Mi foto
Nombre: Alforja Calasanz
Ubicación: Valencia, Malvarrosa, Spain

jueves, diciembre 11, 2008

¿PUEDE ESTAR ENFERMA UNA SOCIEDAD? -(Erich Fromm, 1955)

Psicoanálisis de la sociedad contemporánea
Erich Fromm
1955



II - ¿PUEDE ESTAR ENFERMA UNA SOCIEDAD? - PATOLOGIA DE LA NORMALIDAD (1)

Decir que una sociedad carece de salud mental implica un supuesto discutible contrario a la actitud de relativismo sociológico que sustentan hoy la mayor parte de los sociólogos científicos, los cuales postulan que una sociedad es normal por cuanto que funciona, y que la patología sólo puede definirse por relación a la falta de adaptación del individuo al tipo de vida de su sociedad.

Hablar de una “sociedad sana” presupone una premisa diferente del relativismo sociológico. Únicamente tiene sentido si suponemos que puede haber una sociedad que no es sana, y este supuesto, a su vez, implica que hay criterios universales de salud mental válidos para la especie humana como tal y por los cuales puede juzgarse del estado de salud de cualquier sociedad. Esta actitud de humanismo normativo se basa en algunas premisas fundamentales.

La especie “hombre” puede definirse no sólo anatómica y fisiológicamente: los individuos a ella pertenecientes tienen en común unas cualidades psíquicas básicas, unas leyes que gobiernan su funcionamiento mental y emocional, y las aspiraciones o designios de encontrar una solución satisfactoria al problema de la existencia humana. Es cierto que nuestro conocimiento del hombre es aún tan incompleto que todavía no podemos dar una definición satisfactoria del hombre en un sentido psicológico. Es incumbencia de la “ciencia del hombre” llegar finalmente a una definición correcta de lo que merece llamarse naturaleza humana. Lo que se ha llamado muchas veces “naturaleza humana” no es más que una de sus muchas manifestaciones —y con frecuencia una manifestación patológica—, y la misión de esa definición errónea ha consistido habitualmente en defender un tipo particular de sociedad presentándolo como resultado necesario de la constitución mental del hombre.

Contra ese uso reaccionario del concepto de naturaleza humana, los liberales, desde el siglo XVIII, han señalado la maleabilidad de esa naturaleza y la influencia decisiva que sobre ella ejercen los factores ambientales. Aunque esto es cierto y muy importante, ha conducido a muchos sociólogos a suponer que la constitución mental del hombre es una hoja de papel en blanco en la que escriben sus respectivos textos la sociedad y la cultura, y que por sí misma no tiene ninguna cualidad intrínseca. Esta suposición es tan insostenible, y exactamente tan destructora del progreso social, como la opinión opuesta. El problema consiste en inferir el núcleo común a toda la especie humana de las innumerables manifestaciones de la naturaleza humana, tanto normales como patológicas, según podemos observarlas en diferentes individuos y culturas. La tarea consiste, además, en reconocer las leyes inherentes a la naturaleza humana y las metas adecuadas para su desarrollo y despliegue.

Este concepto de la naturaleza humana difiere mucho del sentido en que se usa convencionalmente la expresión “naturaleza humana”. Exactamente como el hombre transforma el mundo que lo rodea, se transforma a sí mismo en el proceso de la historia. El hombre es su propia creación, por decirlo así. Pero así como sólo puede transformar y modificar los materiales naturales que le rodean de acuerdo con la naturaleza de los mismos, sólo puede transformarse a sí mismo de acuerdo con su propia naturaleza. Lo que el hombre hace en el transcurso de la historia es desenvolver este potencial y transformarlo de acuerdo con sus propias posibilidades. El punto de vista que adoptamos aquí no es ni “biológico” ni “sociológico”, si eso quiere decir que esos dos aspectos son independientes entre sí. Es más bien un punto de vista que trasciende de esa dicotomía por el supuesto de que las principales pasiones y tendencias del hombre son resultado de la existencia total del hombre, que son algo definido y averiguable, y que algunas de ellas conducen a la salud y la felicidad y otras a la enfermedad y la infelicidad. Ningún orden social determinado crea esas tendencias fundamentales, pero sí determina cuáles han de manifestarse o predominar entre el número limitado de pasiones potenciales. El hombre, tal como aparece en cualquiera cultura dada, es siempre una manifestación de la naturaleza humana, pero una manifestación que en su forma específica está determinada por la organización social en que vive. Así como el niño nace con todas las potencialidades humanas que se desarrollarán en condiciones sociales y culturales favorables, así la especie humana, en el transcurso de la historia, se desarrolla dentro de lo que potencialmente es.

La actitud del ‘humanismo normativo’ se basa en el supuesto de que aquí, como en cualquiera otra cuestión, hay soluciones acertadas y erróneas, satisfactorias e insatisfactorias, del problema de la existencia humana. Se logra la salud mental si el hombre llega a la plena madurez de acuerdo con las características y las leyes de la naturaleza humana. El desequilibrio o la enfermedad mentales consisten en no haber tenido ese desenvolvimiento. Partiendo de esta premisa, el criterio para juzgar de la salud mental no es el de la adaptación del individuo a un orden social dado, sino un criterio universal, válido para todos los hombres: el de dar una solución suficientemente satisfactoria al problema de la existencia humana.

Lo que es muy engañoso, en cuanto al estado mental de los individuos de una sociedad, es la “validación consensual” de sus ideas. Se supone ingenuamente que el hecho de que la mayoría de la gente comparte ciertas ideas y sentimientos demuestra la validez de esas ideas y sentimientos. Nada más lejos de la verdad. La validación consensual, como tal, no tiene nada que ver con la razón ni con la salud mental. Así como hay una ‘folie á deux’, hay una ‘folie á millions’. El hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes; el hecho de que compartan muchos errores no convierte a éstos en verdades, y el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace de esas personas gentes equilibradas.

Hay, no obstante, una diferencia importante entre la perturbación mental individual y la social, que sugiere una distinción entre los conceptos de defecto y de neurosis. Si una persona no llega a alcanzar la libertad, la espontaneidad y una expresión auténtica de sí misma, puede considerarse que tiene un defecto grave, siempre que supongamos que libertad y espontaneidad son las metas que debe alcanzar todo ser humano. Si la mayoría de los individuos de una sociedad dada no alcanza tales metas, estamos ante el fenómeno de un defecto ‘socialmente modelado’. El individuo lo comparte con otros muchos, no lo considera un defecto, y su confianza no se ve amenazada por la experiencia de ser diferente, de ser un proscrito, por decirlo así. Lo que pueda haber perdido en riqueza y en sentimiento auténtico de felicidad está compensado por la seguridad de hallarse adaptado al resto de la humanidad, ‘tal como él la conoce’. En realidad, su mismo defecto puede haber sido convertido en virtud por su cultura, y puede, de esta manera, procurarle un sentimiento más intenso de éxito.

Ejemplo de ello es el sentimiento de culpa y de ansiedad que las doctrinas de Calvino despertaban en las gentes. Puede decirse que la persona que se siente abrumada por la sensación de su impotencia e indignidad, por la duda incesante de si se salvará o será condenada al castigo eterno, que es incapaz de sentir la verdadera alegría, padece un defecto grave. Pero ese mismo defecto fue culturalmente modelado: se le consideraba particularmente valioso, y así quedaba el individuo protegido contra la neurosis que habría adquirido en otra cultura en la que el mismo defecto le produjera una sensación de inadaptación y aislamiento profundos.

Spinoza formuló muy claramente el problema del defecto socialmente modelado. Dice: “Muchas personas se sienten poseídas de un mismo afecto con gran persistencia. Todos sus sentidos están tan profundamente afectados por un solo objeto, que creen que este objeto está presente aun cuando no lo está. Si esto ocurre mientras la persona está despierta, se la cree perturbada... Pero si la persona codiciosa sólo piensa en dinero y riquezas, y la ‘ambiciosa’ sólo en fama, no las consideramos desequilibradas, sino únicamente molestas, y en general sentimos desprecio hacia ellas. Pero en realidad la avaricia, la ambición, etc., son formas de locura, aunque habitualmente no las consideremos ‘enfermedades’” (2).

Estas palabras fueron escritas hace unos centenares de años, y todavía siguen siendo ciertas, aunque los defectos han sido hoy culturalmente modelados en tan gran medida, que en general ya no se les considera molestos ni despreciables. Hoy nos encontramos con personas que obran y sienten como si fueran autómatas; que no experimentan nunca nada que sea verdaderamente suyo; que se sienten a sí mismas totalmente tal como creen que se las considera; cuya sonrisa artificial ha reemplazado a la verdadera risa; cuya charla insignificante ha sustituido al lenguaje comunicativo; cuya sorda desesperanza ha tomado el lugar del dolor auténtico. De esas personas pueden afirmarse dos cosas. Una es que padecen un defecto de espontaneidad e individualidad que puede considerarse incurable. Al mismo tiempo, puede decirse que no difieren en esencia de millones de otras personas que están en la misma situación. La cultura les proporciona a la mayor parte de ellas normas que les permiten ‘vivir con un defecto sin enfermarse’. Es como si cada cultura proporcionase el remedio contra la exteriorización de síntomas neuróticos manifiestos que son resultantes del defecto que ella misma produce.

Supongamos que en nuestra cultura occidental dejaran de funcionar sólo por cuatro semanas los cines, la radio, la televisión, los eventos deportivos y los periódicos. Cerrados todos esos medios de escape, ¿cuáles serían las consecuencias para las gentes reducidas de pronto a sus propios recursos? No me cabe duda en que, aun en tan breve tiempo, ocurrirían miles de perturbaciones nerviosas, y que muchos miles más de personas caerían en un estado de ansiedad aguda no diferente del cuadro que clínicamente se diagnostica como “neurosis” (3). Si se suprimieran los opiáceos contra el defecto socialmente modelado, haría su aparición la enfermedad manifiesta.

El modelo o patrón proporcionados por la cultura no funcionan para una minoría, constituida con frecuencia por individuos cuyo defecto individual es más grave que el de las personas corrientes, de suerte que los remedios que ofrece la cultura no bastan para evitar la exteriorización de la enfermedad manifiesta. (Un caso de esto es el de la persona que tiene por objetivo de su vida el poder y la fama. Aunque ese objetivo es, en sí mismo, un objetivo patológico, hay, sin embargo, una diferencia entre la persona que usa sus facultades o poderes para alcanzar ese objetivo de un modo real, y la persona más gravemente enferma que, habiendo salido aún muy poco de sus fantasías infantiles, no hace nada para alcanzar esa meta, sino que espera un milagro, con lo que se siente cada vez más impotente y acaba en una sensación de inutilidad y amargura.) Pero hay también personas cuya estructura caracterológica, y por lo tanto sus conflictos, difieren de los de la mayoría, de suerte que los remedios que son eficaces para la mayor parte de sus prójimos no les sirven de nada. En este grupo encontramos a veces personas de integridad y sensibilidad superiores a las de la mayoría, e incapaces por esta misma razón de aceptar los opiáceos culturales, al mismo tiempo que no son suficientemente saludables y fuertes para vivir abiertamente “contra la corriente”.

Las anteriores observaciones acerca de la diferencia entre neurosis y defecto socialmente modelado pueden dejar la impresión de que, sólo con que la sociedad proporcione los remedios contra la exteriorización de síntomas manifiestos, todo irá bien, y podrá seguir funcionando suavemente, por grandes que sean los defectos que cree. Pero la historia nos demuestra que no es así.

Es cierto, desde luego, que el hombre, a diferencia del animal, da pruebas de una maleabilidad casi infinita: así como puede comer casi todo, vivir en cualquier clima y adaptarse a él, difícilmente habrá una situación psíquica que no pueda aguantar y a la que no pueda adaptarse. Puede vivir como hombre libre y como esclavo; rico y en el lujo, y casi muriéndose de hambre; puede vivir como guerrero, y pacíficamente; como explotador y ladrón, y como miembro de una fraternidad de cooperación y amor. Difícilmente habrá una situación psíquica en que el hombre no pueda vivir, y difícilmente habrá algo que no pueda hacerse con él y para lo cual no pueda utilizársele. Todas estas consideraciones parecen justificar el supuesto de que no hay nada que se parezca a una naturaleza común a todos los hombres, y eso significaría en realidad que no existe una especie “hombre”, salvo en el sentido fisiológico y anatómico.

Pero, no obstante todas estas pruebas, la historia del hombre revela que hemos omitido un hecho: los déspotas y las camarillas dominantes pueden subyugar y explotar a sus prójimos, pero no pueden impedir las reacciones contra ese trato inhumano. Sus súbditos se hacen medrosos, desconfiados, retraídos, y, si no es por causas exteriores, esos sistemas caen en determinado momento, porque el miedo, la desconfianza y el retraimiento acaban por incapacitar a la mayoría para actuar eficaz e inteligentemente. Naciones enteras, o sectores sociales de ellas, pueden ser subyugados y explotados durante mucho tiempo, pero reaccionan. Reaccionan con apatía, o con tal falta de inteligencia, iniciativa y destreza, que gradualmente van siendo incapaces de ejecutar las funciones útiles para sus dominadores. O reaccionan acumulando odio y ansia destructora capaces de acabar con ellos mismos, con sus dominadores y con su régimen. Además, su reacción puede crear tal independencia y ansia de libertad, que de sus impulsos creadores nace una sociedad mejor. Que la reacción tenga lugar, depende de muchos factores; factores económicos y políticos, y el clima espiritual en que viven las gentes. Pero cualquiera que sea la reacción, el aserto de que el hombre puede vivir en casi todas las situaciones no es sino media verdad, y debe ser completado con este otro: que si vive en condiciones contrarias a su naturaleza y a las exigencias básicas de la salud y el desenvolvimiento humanos, no puede impedir una reacción: degenera y parece, o crea condiciones más de acuerdo con sus necesidades.

Que la naturaleza humana y la sociedad pueden tener exigencias contradictorias y, por lo tanto, que puede estar enferma una sociedad en conjunto, es un supuesto que formuló muy explícitamente Freud, y del modo mas detenido en su ‘Civilization and Its Discontent’ (trad. esp., Malestar en la cultura).

Freud parte de la premisa de una naturaleza humana común a toda la especie, a través de todas las culturas y épocas, y de ciertas necesidades y tendencias averiguables, inherentes a esa naturaleza. Cree que la cultura y la civilización se desarrollan en contraste cada vez mayor con las necesidades del hombre, y llega así a la idea de la “neurosis social”. “Si la evolución de la civilización —dice— tiene una analogía tan grande con el desarrollo del individuo, y si en una y otro se emplean los mismos métodos, ¿no puede estar justificado el diagnóstico de que muchas civilizaciones —o épocas de ellas— y posiblemente la humanidad toda, han caído en la ‘neurosis’ bajo la presión de las tendencias civilizadoras? Para la disección analítica de esas neurosis, pueden formularse recomendaciones terapéuticas del mayor interés práctico. No diría yo que ese intento de aplicar el psicoanálisis a la sociedad civilizada sea fantástico o esté condenado a ser infructuoso. Pero debemos ser muy cautos, no olvidar que, después de todo, tratamos sólo de analogías, y que es peligroso, no sólo para los hombres sino también para las ideas, sacarlos de la región en que nacieron y maduraron. Además, el diagnóstico de neurosis colectivas tropezará con una dificultad especial. En la neurosis de un individuo podemos tomar como punto de partida el contraste que se nos ofrece entre el paciente y su medio ambiente, que suponemos que es ‘normal’. No dispondríamos de ningún fondo análogo para una sociedad afectada similarmente, y habría que suplirlo de alguna otra manera. Y en lo que respecta a la aplicación terapéutica de nuestros conocimientos, ¿de qué valdría el análisis más penetrante de las neurosis sociales, ya que nadie tiene poder para obligar a la sociedad a adoptar la terapia prescrita? A pesar de todas estas dificultades, podemos esperar que alguien se aventure algún día a esta investigación de la patología de las sociedades civilizadas” (4).

Este libro se aventura a esa investigación. Se funda en la idea de que una sociedad sana es la que corresponde a las necesidades del hombre, no precisamente a lo que él cree que son sus necesidades, porque hasta los objetivos más patológicos pueden ser sentidos subjetivamente como lo que más necesita el individuo; sino a lo que objetivamente son sus necesidades, tal como pueden descubrirse mediante el estudio del hombre. Así, pues, nuestra primera tarea es averiguar cuál es la naturaleza del hombre y cuáles son las necesidades que nacen de esa naturaleza. Después habremos de examinar el papel de la sociedad en la evolución del hombre y estudiar su papel ulterior en el desarrollo del individuo humano, así como los ‘conflictos recurrentes entre la naturaleza humana y la sociedad’, y las consecuencias de esos conflictos, particularmente en lo que respecta a la sociedad moderna.


NOTAS

1 En este capítulo he aprovechado mi trabajo “Individual and Social Origins of Neurosis”, Am. Sbc. Reo., IX, 4, 1944; pp. 380 ss.
2 véase Spinoza, Ética, prop. IV, esc.44
3 Con diversos grupos de estudiantes no graduados de universidad hice el siguiente experimento: se les pidió que imaginaran que iban a pasar solos tres días en sus habitaciones, sin radio, sin libros de entretenimiento, pero con “buena” literatura, alimentación normal y todas las demás comodidades materiales, y que dijeran cuál sería su reacción a dicha experiencia. La respuesta del 90% aproximadamente de cada grupo fluctuó entre una sensación de pánico agudo y la de una experiencia extraordinariamente molesta que vencerían durmiendo mucho y haciendo todo género de pequeños quehaceres, mientras esperaban ansiosamente la terminación del plazo. Sólo los de una pequeña minoría creían que se sentirían a gusto y disfrutarían del tiempo en que estuvieran entregados a sí mismos.
4 S. Freud, ‘Civiliazation and Its Discontent, trad. del alemán por J. Riviére. The Hogarth Press, Lt., Londres, 1953, pp. 141-42. (El subrayado es mío.) Hay traducción al español, con el título de ‘Malestar en la cultura.

Etiquetas: , ,