JESÚS. APROXIMACIÓN HISTÓRICA
José Antonio Sayés
Decía J. A. Pagola en una entrevista concedida al Diario Vasco (16-10-07) que a él le interesa Jesús porque es el hombre compasivo, que se acerca a los últimos, que busca la dignidad de la mujer. «Los rasgos más importantes de su perfil retratan a un hom¬bre compasivo, un defensor de los últimos, que se interesó sobre todo por la salud de la gente (algunos dicen que fue un terapeuta religioso), y que frente a una visión lega¬lista introduce la compasión como criterio de actuación».
Esta es la búsqueda que hace Pagola de Jesús. A la verdad, que se trata de una obra ambiciosa, que conoce a la perfección el ambiente cultural, económico y religioso de la época de Jesús. No se puede negar que el autor en este sentido posee una enorme erudición. Su lenguaje es directo y sugerente. Su método le lleva a rehacer la expe-rien¬cia de aquel mundo en el que vivía Jesús y a comunicarnos la experiencia misma que Jesús vivió. Jesús era un profeta itinerante que atrae por la fuerza de su persona y la originalidad de su mensaje. Y así trata de recuperar a Jesús en su atrac¬tivo perso-nal. Dice en la misma entrevista mencionada que «una predicación que sub¬raye lo doctrinal de una manera fría y encierre a Jesús en una doctrina muy sublime pero muy abstracta, impide llegar hasta el Jesús concreto. Jesús puede ser muy divini¬zado, pero entonces se nos queda muy lejos».
Y esta búsqueda del Jesús real, el único que a él le interesa, le llevará a confesar que «en ningún momento manifiesta Jesús pretensión alguna de ser Dios: ni Jesús ni sus seguidores en vida de él utilizaron el título de “Hijo de Dios” para confesar su condi¬ción divina» (379).
Así pues, seguiremos la búsqueda de Pagola preguntándonos qué piensa de Jesús: ¿es un profeta itinerante que nos habla de Dios como Padre o el Hijo de Dios en persona? Y lo haremos entrando en los temas decisivos de su teología y dialogando con él.
1.- EL BAUTISMO DE JESÚS
Cuando Jesús sale de su entorno de Nazaret va a al encuentro de Juan Bautista que había comenzado un movimiento de conversión y penitencia en el desierto. Todo el pueblo ha de convertirse a Dios. El Bautista, dada la imagen de Dios como juez que posee, intenta convertir a su pueblo del pecado y de la rebeldía contra Dios, llamán¬dole al volver a la Alianza. Y en ese ambiente espera un personaje que ha de venir y que bautizará con fuego (Mc 1, 7). Jesús acudió allí y se hizo bautizar por el Bautista. Pero fue en ese momento cuando experimentó un giro total en su vida, allí fue donde tuvo la experiencia de Dios que marcaría su predicación. Experimentó la irrupción de-fini¬tiva de Dios en la historia; no es el Dios del juicio, sino el Dios de la salvación. Dios viene como Padre a dar una vida digna a todos los hombres. Ese es el Reino de Dios que ha llegado.
El texto de Marcos habla de esa experiencia extraña que tuvo Jesús: los cielos se abrie¬ron y vio que el Espíritu de Dios descendía sobre él «como una paloma» y escu¬chó una voz que decía desde el cielo: «tú eres mi Hijo amado» (Mc 1, 9-10).
Dice Pagola que indudablemente en este texto encontramos elementos literarios en la narración de esta escena (305). Efectivamente leyendo el texto encontramos ciertos elementos literarios. El abrirse de los cielos parece inspirarse en Is 64, 1: se pide al Dios del cielo que se rasguen los cielos y baje. La paloma por su parte nos recuerda al Espíritu que aleteaba sobre las aguas de la primera creación (Gn 1, 2) apareciendo aquí en el preludio de la nueva
creación. Estos elementos indudablemente pueden ser literarios. Pero Pagola lo reduce todo a una “experiencia”, olvidando que aquí tiene lugar una Teofanía que proclama la identidad de Jesús y su misión. El núcleo histórico es la voz del Padre (bat quol: el eco de la voz) que, en la literatura rabínica, se consideraba como la fórmula de manifesta¬ción de la voluntad divina en tiempos en los que Dios ya no enviaba profetas.
Quizá sea esta voz el elemento nuclearmente histórico de la Teofanía si tenemos en cuenta, por analogía, que en otra Teofanía (la de la Transfiguración) hay testigos de la misma voz del Padre. Pedro recuerda que «nosotros mismos escuchamos la voz ve¬nida del cielo, estando con él (con Jesús) en el monte santo» (2 Pe 1, 16 – 18).
La condición de Jesús como siervo que carga con los pecados de los hombres es algo que también aparece en la Teofanía: «tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mt 1, 11) que es eco fiel de aquella frase sobre el siervo de Yahvé: «He aquí mi Siervo… mi elegido, en quien me he complacido, en él he puesto mi Espíritu». Ahora desciende, por consiguiente, sobre Cristo el Espíritu que va a enviarlo a su misión de redención. La escena de Cristo solidario con los pecadores que van a bautizarse evoca la imagen del Siervo de Yahvé, que, inocente, ha cargado en sus espaldas nuestros crímenes y que por su sufrimiento obtendrá el perdón para los muchos (todos) (Is 53, 4-11). Esta interpretación la desarrolla todavía más Juan al presentar a Cristo como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,
29.36).
Es una escena que en su conjunto presenta la identidad de Jesús como Hijo y su mi¬sión de redención. Las palabras de la Teofanía presentan a Jesús como el verdadero Siervo enviado por Dios. Comienza aquí el misterio profético de Jesús en la línea del Siervo de Yahvé pero Dios no llama a ningún profeta Hijo querido. En toda misión pu-ra¬mente profética aparece Dios enviando: «Yo te envío», pero no proclamando la iden-tidad del enviado en estos términos: «Tú eres mi Hijo amado».
Aquí se habla del Hijo y del Hijo amado, lo cual tiene un sentido trascendente como Hijo único, si tenemos en cuenta que el mismo Marcos habla del Hijo «amado» que el Padre envía a su viña (Mc 12, 6), Hijo único ya que es el único heredero. Por otro lado, el término de amado (agápetos) en la traducción de los LXX aparece siete veces con el sentido de Hijo único (Gn 22, 2.12.16; Jr 6, 26; Am 5, 10; Za 12,10).
La escena proclama por tanto la identidad de Jesús y manifiesta su consagración por el Espíritu y su misión redentora en la línea del Siervo. Comienza así el ministerio pro-fé¬tico de Jesús.
Sin embargo, en esta primera escena que comenta Pagola todo queda reducido a una “experiencia”. Se trata de su método que irá reduciendo siempre todo lo trascendente a una pura experiencia interior desde una interpretación de la Escritura que no deja de ser sesgada y tendenciosa.
2.- LA LLEGADA DEL REINO
Nadie discute hoy en día que Jesucristo predicó como argumento central la llegada del Reino de Dios. Lo hacía en el campo y en las sinagogas. «El Reino de Dios ha llegado, convertíos» (Mc 1, 15).
En el mundo judío se esperaba un Reino que tendría como fin el sometimiento de to¬dos los pueblos a la voluntad de Yahvé (el reinado de Dios), y al mismo tiempo el triunfo de Israel.
Pero aquí el Reino no aparece de forma espectacular. Jesús tiene conciencia de que ha llegado el acontecimiento preparado por Dios en la historia de Israel: «el tiempo se ha cumplido». Lo dijo en su pueblo comentando a Is 61, 1-2; un texto que hablaba de la llegada del Reino. Y anotó: «esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy» (Lc 4, 21). Pero Jesús tiene conciencia de que con él ha llegado el Reino. El Reino de Dios se identifica personalmente con el mismo Jesús. Hay una equivalencia constante entre entregarlo todo por Cristo o por causa del Reino, entre seguir a Cristo o aceptar el Re¬ino (Lc 18, 29; Mt 19, 29; Mc 10, 29). Con su llegada, predicación y milagros ha lle¬gado definitivamente el Reino: «decid a Juan: los ciegos ven, los cojos andan, los le-pro¬sos son curados, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados» (Lc 7, 22-23; Mt 11, 5). Hay una idea en Orígenes que expresa esto con exactitud: Cristo es la autobasileia es decir, él mismo es el Reino en persona. Quien le acoge a él, quien se convierte a él, ha recibido el Reino.
Cristo en persona es la salvación. El Reino se manifiesta en su predicación y en sus milagros. E implica una nueva noción de Dios: Dios es Padre. Y esto entra en contra-posi¬ción con la idea que tienen los fariseos que pensaban que la justicia (salva¬ción-santidad) la lograban ellos con el cumplimiento exacto de la ley y excluían de la salva-ción a los que no la cumplían como ellos, a los pecadores, recaudadores de im¬puestos y prostitutas. Viene Cristo y en la parábola del hijo pródigo nos habla del Pa¬dre que goza perdonando y que escandaliza al hermano mayor que representa al fari¬seo. Dios ama a las personas independientemente de sus méritos, porque es un Dios que goza perdonando: «hay más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve que no necesitan de arrepentimiento» (Lc 15, 7). Éste es el Pa¬dre de Cristo. Ahora bien, el castigo del infierno es para aquellos que desprecian el amor del Padre renunciando a la conversión y a la gracia que se les da (Mt 11, 20-29) porque los que se obstinan en no creer, los que se burlan de ese amor misericordioso de Dios, mori-rán en su pecado (Jn 8, 12.21-24). Se condenan aquellos que se cierran obstinada-mente a la invitación misericordiosa de Dios (Jn 3, 16-21; 5, 24) y no quie¬ren cambiar de vida.
Pero ha quedado rota la lógica del fariseo. El Padre ama independientemente de los méritos que uno tenga. También se salvan los recaudadores de impuestos (decían los fariseos que ni Dios mismo los podría salvar). Dios goza perdonando. En la parábola del fariseo y del publicano, el publicano no podía presentar méritos como el fariseo, pero pide perdón (Lc 18, 9-14) y por ello salió justificado del templo. Creo que habría que decir en consecuencia que el
primer mandamiento es dejarse amar por Dios. Al Reino se entra por tanto por la con¬versión y la fe.
Y el Reino tiene dos dimensiones (como la gracia): por un lado nos hace hijos en Cris-to y, por otro, nos libera del pecado, del sufrimiento y de la muerte. Y lógica¬mente, el Reino no puede limitarse a la dimensión interior de la gracia, sino que por su lógica interna ha de suprimir la injusticia y ha de preocuparse por la salud social de los hom-bres.
Pues bien, para Pagola, el Reino se reduce exclusivamente a última dimensión. Pagola se rebela contra los que hacen del Reino de Dios algo privado y espiritual que se pro¬duce en lo íntimo de la persona cuando se abre al amor de Dios (95). No, el Reino es una fuerza liberadora que trata de curar el sufrimiento, la enfermedad y la pobreza. El enemigo a combatir es el mal que reina en el mundo. Jesús proclama la salvación de Dios curando. Dios es amigo de la vida y quiere generar una sociedad más saludable: curar, liberar del mal, sacar del abatimiento, sanar la religión. Eso es el Reino (101). Dios viene para suprimir la miseria, para que los hombres recuperen su dignidad. Dios no tolera el sufrimiento de los pobres. Y las cosas tienen que cambiar.
Como vemos, Pagola reduce el Reino a su dimensión social (que la tiene) pero olvida que cuando San Pablo dice que, aunque entregue todos mis bienes a los demás, si no tengo caridad de nada me sirve (1 Cor 13, 3). Si uno se preocupa por curar el mal de la sociedad y vive en pecado no pertenece al Reino.
Olvida Pagola que el Reino se identifica con la persona de Cristo, porque de admitirlo sería confesar la divinidad de Cristo. Y olvida también que el Reino nace en nosotros por la conversión a la persona de Cristo. Él dice que no se produce el Reino por una adhesión explícita a Jesús sino por ayudar a los necesitados (193), de modo que no habla de la filiación adoptiva que produce el Espíritu en nosotros que nos hace excla¬mar: «¡Abba, Padre!» (Rom 8, 15). Cristo ha dado su vida para que recibamos la filia¬ción adoptiva (Gal 4, 5). Pero ¿cómo Cristo puede divinizarnos si no es Dios? Pagola olvida en consecuencia la dimensión sobrenatural del Reino. Hablando del Reino, nun-ca habla de la gracia. Que el Reino tiene que cambiar la sociedad es algo de lo que nadie puede dudar, pero que el Reino se pueda reducir a eso es algo que nadie puede aceptar. Sería traicionar la esencia del cristianismo. Para hacer una revolución que bus¬que la dignidad del hombre no es preciso ser cristiano, basta con los principios de la Ilustración.
3.- EL PERDÓN DE DIOS
Pagola sigue explicando que Dios es bueno, que su bondad lo llena todo, que su mise-ri¬cordia ha irrumpido ya en la vida. Pero al meditar sobre la parábola del hijo pródigo (127 y ss.), la tergiversa al olvidar que el hijo vuelve arrepentido: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros» (Lc 15, 21). Y dice Pagola que el padre interrumpió la confe¬sión de su hijo (130) cuando en realidad esa confesión de arrepentimiento el hijo la había di-cho cuando estaba todavía lejos de casa. En la parábola hay conversión. Dios perdona sí, pero a un hijo que ha vuelto arrepentido. Se tergiversa el Evangelio cuando se dice que Dios perdona sin conversión; otra cosa es decir que el Padre goza perdonando: «hay más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve que no necesitan de arrepentimiento» (Lc 15,7). Ahí está también la parábola del fariseo y el publicano. El publicano salió justificado porque pidió perdón.
Recuerda Pagola que Dios acoge a publicanos y pecadores sin condición ninguna (199). Jesús comparte mesa con ellos y se sienten acogidos por Dios y así se va des-per¬tando en ellos el sentido de su propia dignidad. Dios es un amigo que ofrece su amistad, y así poco a poco se despierta en el pecador el sentido de su dignidad. Los pecadores pueden abrirse al perdón de Dios y cambiar, pero no se da ninguna declara¬ción, no les absuelve de sus pecados, sencillamente los acoge como amigo. Jesús en¬seña que Dios sale hacia el pecador no como juez que dicta sentencia, sino como un padre que busca recuperar a sus hijos perdidos. En el Antiguo Testamento se perdona a los que previamente se han arrepentido; Jesús no exige un arrepentimiento previo. Jesús acoge a los pecadores tal como son, pecadores. Se trata de un perdón no condi-cio¬nado al arrepentimiento:
«Este perdón que ofrece Jesús no tiene condiciones. Su actuación terapéutica no si¬gue los caminos de la ley: definir la culpa, llamar al arrepentimiento, lograr el cam¬bio y ofrecer un perdón condicionado a una respuesta posterior positiva. Jesús sigue los caminos del Reino: ofrece acogida y amistad, regala el perdón de Dios y confía en su misericordia, que sabrá recuperar a sus hijos e hijas perdidos. Se acerca, les acoge e inicia con ellos un camino hacia Dios que solo se sostiene en su compasión infinita. Nadie ha realizado en esta tierra un signo más cargado de esperanza, un signo más gratuito y más absoluto del perdón de Dios.
Jesús sitúa a todos, pecadores y justos, ante el abismo insondable del perdón de Dios. Ya no hay justos con derechos frente a pecadores sin derechos. Desde la compasión de Dios, Jesús plantea todo de manera diferente: a todos se les ofrece el Reino de Dios; sólo quedan excluidos quienes no se acogen a su misericordia» (208).
Si no entiendo mal, Pagola quiere decir que Dios perdona sin condiciones, sin el com¬promiso de una respuesta posterior positiva. A todos se les ofrece el Reino. Sólo se condena el que no se acoge a su misericordia. Por lo tanto cabe acogerse a su miseri-cor¬dia sin un compromiso de cambio. Pero ¿qué arrepentimiento es ese? ¿Cómo se puede acoger la misericordia de Dios sin arrepentirse y hacer el propósito de cam¬biar de vida? ¿Hay aquí un cierto sabor luterano? El hijo pródigo no volverá a hacer lo que hizo. Solo así el padre puede hacer fiesta.
Si no, sería un autoengaño.
Es cierto que Jesús come con los pecadores y que les lleva el anuncio de que Dios Pa¬dre les sana. Pero es también cierto que a la adúltera le perdona Jesús y le dice: «vete y no peques más» (Jn 8, 11). Al buen ladrón le perdona porque ha pedido perdón y le dice: «hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 19). Pero eso no se lo dice al otro ladrón que no le pide perdón. Pagola escatima siempre la existencia del infierno y así olvida la parábola en la que uno de los últimos invitados fue echado fuera a las tinie¬blas porque no llevaba el traje de boda (la gracia) (Mt 23, 13). Y no podemos olvidar que Jesús aparece en los Evangelios como juez. Hablando de la última hora dice Je¬sús: «ha llegado la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá «en su gloria acompañado de todos sus ángeles… Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa a las ovejas de las cabras. Pondrá a las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda… E irán estos al castigo eterno y los justos a una vida eterna» (Mt 25, 31.32.46).
Por fin hay un comentario de Pagola a un texto importante en el que Jesús perdona los pecados de un paralítico (Mc 2, 5) y dice que Jesús aquí otorga en nombre de Dios el perdón - absolución, apareciendo así como juez; pero apostilla Pagola que no es esta la actitud de acogida que Jesús tuvo con los pecadores (206) para terminar diciendo que no se puede asegurar la historicidad de este relato. La verdad es que el texto to-da¬vía dice más; algo que calla Pagola. Jesús perdona al paralítico en su nombre, no en nombre de Dios, lo cual implica su divinidad, ya que solo Dios puede perdonar los pe-cados. Ahí está la divinidad de Cristo.
Cuando un texto habla claramente de su divinidad, Pagola responde diciendo que pro-ba¬blemente no es auténtico. Pero el hecho es que este relato, en el que se acusa a Jesús de blasfemo, no lo podría inventar la comunidad primitiva (criterio de disconti-nui¬dad).
4.- LOS MILAGROS DE CRISTO
Pagola no utiliza nunca el término de milagros al hablar de las curaciones de Jesús. Ya en su primera obra de cristología (Jesús de Nazaret, San Sebastián 1981), mantenía que los milagros de la naturaleza (multiplicación de los panes, caminar sobre las aguas, etc.) tenían pocas garantías de historicidad (274-275). Y es que vuelve a cer-ce¬nar todo aquello que no encaja en su visión apriórica de Cristo. En esta obra silencia totalmente dichos milagros.
Él no habla de milagros, prefiere hablar de curaciones. Lo que a Dios le preocupa es el sufrimiento de la gente y así Jesús proclama el Reino de Dios curando. Además, la en¬fermedad suponía una exclusión de la sociedad, como en el caso de los leprosos. Se la suponía como un castigo de Dios por pecado o infidelidad. Cristo destroza (y en esto tiene razón Pagola) todos los tabúes.
Ahora bien, ¿en qué consisten sus curaciones? Cristo, con ellas, quiere mostrar el amor compasivo del Padre. También otros profetas como Eliseo y Elías las habían hecho, y Jesús las hace como signo de la llegada del Reino de Dios. En realidad lo que Cristo hace es curar por la fuerza de su palabra y los gestos de sus manos: toca y transmite confianza (166) y así Cristo suscita la confianza en Dios, arranca a los enfer¬mos del aislamiento y de la desesperanza y es esa confianza en Dios que Jesús trans¬mite la que cura (167). «Su poder para despertar energías desconocidas en el ser humano creaba las condiciones que hacían posible la recuperación de la salud» (165). La fe pertenece, por tanto, al mismo proceso de curación. Cuando en un enfermo se despierta la confianza, se realiza la conversión. Es la fe la que despierta las posibilida¬des desconocidas. Jesús trabajaba en el corazón de los enfermos para que confiaran en Dios (167).
Jesús realiza también exorcismos. Aquellas gentes creían en la posesión diabólica, pe-ro «la posesión era una compleja estrategia utilizada de manera enfermiza por perso¬nas oprimidas para defenderse de una situación insoportable» (170). Era una forma enfermiza de rebelarse contra el sometimiento romano y el dominio de los podero¬sos (170). Y lógicamente el Reino de Dios tiene que curar el mal que se mani¬fiesta de este mundo.
Los milagros, en todo caso, no son pruebas del poder de Dios.
Pues bien, si me permite Pagola, recurriré a mi Biblia (hace tiempo que pienso que po-seo una Biblia diferente) y en la cual Jesús dice: «si no me creéis a mí por lo que yo os digo, creedme al menos por las obras que yo hago y sabréis que yo estoy en el Pa¬dre y el Padre en mí» (Jn 10, 37-38). «Si yo no hubiera hecho obras que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado; pero ahora las han visto y nos odian a mí y a mi Pa¬dre» (Jn 15, 24). Y Nicodemo dice a Jesús:
«Maestro, sabemos que vienes de Dios porque nadie puede hacer las obras que tú haces» (Jn 3, 2). Ahí está por tanto el sentido apologético de los milagros, como lo está en el sentido común del ciego de nacimiento: «jamás se ha oído decir que na¬die le haya dado la vista a un ciego de nacimiento; por lo tanto, el que me ha cu¬rado viene de Dios» (Jn 9, 32-33).
Personalmente nunca he encontrado una razón para dudar de la historicidad y del va¬lor apologético de los milagros; lo que he encontrado han sido prejuicios que en último término vienen del protestantismo, el cual no sabe integrar la razón en el marco de la fe.
Por lo demás, la explicación de Pagola resulta ridícula. ¿Cómo pudo infundir confianza a la hija de la cananea a la que no vio y que se encontraba a muchos kilómetros? O, ¿cómo resucitar a la hija de Jairo o a Lázaro, que llevaba cuatro días muerto y olía, infundiéndoles confianza?
Pero, en todo caso, lo que no se puede afirmar es lo que dice Pagola al afirmar que Jesús no iba por los caminos de Galilea para convertir a los pecadores, sino para curar a los hombres librándolos de su sufrimiento (174-175). Jesús busca con sus milagros justamente la conversión: «ay de ti Corazoaín, ay de ti Betsaida, si en Sodoma y en Gomorra se hubieran hecho los milagros que yo he realizado ante vosotras, hace tiempo que se habrían convertido» (Mt 11, 23). La dimensión salvífica y la apologética van siempre unidas en los milagros de Cristo.
5.- LA IDENTIDAD DE CRISTO
Ya al principio hemos traído las palabras de Pagola en las que dice que Jesús nunca tuvo la pretensión de ser Dios. En efecto, para él, Jesús es un hombre que ha tenido una experiencia singular de Dios como Padre. Dios está en el centro de su vida (303) y así Pagola pone como título del capítulo once «Creyente fiel». El Dios de Jesucristo es el Dios de Israel que ahora ha descubierto como Padre compasivo a partir de la ex-pe¬riencia del bautismo. Le llama Abba (Papá). Reza la Shemá dos veces al día como hacía todo judío. Pero la denominación como Padre que existía en el Antiguo Testa¬mento respecto de Israel y del rey, no era algo central.
Ahora Cristo ha descubierto al Padre en su bondad. Él es bueno con todos y perdona a todos.
Esto es el Reino de Dios. «Cuanto mejor vive la gente, mejor se realiza el Reino de Dios» (324). Y nadie queda excluido del Reino.
Hoy en día se suele hablar mucho de la fe de Cristo. El caso es que, cuando uno busca en la Biblia, no encontrará ni un solo texto en el que se diga que Cristo creía en Dios. La perspectiva del Evangelio de Juan es esta: solo Cristo ve al Padre y da testimonio de lo que ve (Jn 1, 18; 6, 46). Son numerosos los textos en los que Cristo dice, como en Jn 3, 11:
«nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio».
Pero es el caso que, al mismo tiempo, son incontables los textos en los que Cristo pide para su persona la misma fe que para el Padre: «creéis en Dios, creed también en mí» (Jn 14, 1).
¿Cómo puede tener fe alguien que pide una fe divina hacia su propia persona? He aquí de nuevo la divinidad de Jesucristo.
En vano se acudirá a Heb 12, 2 que dice que Cristo «inicia y consuma la fe». El P. Igle¬sias en su Nuevo Testamento, recuerda que Cristo es el iniciador y perfeccionador de nuestra fe porque de principio a fin nuestra fe depende de él; idea repetida en toda la carta. La prueba de que en esta carta Cristo no tiene fe es que su autor, al buscar ejem¬plos de fe en Abrahán, Moisés, etc. no pone a Cristo como modelo de fe. En el Nuevo Testamento el modelo de fe es María, no Cristo.
Pagola no utiliza un método que hoy en día se ha mostrado muy eficaz a la hora de estudiar la divinidad de Cristo: la cristología implícita. Cristo, de forma implícita, se presenta como Dios constantemente. Cuando se pone como centro de la fe y la salva¬ción en logia como: «el que busque su vida la perderá, el que la pierda por mí la en-con¬trará» (Mt 10, 39). «Y seréis aborrecidos todos por causa de mi nombre; el que persevere hasta el final, se salvará» (Mt 10, 18-22). Guardini, en La esencia del cris-tia¬nismo (Madrid 1984) ha hecho una reflexión profunda sobre todos estos logia des-tacando que Jesucristo hace lo que ningún otro fundador de religión se atrevió a hacer: ponerse como centro de la vida religiosa y pedir para sí mismo la misma fe que solo Dios puede pedir. J. Ratzinger en su reciente libro Jesús de Nazaret, recuerda la historia del rabino J. Neusner que cuenta a otro rabino que Jesús mantiene la ley, que no ha quitado de ella ningún precepto, pero que se ha colocado como centro, por en¬cima de la ley. Jesús, dice, tiene exigencias para mí que solo Dios las puede tener. Es-to es lo que me impide ser cristiano.
Jesús se identifica con el Reino como ya hemos visto: la salvación está en su persona. Y si se coloca sistemáticamente por encima de la ley, del sábado y del templo, es por¬que tiene conciencia de ser Dios. Tiene incluso la pretensión de perdonar los pecados en su propio nombre. Nada de esto ha sido analizado a fondo por Pagola que incluso olvida textos en los que Cristo es acusado como blasfemo por pretender el nombre de Dios: «Yo soy» (Jn 8, 24.28.58). «Si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros peca¬dos» (Jn 8, 24). Y fue acusado de blasfemo. Hay un texto en el evangelio de S. Juan en que los judíos le dicen: «no queremos apedrearte por ninguna obra humana sino por una blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios» (Jn 10, 33).
Jesucristo se muestra como Dios cuando afirma de sí mismo que es el Hijo del Hombre que viene sobre las nubes del cielo (Mt 26, 64) asumiendo la visión de Daniel (7, 9-14) que presenta al Hijo del Hombre como Mesías (tiene la misión de reunir a los hijos del Altísimo) pero como un Mesías trascendente que no viene del mar como los Reinos humanos sino del cielo; es preexistente y comparte el poder del Anciano de días (Dios). Este título que Jesús usa unas ochenta veces y que aparece en todas las fuen¬tes que componen los Evangelios, fue utilizado por Cristo de forma exclusiva. Por ello resulta cómico que Pagola, que no dedica un capítulo a estudiar este título y al que dedica un pequeño párrafo, pretenda que lo que ha ocurrido es que Jesús entendió Hijo del Hombre en un sentido vulgar (un hombre) y que la Iglesia lo transformó en título divino a la luz de Dn 7, 9-14 (452-453). ¿Cómo pudo hacer eso la Iglesia cuando nunca utilizó ni entendió este título? Nunca la Iglesia primitiva le llamó a Jesús Hijo del Hombre. Aun hoy en día no tenemos en la liturgia ni una sola oración que se dirija a Cristo como Hijo del Hombre.
Jesucristo se presentó también como Hijo de Dios en un sentido divino. Son muchos los textos que podríamos presentar aquí y que hemos estudiado en nuestra obra Se¬ñor y Cristo (Palabra, Madrid 2005). Me limito a citar uno. En Mc 12, 1-9 tenemos la parábola de los viñadores. En ella Jesús se presenta como el Hijo único en Jerusalén y pocos días antes de su muerte. Esta parábola la proclamó Jesucristo para hacer com¬prender la magnitud del crimen que iban a cometer matándole a él: matándole a él no matan a un profeta más (los siervos) sino al Hijo único. Lo vemos también en Mt 23, 30 donde Jesús dice a los fariseos: «vosotros decís que, si hubierais vivido en el tiem-po de vuestros padres no habríais matado a los profetas, con lo cual estáis atesti¬guando que sois hijos de los que mataron a los profetas.
Colmad también vosotros la medida de vuestros padres».
En el Evangelio de Juan el título de Hijo de Dios en un sentido divino aparece también constantemente. Pues bien, Pagola dirá que la denominación de Dios como Padre en el
Antiguo Testamento se daba en un sentido adoptivo. Y efectivamente Jesús es el Hijo, lo más querido de Dios. Y afirma que Jesús es verdadero hombre y verdadero Dios, porque en él está presente el verdadero Dios (460). Si nos damos cuenta, dice Pagola que Dios está presente en Jesús, pero también estaba presente en el profeta por me¬dio de su acción y su palabra. Lo que no dice Pagola es que Jesús sea Dios, el Hijo de Dios en un sentido único.
6.- LA PASIÓN
Antes de hablar de la Pasión, Pagola explica el episodio de la purificación del templo; episodio de una significación primordial para la clase sacerdotal, acomodada y privile¬giada
que vivía del templo y lo hacía en connivencia con Roma. Me parece todo ello muy acer¬tado. Era un desafío para la aristocracia del templo. La actuación de Jesús fue, además, un desafío al templo. Y en este sentido Pagola olvida algo de suma trascen-den¬cia en el Evangelio de Juan: que Cristo predijo la destrucción del templo y dijo que lo levantaría en tres días. Y añade Juan: «se refería a su cuerpo resucitado» (Jn 2, 21) que, como sabemos, está presente en la Eucaristía. La Shekinah Yahvé ya no está en Jerusalén, está en cualquier sagrario de nuestras iglesias. Y en la expla¬nada ya no se puede levantar el templo porque está ocupada por dos mezquitas. Pa¬gola olvida tam-bién que Jesucristo, que dijo ser mayor que el templo, es el verdadero Templo presen-te ahora en la Eucaristía.
Pero no convence la explicación de la condena de Jesús simplemente por la purifica¬ción del templo. Y menos la condena por parte de Pilato. A Pilato en la Pasión se le ve dubitativo:
«¿pero tú eres rey?», le pregunta a Jesús que no tenía apariencia alguna de serlo. Y responde Jesús: «sí, pero mi Reino no es de este mundo» (Jn 18, 36). No le quería condenar y buscó la baza de Barrabás que no le salió bien; pero los fariseos que co-no¬cían bien a Pilato le dijeron: «si sueltas a ese, eres enemigo del César» (Jn 19, 12). Ahí le tocaron la fibra: se jugaba su carrera. Y Pilato condenó a Cristo por co-bar¬día.
Pero los judíos le llevan a Jesús a Pilato porque «se tiene por Hijo de Dios» (Jn 19, 7). Esa es la razón de la condena de los judíos: la blasfemia. Y por eso la condena de Cai¬fás: «ha blasfemado», cuando Jesús le dijo que es el Hijo del Hombre que viene sobre la nube. Ahora todo está claro para Caifás, tiene una razón de peso para quitarse a Jesús de encima, que había subvertido el orden social y religioso.
Y así Pagola que busca olvidar la condena de Jesús como blasfemo, porque supondría que habría afirmado su divinidad, nos viene a explicar que la reunión del Sanedrín no tuvo lugar (377). La Misná prohibía en efecto las reuniones del Sanedrín por la noche. Lo que sí ocurrió fue una reunión informal y privada en la casa de Anás. Ahora bien, como bien nota el P. Iglesias (Nuevo Testamento, 160) Mateo unifica dos reuniones: la nocturna ante Anás (Jn 18, 13) y la que tuvo lugar de madrugada en el Sanedrín (Lc 22, 66). Lucas especifica que se reunieron en el Sanedrín «en cuanto se hizo de día». Y anota la Biblia de Jerusalén que, sin duda, tuvo lugar en el edificio del tribunal, cerca del Templo.
No le queda otro argumento a Pagola que decir que la combinación en el juicio de Je¬sús de estos tres títulos: Mesías, Hijo de Dios e Hijo del Hombre no es histórica, sino una expresión de la fe de la Iglesia (376). Pues bien, habría que responder que la combi¬nación de Mesías e Hijo de Dios en la boca de Caifás es lógica, dado que un ju-dío puede entender que el Mesías sea Hijo de Dios en un sentido adoptivo. Mesías e Hijo de Dios, en este caso, son sinónimos.
Pero el título de Hijo del Hombre en boca de Jesús no puede provenir de la comunidad primitiva porque nunca designaba así a Jesús.
Jesús, por tanto, fue condenado por blasfemo.
En todo caso, Pagola continúa diciendo que Jesús termina en la cruz no por voluntad del Padre ni por realizar un sacrificio de expiación. Él no vino a reparar a un Dios ofen¬dido por el pecado, sino a entregarse totalmente por el Reino de Dios (350). Jesús mu¬rió como vivió. El Padre no exige una reparación. El Padre no quiere que maten a su Hijo querido y lo que hace es acompañarlo hasta la cruz. El Padre no busca la muerte ignominiosa de su Hijo, ni Jesús ofrece su sangre al Padre sabiendo que le se-rá agradable (440-441). El Padre y el Hijo en la crucifixión están unidos enfrentán¬dose juntos al mal hasta las últimas consecuencias, de modo que, en la Resurrección, Dios ha mostrado que estaba con el Crucificado. No se trata, pues, de un Dios justi¬ciero que no perdona si no se le devuelve el honor ofendido. Nada de sacrificio de expia¬ción. No podemos ver el pecado como una ofensa a Dios sino en la gente que está murien-do de hambre, como decía Pagola en la entrevista que ya hemos citado.
Como vemos, de esta forma desaparece todo el misterio de la redención de Cristo. To-do se explica de forma natural. Pero el caso es que la Escritura nos dice constante¬mente que fue voluntad del Padre que Cristo fuera a la cruz. Sólo citaré tres textos de los muchos que aparecen. Cristo pide al Padre en el huerto que le aparte el cáliz de la Pasión y añade: «pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mt 26, 39). En Jn 12, 27 leemos: «Padre, líbrame de esta hora, pero para esto he llegado». Leemos también en Flp 2, 6-8 que Cristo, aún siendo de condición divina, se rebajó obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Son muchos más los textos que podríamos haber citado.
¿Que el pecado no es ofensa personal a Dios? Ya en el Antiguo Testamento hay un tér¬mino para hablar del pecado como zanah (la infidelidad conyugal). Aparece en muchos textos pero sobre todo en una de las páginas más bellas del Antiguo Testamento (Ez 16, 1 y ss.): el comportamiento de una muchacha abandonada en el campo, desnuda y repugnante, de la que se enamora un transeúnte (Dios), que la viste de seda y de joyas y se casa con ella. Pero ella, pagada de su belleza, se entregó después a la pros-ti¬tución. Y es que el pueblo judío no sólo tiene una concepción del pecado en un senti-do ético, sino en un sentido religioso, como ofensa a Dios. Dada la concepción que tie-ne de un Dios personal que ha hecho alianza con su pueblo, el pecado es ante todo una ofensa a ese Dios amigo y Padre.
Otra página de las más bellas del Antiguo Testamento es la figura del siervo de Yahvé (Is, 53), que habla de la expiación por los pecados realizada por un hombre inocente carente de pecado y que no abre la boca para quejarse de su situación. Es la página que convirtió al rabino de Roma E. Zolli a la fe cristiana. De este personaje se dice que realizó la expiación de los pecados de los muchos (todos). Veremos más adelante có-mo Cristo hace suyo este sacrificio del Siervo de Yahvé. De momento y como resu¬men de la fe de la Iglesia sobre este punto, citamos al Nuevo Catecismo.
El Catecismo de la Iglesia presenta el sacrificio de Cristo en la cruz como el sacrificio del Siervo de Yahvé que «se dio a sí mismo en expiación» y por el que satisface al Pa¬dre por nuestros pecados (n. 615). Tiene un valor de «reparación, expiación y satis-fac¬ción» (n. 616).
Se trata de un sacrificio por el que se repara nuestra desobediencia (n. 614).
En este sentido, es significativo que el mismo Juan Pablo II haya enseñado que el pe¬cado afecta personalmente al Padre aun cuando no le destruya en su ser perfectísimo, de modo que Cristo respondió por nosotros, reparando nuestra desobediencia (1). La Comisión Teológica Internacional también se hace eco de que la piedad popular cris¬tiana siempre ha rechazado la idea de un Dios insensible y ha reconocido en él la compa¬sión (2). Por su parte, el Nuevo Catecismo habla también del pecado como de una ofensa personal a Dios (nn. 1.140, 1.850, 431, 397), algo que se dirige contra el amor de Dios hacia nosotros, una rebelión contra Dios, una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad (n. 397). Una «ruptura de la comunión con Dios» (n. 1.440). La reparación, por lo tanto, es corresponder al amor incorrespondido de Dios.
Ahora bien, lo que tiene que hacer un teólogo no es eliminar los datos de la Escritura y la Tradición. Así no se hace Teología. Lo que tiene que hacer un teólogo es compren¬der, en la medida de lo posible, el misterio que en ellos se revela. Y en este caso suele ocurrir que cuando se explica a nuestra gente desde la Teología cómo el pecado ofen-de a Dios, termina amándole más, maravillados por la grandeza de su amor. Un Dios insensible al pecado no es el Dios cristiano. Si Dios es sensible al pecado, es por¬que nos ama de verdad, porque busca nuestra correspondencia. Nuestro Dios no es un Dios abuelo que condesciende con todos los caprichos de sus nietos. Es el Padre que precisamente sufre porque ama. Sobre esto hemos hablado en nuestra cristología (Se¬ñor y Cristo).
7.- LA EUCARISTÍA, CENA DE DESPEDIDA
El tratamiento que hace Pagola del tema de la Eucaristía es verdaderamente decepcio¬nante.
Dice que se trató simplemente de una cena de despedida. Se trata de una cena que hace pensar en el banquete final del Reino. En ella quiso significar Jesús que su muer-te no iba a destruir la muerte de nadie, que su muerte no iba a impedir la llegada del Reino. Y en el momento de partir el pan, lo que quiere dar a entender Jesús es que hay que verle en los trozos de ese pan entregado hasta el final. Ese pan y ese vino les recordará la entrega total de Jesús hasta la muerte y evocará la fiesta final del Reino (367).
Se trata por tanto de un recuerdo y de una evocación. No dice nada de su sentido sa-crifi¬cial.
¿Cómo lo va a decir si no admite que la muerte de Cristo lo tuviera? Ni dice nada de lo que afirma S. Pablo a propósito de la presencia real: que la copa es comunión con la sangre de Cristo y que el pan es comunión con su cuerpo (1 Cor 10, 16) hasta el pun-to de afirmar que el come el pan o bebe la copa del Señor indignamente se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor (1 Cor 11, 27). También olvida las palabras de Cristo en el evangelio de Juan, cuando afirma que si no comemos la carne del Hijo y no bebemos su sangre, no tenemos vida en nosotros (Jn 6, 53-54).
1 Dominum et vivificantem, n. 39.
2 CTI, Teología, cristología, antropología II, B, 5.1.
Pero Pagola empieza diciendo que la cena del Señor no fue una cena pascual. No pue-de menos de citar en nota las indicaciones de los evangelios que identifican la cena con la pascua judía (Mc 14, 1.12.17-18; Lc 22, 15). Es verdad que hay un problema cronológico, pues los sinópticos ponen la cena del 14 al 15 de Nisán, al ocaso del sol (Mc 14, 12); por consiguiente fue una cena pascual judía y todos los acontecimientos de la Pasión tuvieron lugar del 14 al 15. Pero según el evangelio de Juan (Jn 13, 1.29; 18, 28; 9, 14) Jesús murió el día 14 pues ese día, como anota él, era el día de la pre-pa¬ración de la pascua, cuando los corderos eran inmolados en el templo. Por lo tanto muere la tarde del viernes 14. Por consiguiente Jesús tuvo que adelantar la cena 24 horas. Hemos detallado en nuestra obra El misterio eucarístico (Ed. Palabra) todas las interpretaciones a las que ha dado lugar este adelantamiento de Juan. La datación de Juan pesa lo suyo; pero en todo caso, como bien dice Jeremías (3), lo decisivo es que Jesús realizó su cena en el marco pascual de la celebración judía.
Así dice él que se menciona que la última cena tuvo lugar en Jerusalén, y sabemos que la fiesta de pascua desde el año 621 a.C. había dejado de ser una fiesta domés¬tica para
convertirse en una fiesta de peregrinación a Jerusalén. Se utiliza un local prestado (Mc 14, 13-15) según la costumbre judía de ceder gratuitamente a los peregrinos ciertos locales. Tiene lugar al atardecer, recostados y no sentados (así se hacía en la cena pas¬cual, como signo de liberación. El lavatorio de los pies se explica desde la práctica exigida para poder comer la cena pascual). El hecho de que Jesús parta el pan en el curso de la cena («mientras comían»: Mc 14, 18-22) es significativo, pues una comida ordinaria comenzaba siempre por la fracción misma. El hecho de haber vino no era habitual y se reservaba para las ocasiones solemnes. El vino rojo era el propio de la cena pascual. El himno que se canta (Mc 14, 26; Mt 26, 30) era el himno Hallel que se recitaba en la cena pascual. Después de cenar no vuelve Jesús a Betania como en las noches anteriores sino que se encamina al huerto de los olivos (era preceptivo pasar esa noche en Jerusalén: Dt 16, 7). Jesús anuncia durante la cena su pasión inminente, y sabemos que la explicación de los elementos especiales de la comida era parte inte¬grante del rito pascual. Habría que añadir también el tema del memorial («haced esto en memoria mía») que pertenecía al ambiente de la celebración pascual. La cena pas¬cual se hacía en memorial de la liberación de Egipto. Y Jesús manda hacer el memorial suyo (zikaron). La pascua judía actualizaba el rito de la liberación realizada por Dios en el éxodo (Ex 12, 1-14).
Ahora Cristo nos entrega la Eucaristía como memorial que hace presente la pascua realizada en él por su muerte y Resurrección. Y no podemos admitir lo que dice Pagola de que lo del memorial no es aquí histórico porque sin el mandato de la reiteración por parte de Jesús, habría sido imposible el desarrollo ulterior de la liturgia eucarística. ¿Por qué en todas partes y sin excepción alguna dejan los cristianos de origen judío de celebrar la pascua judía y se celebra la Eucaristía? Negar el carácter pascual de la Eu-ca¬ristía porque no se habla de las yerbas amargas como hace Pagola es no tener en cuenta que este relato fundado en Jesús tiene una configuración litúrgica dentro de la cual ya no caben elementos que no han adquirido una significación sacramental.
Así pues, la Eucaristía vuelve a ser ahora memorial de la muerte y Resurrección de Cristo.
Olvida también Pagola el tema de la nueva alianza que justamente hace referencia a la antigua alianza realizada por Moisés en el Antiguo Testamento (Ex 24, 1-8) que se hace justamente con la sangre de animales asperjada sobre una piedra central que es Dios y doce piedras en círculo que recuerdan a las doce tribus de Israel.
Hemos hablado ya del significado que tiene el texto del Siervo de Yahvé en Is 53 en el que se dice que llevó el pecado de «los muchos» (rabim). «Los muchos» es el mismo término que usa Cristo en la institución de la Eucaristía (Mc 14, 22-25; Mt 26, 26-29). Es también el término que se usa en el famoso logion del rescate: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida en rescate de los muchos» (Mt 20, 28). Con ello vemos que Cristo asume la figura y la función del Siervo de Yahvé que se dio a si mismo en expiación por los pecados de la humanidad (Is 53, 10). Las mismas preposiciones que se emplean en la institución de la Eucaristía üper y peri (a favor de) son características de los sacrificios expiatorios, indicando a favor de quién se hace la expiación. Se habla también de la sangre entregada (didomenon). Todavía hay más: la carta a los Hebreos presenta el sacrificio de Cristo como el verdadero, único y definitivo sacrificio de expiación que ha eliminado a los sacrificios expiatorios que se ofrecían en la fiesta del Yom kippur, el día del perdón. Por tanto, negar el sacri-fi¬cio expiatorio de Cristo es negar toda la carta a los Hebreos.
3 J. Jeremías, La última cena. Palabras de Jesús (Madrid 1980) 43 y ss.
Lo que hizo Cristo en la Eucaristía fue instituir el sacrificio de la nueva y eterna alianza que se iba a sellar con su sangre en la cruz para dejarlo a su Iglesia como memorial de su muerte y Resurrección: «hacedlo en memoria mía pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga» (1 Cor 11, 26). En la institución de la Eucaristía Cristo se entrega a los suyos ya de forma re-al por medio de su cuerpo y su sangre.
Se trata de una anticipación sacramental de lo que va a ocurrir de forma cruenta en el misterio de su cruz y su Resurrección. Pero se comprende que quien no cree en la di-vini¬dad de Jesucristo, no puede alcanzar la maravilla de lo que ha hecho en la Eucaris¬tía.
8.- LA RESURRECCIÓN
Me veo obligado a sintetizar más de lo deseado el tema de la Resurrección de la que he hablado con detalle en mi obra Señor y Cristo (Ed. Palabra), pero manda la exten¬sión fijada para este trabajo.
Lo primero que llama la atención cuando se lee a Pagola, que tanto interés tiene por la fidelidad histórica, se ve que cambia totalmente el orden histórico de los aconteci-mien¬tos relativos a la Resurrección. Los evangelios presentan en primer lugar el hallazgo del sepulcro vacío que provoca perplejidad y miedo en las mujeres; y des¬pués hablan de las apariciones, que les confirman en la Resurrección. Pagola, por el contrario, parte de las apariciones para hablar después del sepulcro vacío. ¿Por qué? Porque él entiende que todo se reduce a una “experiencia” de fe (así interpreta las apari¬ciones) y lo del sepulcro es una realidad de la que en el fondo se puede prescin¬dir.
Pagola mantiene que la Resurrección es real pero no histórica, es decir, no ha tenido lugar en la historia, porque es una realidad que la trasciende (418). Estamos de acuerdo en que no se trata de una Resurrección como la de Lázaro que retorna a la vida terrena y a la muerte. La Resurrección de Cristo es trascendente porque con su cuerpo glorioso ha vencido definitivamente a la muerte. Pero ha dejado huellas en la historia: sepulcro vacío y apariciones. Eso es lo que dicen los textos. El verbo que se emplea para hablar de que Jesús se apareció es ophthé, aorísto pasivo que se traduce por «se dejó ver». Se usa este verbo porque es el que usa la traducción Vulgata al hablar de las apariciones de Dios en el Antiguo Testamento. Pero se usan también otros verbos como faino y faneroo que significan aparición visible. Y así mismo verbos como éste en meso autón: se puso en medio de ellos (Lc 24, 36; Jn 20, 19-26).
Pero puesto que Pagola no quiere reconocer que la Resurrección de Cristo es al mismo tiempo trascendente e histórica, se ve obligado a explicar que lo que ocurrió fue que los apóstoles tuvieron una “experiencia” de fe de que Jesús vivía, recurriendo a su fe en la fidelidad de Dios (420). Y ellos atribuyeron esa “experiencia” a Dios. Sólo Dios les podía haber revelado algo tan grande e inesperado. Ellos conocían la doctrina de la Resurrección de los cuerpos que aparece en Dn 12, 1-2 y quizás habían oído hablar de los siete mártires torturados por Antíoco Epifanes (2 Mac 7, 9-23), lo cual les ayudó a interpretar su “experiencia” de Jesús como vivo y resucitado.
Detengámonos un poco a meditar sobre todo esto. ¿Qué “experiencia” de fe podían tener los apóstoles tras la muerte de Jesús, cuando murió como mueren todos los cru-cifi¬cados, como maldito de Dios? Pues dice la Escritura (Gal 3, 13) que el que muere en el madero es maldito de Dios. Y Jesús fue juzgado legítimamente por el Sane¬drín y condenado como blasfemo.
Ellos estaban escondidos para volver de nuevo a la pesca del Tiberíades. Cuando le dicen a Tomás que lo han visto, éste responde diciendo que, si no pone sus manos en las llagas, no cree (Jn 21, 25). Por ello dice el Nuevo Catecismo que afirmar que la fe en la Resurrección había surgido de la fe no tiene consistencia alguna (n. 644), pues los apóstoles no habrían vuelto a la fe sin el encuentro sensible con Jesús (n. 643).
Un pequeño detalle: los discípulos de Emaús, como dicen algunos teólogos, reconocie¬ron a Jesús sólo desde una “experiencia” de fe, pero el texto dice que, en medio de esa “experiencia”, Jesús se hizo invisible ante ellos (afantos egeneto), lo cual demues¬tra que junto a la experiencia de fe había una manifestación visible que ahora desapa¬rece. Por tanto, había una aparición visible que no se puede confundir con la “expe-rien¬cia” de fe. En todo caso, si se hubiera querido hablar de una “experiencia” de fe, los discípulos tenían un término en griego horama (visión interior sobre todo) que po-drían haber utilizado para ello. Y sin embargo no lo emplean ni una sola vez. Ade¬más una Resurrección, aunque fuera la del Mesías en medio de la historia, era absoluta¬mente inimaginable para los judíos. Los mártires macabeos esperaban la Resurrección, pero para el final de la historia. ¿Que al principio los de Emaús no le reco¬nocieron? No olvidemos que el único que dispone de estas apariciones es Jesús, no le podía ver aquél que quería, como en el caso de Lázaro, sino aquél que Jesús que¬ría. Él solo dis-pone de estas apariciones y se aparece a quien quiere, cuando quiere y como quiere. Si se me permite, podemos recordar las apariciones de Lourdes: solo Bernardette ve a la Virgen, mientras que los que la acompañaban no la veían. No somos los hombres los que disponemos de las apariciones de Cristo.
Es ridículo, por otro lado, acudir al argumento de que Pablo no habla del sepulcro va¬cío. Si no habla de él es porque no tuvo la experiencia de su hallazgo; pero lo men¬ciona de forma implícita cuando recuerda que fue el sepultado el que resucitó (1 Cor 15, 3-5). Y tampoco se puede decir que lo de Pablo fuera una “experiencia”. Él oyó una voz en la que Cristo se identificaba y le decía lo que tenía que hacer. Por cierto, dice que le habló en hebreo (Hech 26, 14). S. Pablo se excusa siempre cuando habla de sus “visiones” y no lo hace nunca cuando habla del encuentro con Cristo que le hizo apóstol. Cuando Juan y Pedro se sienten conminados a no hablar de Jesús, responden diciendo que no pueden dejar de hablar de lo que han visto y creído (Hech 4, 20), refi¬riéndose ante todo a la Resurrección (Hech 4, 10).
Hablando Pagola sobre el sepulcro vacío dice: «no sabemos si (Jesús) terminó en una fosa común como tantos de los ajusticiados o si José de Arimatea pudo hacer algo pa-ra enterrarlo en un sepulcro de los alrededores» (431). Pero el hallazgo del sepulcro vacío no es lo decisivo. Lo decisivo no es su hallazgo sino la revelación que se hace sobre él: «Jesús de Nazaret, el crucificado, ha sido resucitado por Dios» (432). Lo que importa fue que los discípulos de Jesús lo experimentaron como vivo desde la fe.
Un pequeño detalle: si nos vamos al hallazgo del sepulcro vacío por parte de Pedro y Juan, que acuden corriendo al sepulcro tras el aviso de Magdalena que lo ha encon¬trado vacío, leeremos que llegó primero Juan y vio las vendas en el suelo y lo mismo le ocurrió a Pedro.
Pero el texto en griego no habla de las vendas en el suelo, sino de las vendas que es-ta¬ban keimena, es decir, echadas, yacentes, sin el relieve del cadáver, como explica el P. Iglesias en su Nuevo Testamento. Por eso dice Juan de si mismo que «vio y creyó» (Jn 20, 8), porque comprendió que, puesto que seguían atadas pero vacías, el cadáver no había sido robado.
Para los discípulos, lo que les dio la fe fueron las apariciones; para Juan, la fe ya em¬pezó con el sepulcro vacío, aunque confirmó después su fe por las apariciones.
Nadie niega por tanto que la Resurrección de Cristo sea trascendente (no fue como la de Lázaro); pero se falsifica la Resurrección cuando se la quiere desligar de la historia. ¿Es que acaso Cristo resucitado, que es Dios, no tiene poder para manifestarse de forma visible?
¿Quiénes somos nosotros para decirle a Dios lo que puede hacer o no? No se puede desligar la Resurrección de la dimensión histórica. El cristianismo no es una ideología ni una “experiencia” interior. El cristianismo se basa en la historia: en el ver y en el tocar al Verbo de la vida, como dice S. Juan (1 Jn 1, 1), el teólogo más trascendente y el más realista de los cuatro. Pero, ¿será que la teología moderna vuelve de nuevo al gnosticismo?
CONCLUSIÓN
Trataremos de enunciar de forma clara y escueta la conclusión a la que hemos llegado sobre el libro de Pagola: sencillamente, esta no es la fe de la Iglesia ni la fe de la Es-cri¬tura. Dice con toda claridad: «en ningún momento manifestó Jesús pretensión algu-na de ser Dios: ni Jesús ni sus seguidores en vida utilizaron el título de “Hijo de Dios” para confesar su condición divina» (379). Para Pagola Jesús no es Dios. Es un profeta itinerante que creía en el Dios del Antiguo Testamento y que descubrió su ros¬tro de Padre compasivo. El Reino de Dios, en consecuencia, no es la llegada de la salva¬ción de Dios que coincide con la persona de Cristo y que nos trae la filiación di¬vina y el perdón de los pecados; un Reino que obviamente tiene que luchar también contra el mal y la injusticia. Para él, el Reino de Dios es solamente esta dimensión humana y social como liberación del dolor y de la injusticia. Las curaciones de Cristo (a las que nunca llama milagros) no son tampoco obras que trasciendan la capacidad humana y que puedan probar la divinidad de Jesús; no van más allá de curaciones que se deben al hecho de que Jesús suscitaba en los hombres el surgir de la fe que des¬pierta capa-cidades escondidas, un curandero religioso. El poder de perdonar los peca¬dos no es propio de Cristo sino de Dios. Jesús anuncia con su cercanía a los pecadores el perdón de Dios, en la medida en que se abren a su misericordia, pero sin la condi¬ción y el compromiso de cambiar de vida. En la Pasión de Cristo tampoco ve un miste¬rio de sal-vación querido por el Padre que envía a su Hijo para que ofrezca su vida para la re-dención de nuestros pecados; es sencillamente el rechazo que Jesús tuvo por anun¬ciar la bondad misericordiosa de Dios.
La Eucaristía es simplemente una cena de despedida en la que se recordará la llegada del Reino y la muerte de Cristo y se evocará la victoria final del Reino. Es un recuerdo y una evocación. Nada más. Y, como hemos visto, la Resurrección no tiene ninguna dimensión histórica. Todo se reduce a una “experiencia” de fe (así interpreta las apari¬ciones) por la que llegaron los discípulos a creer que Jesús seguía vivo. El hallazgo del sepulcro vacío no es lo decisivo. «No sabemos si (Jesús) terminó en una fosa común como tantos de los ajusticiados o si José de Arimatea pudo hacer algo para enterrarlo en un sepulcro de los alrededores» (431). Lo decisivo no es eso sino la revelación que se hace: «Jesús de Nazaret, el crucificado, ha sido resucitado por Dios» (431).
La categoría que domina en esta jesuología (que no cristología) es la de una “expe-rien¬cia” inmanentista sin capacidad de confesar que el Verbo, segunda persona de la Trinidad, ha entrado verdaderamente en la historia para divinizarnos en Cristo y libe-rarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte de la que no nos podíamos libe¬rar. El cristianismo no tendría otra originalidad que habernos descubierto el rostro de Dios como Padre bueno y compasivo por medio de un profeta itinerante llamado Je¬sús.
José Antonio Sayés
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