una voluntarista iniciativa personal. Cuarenta años después algo hemos mejorado, creo.
Dos pivotes de la formación:
Vida...
Recuerdo a uno de mis profesores de Teología recoger una cita no sé qué teólogo alemán recomendando preparar las homilías teniendo a la vista dos cosas: la Biblia y el periódico. Vida y estudio podría ser el equivalente en el tema de la formación. Vida es experiencia, conocimiento de lo concreto, contacto con la realidad, percepción atenta, empatía, salir del ensimismamiento, “descentrarnos”, capacidad de relativización..., y todo ello a través de dos vías: los medios de comunicación y el contacto personal. Los medios nos dicen qué hay ahí, esa realidad tozuda que a veces nos empeñamos en no ver o en querer ver de otra manera, como nosotros quisiéramos. Evidentemente nadie a estas alturas es tan ingenuo como para creer en la objetividad de los medios de comunicación. Pero esto es precisamente lo que debe llevar a poder acceder a una variedad y pluralidad de ellos y no encerrarnos en la sesgada selección que encontramos en algunas de nuestras comunidades. A este respecto, me da la impresión de que los jóvenes escolapios no están valorando lo que los medios aportan en este momento, al menos los medios más convencionales como la prensa escrita.
Contacto personal, por supuesto. Y como en el caso de los medios, abierto y plural. El colectivo que forman los educadores y familias de nuestros colegios nos ofrece en estos momentos una marcada pluralidad e incluso multiculturalidad. Pero hay que evitar reducir nuestra relación personal al círculo de afines o “adictos”, porque entonces nuestra percepción es sesgada. La realidad es la que es, no la que nosotros quisiéramos que fuese. Y en esa realidad hay que moverse, a esa realidad hay que ofrecer respuestas, y desde esa realidad hay que intentar transitar a otra realidad mejor. La vida cotidiana, las personas concretas, sus problemas, sus proyectos, sus fracasos... van a hacernos poner en crisis mucha respuesta prefabricada, mucho consejo fácil, y cierta orientación y acompañamiento de “salón” o de laboratorio, concebidos desde contextos ajenos y quizá atemporales, y nos impulsarán a buscar otras respuestas, a abandonar dogmatismos, a relativizar muchas cosas... (qué fácil resulta aconsejar a veces desde nuestra vida regular, pautada y sin sobresaltos).
... y estudio
La redacción de estas reflexiones ha coincidido con la lectura, por necesidades derivadas de la clase de filosofía, de Francis Bacon, quien en su pretensión de articular la nueva ciencia se ocupa en primer lugar de lo que él llama “ídolos”, que son errores y prejuicios que impiden al hombre llegar a un conocimiento cabal de las cosas. Distingue entre los “idola tribus”, comunes a todos, y los “idola specus”, propios de cada individuo. El primer paso antes de adentrarse en el estudio de la naturaleza es purificar de ídolos el entendimiento. En nuestro caso, la formación debiera ir precedida de un análisis y purificación, en su caso, de los ídolos, de tal manera que afrontáramos la formación del modo más abierto posible.
Cada cual puede examinar sus propios ídolos, pero voy a atreverme a describir algunos ídolos que pueden aquejarnos como “tribu” y distorsionar nuestra formación, entendida ahora como lectura y estudio.
el ídolo de la clase
Somos herederos de una larga y valiosa tradición que no sólo ha situado en el centro de nuestra actividad la acción educativa con los alumnos en la clase, sino que la ha privilegiado y magnificado hasta el punto de considerar que ese era para nosotros casi el único trabajo digno de tal nombre. El número de horas de clase ha sido motivo de orgullo personal y autojustificación. La dedicación a otras tareas ha llegado a considerarse a veces como huida o incapacidad. Y a este llamémosle “prejuicio”, que yo descubro también en mí mismo, se une la deriva activista que a todos nos ha afectado antes o después. Son tantos los frentes colegiales o extracolegiales a atender, tantas las demandas eclesiales y educativas, que hemos podido pasar días y días, años incluso, sin atender a la lectura y al estudio sosegados, a las abundantes ofertas formativas que se han planteado a nuestro alrededor.
el ídolo del “monofisismo” intelectual
Las disputas cristológicas del siglo V darían lugar, entre otras cosas, al monofisismo que afirmaba la existencia de una sola naturaleza en Cristo. Si el símbolo Niceno-Constantinopolitano afirmaba la existencia de la naturaleza humana y divina sin separación y sin confusión, el monofisismo mantenía la “confusión” de ambas de forma que la naturaleza humana se perdía, absorbida, en la divina. La afirmación de una sola naturaleza en Cristo, menoscabando su realidad humana, vaciaba peligrosamente lo propiamente humano de su existencia histórica concreta. No creo que haya monofisitas entre nosotros, pero determinados posicionamientos espirituales, pastorales e incluso antropológicos pudieran ir en esa dirección. En Cristo Jesús encuentra el ser humano el sentido último de su existencia, pero ello no anula los sentidos “penúltimos” y “antepenúltimos”.
Desde la encarnación no debe hablarse tan sólo de que el hombre se diviniza, sino de que Dios se humaniza. La teología, la catequesis, la sacramentalización, la pastoral explícita en definitiva, no convierten en superfluas la antropología, la psicología, la pedagogía, las ciencias humanas y sociales en general. Pudiera ocurrir que tras reconocer que la curación de las enfermedades físicas no está en la fe de las personas, etapa ya superada, estuviéramos reteniendo el ámbito de las “enfermedades” o trastornos mentales o conductuales e incluso el de la orientación personal como el ámbito en el que solo la fe puede sanar, o en el que su virtud curativa sobrepasa cualquier otra “terapia”, cuando no la hace inútil.
No hace demasiado tiempo en uno de nuestros colegios se ha menoscabado ante nuestros alumnos el trabajo del psicólogo afirmando la inanidad de la psicología y situando la genuina orientación en las manos del catequista. Además de la instrumentalización de la fe que esto supone y el menosprecio del trabajo de otros educadores, estamos sentando las bases para otro retroceso vergonzante, futuro y ya presente, de la religión ante los progresivos avances de las ciencias humanas.
En la Gaudium et Spes del Vaticano II encontramos una clara e inequívoca afirmación de la legítima autonomía de las realidades terrenas que gozan de sus propias leyes y valores. El mundo de la cultura, el mundo de las ciencias tiene sus propios principios y sus métodos que hay que respetar, valorar y aprovechar en sus aportaciones. En nuestro caso particular, en nuestra acción educativa y en nuestra formación, no deberíamos caer en ese deslizante “monofisismo” que menoscaba lo humano. Piedad si, por supuesto, pero también Letras. Naturalmente que es posible caer en otro “monofisismo” a la inversa, que diluya la fe en la cultura y la ciencia. Pero no creo que este sea nuestro caso ahora.
el ídolo de la “ escuela”
La historia del pensamiento y de la ciencia es pródiga en escuelas. Los pitagóricos, la academia platónica, el liceo aristotélico son ejemplos antiguos de escuelas de pensamiento. Una escuela nos habla de un maestro, de una autoridad intelectual, de una intuición más o menos genial, de un proyecto compartido, de unas líneas de pensamiento e investigación en torno a las cuales se articulan y cobran sentido aspectos concretos y aportaciones singulares, de unos lazos humanos que van más allá de la pura colaboración intelectual.
Pero las escuelas también tienen sus sombras. Cuando el maestro se convierte en mito intocable, en gurú objeto de adoración y de escucha acrítica, cuando se acallan discrepancias, cuando no se favorecen las iniciativas personales, cuando se consideran sospechosas las críticas, cuando se absolutiza lo propio y se menosprecia lo ajeno..., entonces la escuela adquiere características de secta, su producción es cada vez menor, el empobrecimiento cada vez mayor, el aislamiento va en aumento, las objeciones externas se perciben como ataques malintencionados que autorrefuerzan la convicción de estar en la verdad y las posibilidades de colaborar con otras personas y otros colectivos son inexistentes. La historia de Freud y sus primeros discípulos es interesante al respecto. Personalmente algo podría decir también de quienes fuimos formados en la psicología conductista más radical, estuvimos convencidos de ella, miramos por encima del hombro a otras escuelas, y luego hemos tenido que reconocer y asumir nuestras lagunas y abrirnos a otras perspectivas. Cuentan que el califa Omar, interrogado acerca de cómo proceder con la Biblioteca de Alejandría, afirmó lo siguiente: una de dos, o los libros de esta biblioteca contienen lo que dice el Corán o contienen cosas contrarias; si contienen lo que dice el Corán entonces son inútiles, y si contienen cosas contrarias al Corán son nocivos, por consiguiente lo que debe hacerse es quemar los libros. Éste era un ejemplo que la lógica clásica ofrecía para mostrar un uso falaz de los dilemas a la hora de argumentar. Pero es también un ejemplo de los peligros de encerrarse en una escuela de pensamiento o de ciencia. Aquello que guarda semejanza con lo mío no me hace falta, porque ya tengo lo mío –que, por supuesto, es mejor-, y lo que es distinto a lo mío contradice mis convicciones, por consiguiente no puedo aceptarlo.
sobre la Universidad
El legendario doctor Gregorio Marañón dijo algo así como que “en medicina, lo poco que se sabe lo sabemos los médicos”. No quiero hacer una trasposición sin más de esta frase a la Universidad, recabando para ella la exclusividad del saber. Pero se acabaron ya los tiempos de aquellos venerables escolapios autodidactas que fueron ejemplo de estudio e investigación en tiempos ya lejanos. Aun con todas las limitaciones que se quiera las personas y los recursos de la Universidad ofrecen posibilidades y realizaciones que sería temerario despreciar. Y cuando hablo de la Universidad no me refiero únicamente a la docencia, de la que algo puedo decir, sino a algo de lo que lamentablemente menos puedo decir como es el estudio y la investigación. Me sorprenden algunas descalificaciones hacia la Universidad emitidas por algunos de los nuestros.
Nota final
Como he indicado más arriba es imposible pensar y escribir sin condicionante alguno, y por ello cuanto acabo de decir está marcado, lo reconozco, por nuestra realidad provincial. Existen diversidad de planteamientos entre nosotros en muchos órdenes. Sería bueno que pudiéramos escucharnos de modo razonado y no dogmático.
Pero tengo una gran dificultad, quizá imposibilidad, para aceptar puntos de vista excluyentes, planteamientos que se presentan como los mejores -¿o únicos?-, planteamientos supuestamente avalados por la voluntad de Dios –lo cual implica considerar como opuestos a la voluntad de Dios a todos los demás-, planteamientos que se justifican porque se busca el bien –lo que parece suponer que los demás no lo buscan-, planteamientos autosuficientes y dogmáticos carentes de la sencillez, modestia y apertura que han caracterizado siempre la verdadera sabiduría.
ALBADA VI.08
En el cine del Hollywood clásico, el del studio system entre otras cosas, era frecuente calificar algunos films como “películas de encargo”. Los grandes estudios cinematográficos, verdaderas factorías del cine, producían films constantemente porque bajo ningún concepto se podía tener inactivos a miles de trabajadores. La denominación “de encargo” encerraba un matiz peyorativo: nos encontrábamos ante una obra menor cuando no rutinaria. El director de la película frecuentemente era calificado de “artesano”, calificativo que en todo caso podía matizarse, y mejorarse, añadiendo que “conocía su oficio”. Viene esto a cuento porque este artículo es también “de encargo”, y por ello un poco forzado y de modestas pretensiones. En todo caso no me molesta considerarme un artesano con el conocimiento del oficio que conlleva una trayectoria de cuarenta años en la escuela. Hay abundante bibliografía sobre la formación permanente y a ella remito a quien desee saber algo con cierto rigor sobre el tema. Mi pretensión es simplemente la de ofrecer unas consideraciones a partir de la experiencia.
¿de qué experiencia hablamos?
Llegados a este punto reparo en que he mencionado la palabra “experiencia”. Como cualquier persona habré utilizado y escuchado cientos de veces esta palabra. Estoy seguro de que tanto mis interlocutores como yo mismo sabíamos qué queríamos decir con ella. Es posible, no obstante, que sucediera lo que San Agustín decía sobre la palabra “tiempo”, cuyo significado todos sabemos mientras no nos lo preguntan, pero lo ignoramos cuando se nos pide que lo expliquemos. Las palabras están ahí para que podamos comunicarnos y entendernos, pero hay casos en los que podemos utilizarlas para todo lo contrario, porque no es posible entenderse cuando “recreamos” la palabra y le damos un significado marcadamente personal desde la propia subjetividad. Más aún, no es posible comunicarse cuando las “redefiniciones” personales de las palabras tienen como finalidad su utilización a modo de arma arrojadiza o de mecanismo de exclusión.
¿A qué me estoy refiriendo cuando hablo de arma arrojadiza o mecanismo de exclusión?. La palabra experiencia, según la redefinición que últimamente se viene haciendo de ella, se está contraponiendo a “ideología”, y ello de tal manera que más allá del significado descriptivo que se le quiera dar a ambas palabras, éstas dejan de ser “neutrales” y su uso sirve para discriminar o excluir: “lo que yo digo lo afirmo desde la experiencia –por consiguiente es incuestionable- lo que el otro dice es ideología-por consiguiente es cuestionable-”.
Pero, ¿son dos conceptos distintos?. Sí, al menos en teoría. En el Diccionario de la Real Academia Española encontramos las siguientes acepciones de la palabra experiencia: “advertimiento, enseñanza que se adquiere por el uso, la práctica o solo con el vivir; acción y efecto de experimentar (experimentar = probar y examinar prácticamente la virtud y propiedades de una cosa; hablando de impresiones, sensaciones o sentimientos, tenerlos”. La palabra ideología viene definida como “conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad, época, movimiento cultural, religioso o político, etc”. La unidad de la persona concreta hace difícil, no obstante, mantener una neta diferenciación en la realidad. Mi experiencia, sea lo que sea en sí, tal como yo la vivo no es independiente de la percepción que tengo de ella, lo cual es tanto como decir que entenderla y hablar de ella –aunque sea solo “hablarme a mí mismo”- supone interpretarla, categorizarla, evaluarla... En definitiva, lo que yo experimento, y no digamos ya lo que comunico a los demás acerca de ello, no es independiente de mis categorías mentales -hablando desde la filosofía-, o de mis esquemas cognitivos -hablando desde la psicología-. Es decir, mi más o menos rico “conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona” –según la definición recogida anteriormente- afecta profundamente a eso que yo llamo mi experiencia. Y todo ello es mucho más evidente cuando pretendo comunicarla a los demás, porque entonces he de recurrir a las palabras que expresan conceptos o ideas. Es verdad que se podrá aducir siempre el carácter inefable de las experiencias personales y la imposibilidad de expresarlas mediante palabras. Pero entonces la comunicación de las experiencias personales no tiene el carácter de intersubjetividad necesario para posibilitar el entendimiento con los otros, y por supuesto nos situamos en un terreno de lo absolutamente subjetivo e inverificable, incapaz por ello de garantizar un diálogo mínimamente inteligible y en absoluto susceptible de propiciar acuerdos corporativos. Y otro tanto cabría afirmar de lo que llamamos ideología. A estas alturas la sociología del conocimiento ha puesto de manifiesto la dependencia que el mundo de nuestras ideas tiene respecto de la realidad concreta, o experiencias, de nuestra vida cotidiana. El conocimiento no es producto de un sujeto individual, trascendental e intemporal sino de sujetos colectivos, empíricos e históricos.
Lo que yo pienso y creo, el mundo de mis ideas, se conecta con mi vida pasada y presente, con mi experiencia en definitiva. Es decir, lo que yo llamo mi experiencia es experiencia “ideologizada”, y lo que yo llamo ideología es ideología “experienciada”. Y en cualquier caso, el conocimiento y la percepción que yo tengo de mi experiencia, por muy evidente y contundente que se presente a mi conciencia como es lógico –es mi experiencia y es mi conciencia- no me garantiza el mismo grado de evidencia y contundencia para conocer y percibir la experiencia del otro. La misma privacidad que reclamo para lo que yo siento y vivo la reclaman los otros para ellos mismos.
aquellos orígenes tan lejanos...
He dicho más arriba que quería ofrecer unas consideraciones desde mi experiencia. Siendo consecuente con lo dicho hasta aquí he de reconocer que se trata de una experiencia “ideologizada”, pero experiencia al fin. La importancia de la formación no es un tema nuevo entre nosotros, evidentemente, aunque pueda serlo hasta cierto punto la denominación de formación permanente. Lo recuerdo como una de las preocupaciones de los jóvenes que allá hacia el final de los años 60 empezábamos, ilusionados y críticos, nuestro ministerio colegial. Especialmente recuerdo dos cosas. En primer lugar la constatación de la escasez de “intelectuales” en nuestra Orden. Ciertamente podrán aducirse casos concretos excepcionales, algo que nosotros reconocíamos también, pero hablando en términos generales creo que nuestra apreciación no era exagerada (recuerdo a alguien definirnos como “ordo aldeanorum”). La intelectualidad parecía concentrada en las Casas Centrales, pero aquello no nos servía por dos razones. La primera porque con la filosofía y la teología no se cubría todo el amplio panorama que debía abarcar una Orden dedicada a la educación. La segunda porque algunos –y recalco lo de algunos- de nuestros profesores teólogos y filósofos acabaron siendo mimetizados por el medio rural en el que se encontraban y dedicaron más esfuerzos y entusiasmo a las alubias, los garbanzos, las fresas, las cerezas, las gallinas y los cerdos de nuestra explotación agropecuaria que a la investigación y la actualización filosófico - teológica. El panorama en cada una de las Provincias, por otra parte, era poco estimulante al respecto. Basta fijarse en aspectos tales como las publicaciones –mejor, las no publicaciones; en todo caso pocas y de escasa repercusión- el reducido número de titulados universitarios y la casi nula presencia de escolapios como profesores en el mundo universitario. Hay que reconocer, no obstante, el ambicioso proyecto de la Orden con el naciente ICCE, lamentablemente devaluado con el tiempo. De aquellos “conventículos” salió alguna conclusión: la necesidad de realizar estudios universitarios con urgencia y de que cada cual, a su manera, supiera si no mucho de algo sí algo de muchas cosas. En segundo lugar recuerdo haber usado entre nosotros frecuentemente la expresión “cuadratura del círculo” para referirnos a la práctica imposibilidad de atender con el rigor adecuado a la formación necesaria en los diferentes ámbitos de nuestra actividad ministerial: teológico, pastoral, pedagógico, psicológico, profesional... Atender a tal complejidad era algo que excedía las posibilidades individuales de cada cual.
Hubiera sido necesaria una planificación institucional que permitiera abarcar entre todos las distintas dimensiones de nuestra actividad educadora y evangelizadora, completándola con una inquietud personal que nos hubiera llevado a estar mínimamente informados de otros aspectos más allá de la propia “especialización” de cada cual. No hubo tal planificación, y todo se redujo a una voluntarista iniciativa personal. Cuarenta años después algo hemos mejorado, creo.
Dos pivotes de la formación:
Vida...
Recuerdo a uno de mis profesores de Teología recoger una cita no sé qué teólogo alemán recomendando preparar las homilías teniendo a la vista dos cosas: la Biblia y el periódico. Vida y estudio podría ser el equivalente en el tema de la formación. Vida es experiencia, conocimiento de lo concreto, contacto con la realidad, percepción atenta, empatía, salir del ensimismamiento, “descentrarnos”, capacidad de relativización..., y todo ello a través de dos vías: los medios de comunicación y el contacto personal. Los medios nos dicen qué hay ahí, esa realidad tozuda que a veces nos empeñamos en no ver o en querer ver de otra manera, como nosotros quisiéramos. Evidentemente nadie a estas alturas es tan ingenuo como para creer en la objetividad de los medios de comunicación. Pero esto es precisamente lo que debe llevar a poder acceder a una variedad y pluralidad de ellos y no encerrarnos en la sesgada selección que encontramos en algunas de nuestras comunidades. A este respecto, me da la impresión de que los jóvenes escolapios no están valorando lo que los medios aportan en este momento, al menos los medios más convencionales como la prensa escrita.
Contacto personal, por supuesto. Y como en el caso de los medios, abierto y plural. El colectivo que forman los educadores y familias de nuestros colegios nos ofrece en estos momentos una marcada pluralidad e incluso multiculturalidad. Pero hay que evitar reducir nuestra relación personal al círculo de afines o “adictos”, porque entonces nuestra percepción es sesgada. La realidad es la que es, no la que nosotros quisiéramos que fuese. Y en esa realidad hay que moverse, a esa realidad hay que ofrecer respuestas, y desde esa realidad hay que intentar transitar a otra realidad mejor. La vida cotidiana, las personas concretas, sus problemas, sus proyectos, sus fracasos... van a hacernos poner en crisis mucha respuesta prefabricada, mucho consejo fácil, y cierta orientación y acompañamiento de “salón” o de laboratorio, concebidos desde contextos ajenos y quizá atemporales, y nos impulsarán a buscar otras respuestas, a abandonar dogmatismos, a relativizar muchas cosas... (qué fácil resulta aconsejar a veces desde nuestra vida regular, pautada y sin sobresaltos).
... y estudio
La redacción de estas reflexiones ha coincidido con la lectura, por necesidades derivadas de la clase de filosofía, de Francis Bacon, quien en su pretensión de articular la nueva ciencia se ocupa en primer lugar de lo que él llama “ídolos”, que son errores y prejuicios que impiden al hombre llegar a un conocimiento cabal de las cosas. Distingue entre los “idola tribus”, comunes a todos, y los “idola specus”, propios de cada individuo. El primer paso antes de adentrarse en el estudio de la naturaleza es purificar de ídolos el entendimiento. En nuestro caso, la formación debiera ir precedida de un análisis y purificación, en su caso, de los ídolos, de tal manera que afrontáramos la formación del modo más abierto posible.
Cada cual puede examinar sus propios ídolos, pero voy a atreverme a describir algunos ídolos que pueden aquejarnos como “tribu” y distorsionar nuestra formación, entendida ahora como lectura y estudio.
el ídolo de la clase
Somos herederos de una larga y valiosa tradición que no sólo ha situado en el centro de nuestra actividad la acción educativa con los alumnos en la clase, sino que la ha privilegiado y magnificado hasta el punto de considerar que ese era para nosotros casi el único trabajo digno de tal nombre. El número de horas de clase ha sido motivo de orgullo personal y autojustificación. La dedicación a otras tareas ha llegado a considerarse a veces como huida o incapacidad. Y a este llamémosle “prejuicio”, que yo descubro también en mí mismo, se une la deriva activista que a todos nos ha afectado antes o después. Son tantos los frentes colegiales o extracolegiales a atender, tantas las demandas eclesiales y educativas, que hemos podido pasar días y días, años incluso, sin atender a la lectura y al estudio sosegados, a las abundantes ofertas formativas que se han planteado a nuestro alrededor.
el ídolo del “monofisismo” intelectual
Las disputas cristológicas del siglo V darían lugar, entre otras cosas, al monofisismo que afirmaba la existencia de una sola naturaleza en Cristo. Si el símbolo Niceno-Constantinopolitano afirmaba la existencia de la naturaleza humana y divina sin separación y sin confusión, el monofisismo mantenía la “confusión” de ambas de forma que la naturaleza humana se perdía, absorbida, en la divina. La afirmación de una sola naturaleza en Cristo, menoscabando su realidad humana, vaciaba peligrosamente lo propiamente humano de su existencia histórica concreta. No creo que haya monofisitas entre nosotros, pero determinados posicionamientos espirituales, pastorales e incluso antropológicos pudieran ir en esa dirección. En Cristo Jesús encuentra el ser humano el sentido último de su existencia, pero ello no anula los sentidos “penúltimos” y “antepenúltimos”.
Desde la encarnación no debe hablarse tan sólo de que el hombre se diviniza, sino de que Dios se humaniza. La teología, la catequesis, la sacramentalización, la pastoral explícita en definitiva, no convierten en superfluas la antropología, la psicología, la pedagogía, las ciencias humanas y sociales en general. Pudiera ocurrir que tras reconocer que la curación de las enfermedades físicas no está en la fe de las personas, etapa ya superada, estuviéramos reteniendo el ámbito de las “enfermedades” o trastornos mentales o conductuales e incluso el de la orientación personal como el ámbito en el que solo la fe puede sanar, o en el que su virtud curativa sobrepasa cualquier otra “terapia”, cuando no la hace inútil.
No hace demasiado tiempo en uno de nuestros colegios se ha menoscabado ante nuestros alumnos el trabajo del psicólogo afirmando la inanidad de la psicología y situando la genuina orientación en las manos del catequista. Además de la instrumentalización de la fe que esto supone y el menosprecio del trabajo de otros educadores, estamos sentando las bases para otro retroceso vergonzante, futuro y ya presente, de la religión ante los progresivos avances de las ciencias humanas.
En la Gaudium et Spes del Vaticano II encontramos una clara e inequívoca afirmación de la legítima autonomía de las realidades terrenas que gozan de sus propias leyes y valores. El mundo de la cultura, el mundo de las ciencias tiene sus propios principios y sus métodos que hay que respetar, valorar y aprovechar en sus aportaciones. En nuestro caso particular, en nuestra acción educativa y en nuestra formación, no deberíamos caer en ese deslizante “monofisismo” que menoscaba lo humano. Piedad si, por supuesto, pero también Letras. Naturalmente que es posible caer en otro “monofisismo” a la inversa, que diluya la fe en la cultura y la ciencia. Pero no creo que este sea nuestro caso ahora.
el ídolo de la “ escuela”
La historia del pensamiento y de la ciencia es pródiga en escuelas. Los pitagóricos, la academia platónica, el liceo aristotélico son ejemplos antiguos de escuelas de pensamiento. Una escuela nos habla de un maestro, de una autoridad intelectual, de una intuición más o menos genial, de un proyecto compartido, de unas líneas de pensamiento e investigación en torno a las cuales se articulan y cobran sentido aspectos concretos y aportaciones singulares, de unos lazos humanos que van más allá de la pura colaboración intelectual.
Pero las escuelas también tienen sus sombras. Cuando el maestro se convierte en mito intocable, en gurú objeto de adoración y de escucha acrítica, cuando se acallan discrepancias, cuando no se favorecen las iniciativas personales, cuando se consideran sospechosas las críticas, cuando se absolutiza lo propio y se menosprecia lo ajeno..., entonces la escuela adquiere características de secta, su producción es cada vez menor, el empobrecimiento cada vez mayor, el aislamiento va en aumento, las objeciones externas se perciben como ataques malintencionados que autorrefuerzan la convicción de estar en la verdad y las posibilidades de colaborar con otras personas y otros colectivos son inexistentes. La historia de Freud y sus primeros discípulos es interesante al respecto. Personalmente algo podría decir también de quienes fuimos formados en la psicología conductista más radical, estuvimos convencidos de ella, miramos por encima del hombro a otras escuelas, y luego hemos tenido que reconocer y asumir nuestras lagunas y abrirnos a otras perspectivas. Cuentan que el califa Omar, interrogado acerca de cómo proceder con la Biblioteca de Alejandría, afirmó lo siguiente: una de dos, o los libros de esta biblioteca contienen lo que dice el Corán o contienen cosas contrarias; si contienen lo que dice el Corán entonces son inútiles, y si contienen cosas contrarias al Corán son nocivos, por consiguiente lo que debe hacerse es quemar los libros. Éste era un ejemplo que la lógica clásica ofrecía para mostrar un uso falaz de los dilemas a la hora de argumentar. Pero es también un ejemplo de los peligros de encerrarse en una escuela de pensamiento o de ciencia. Aquello que guarda semejanza con lo mío no me hace falta, porque ya tengo lo mío –que, por supuesto, es mejor-, y lo que es distinto a lo mío contradice mis convicciones, por consiguiente no puedo aceptarlo.
sobre la Universidad
El legendario doctor Gregorio Marañón dijo algo así como que “en medicina, lo poco que se sabe lo sabemos los médicos”. No quiero hacer una trasposición sin más de esta frase a la Universidad, recabando para ella la exclusividad del saber. Pero se acabaron ya los tiempos de aquellos venerables escolapios autodidactas que fueron ejemplo de estudio e investigación en tiempos ya lejanos. Aun con todas las limitaciones que se quiera las personas y los recursos de la Universidad ofrecen posibilidades y realizaciones que sería temerario despreciar. Y cuando hablo de la Universidad no me refiero únicamente a la docencia, de la que algo puedo decir, sino a algo de lo que lamentablemente menos puedo decir como es el estudio y la investigación. Me sorprenden algunas descalificaciones hacia la Universidad emitidas por algunos de los nuestros.
Nota final
Como he indicado más arriba es imposible pensar y escribir sin condicionante alguno, y por ello cuanto acabo de decir está marcado, lo reconozco, por nuestra realidad provincial. Existen diversidad de planteamientos entre nosotros en muchos órdenes. Sería bueno que pudiéramos escucharnos de modo razonado y no dogmático.
Pero tengo una gran dificultad, quizá imposibilidad, para aceptar puntos de vista excluyentes, planteamientos que se presentan como los mejores -¿o únicos?-, planteamientos supuestamente avalados por la voluntad de Dios –lo cual implica considerar como opuestos a la voluntad de Dios a todos los demás-, planteamientos que se justifican porque se busca el bien –lo que parece suponer que los demás no lo buscan-, planteamientos autosuficientes y dogmáticos carentes de la sencillez, modestia y apertura que han caracterizado siempre la verdadera sabiduría.
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