Recensión del libro de JOSÉ ANTONIO PAGOLA
José María Iraburu
Editorial PPC, Madrid 20074, 542 páginas
30 diciembre 2007
José Antonio Pagola (Añorga, Guipúzcoa, 1937), sacerdote diocesano de la Diócesis de San Sebastián, fue profesor en la Facultad de Teología del Norte de España (sede de Vitoria), y durante el servicio episcopal en San Sebastián de Mons. José María Setién, que terminó en 2000, fue muchos años Vicario General, y algunos, Rector del Semina¬rio. Actualmente, siendo Obispo de su Diócesis Mons. Juan María Uriarte, Pagola es director del Instituto de Teología y Pastoral.
Exégesis sin Iglesia.
El Concilio Vaticano II, al tratar en la constitución Dei Verbum de la interpretación de la sagrada Escritura, establece varios principios, de los cuales destaco dos: uno, que Tradición, Escritura y Magisterio «están unidos y vinculados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros»; y dos,
que «para descubrir el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener muy en cuenta el contenido y la unidad de toda la Escritura» (10 y 12).
Prescindiendo de estas dos normas del Concilio, José Antonio Pagola, buscando a Je¬sús, se atiene más bien a los planteamientos del protestantismo crítico liberal y del modernismo, y enfrenta abiertamente el Jesús histórico y el Cristo de la fe. Deja claro que si se busca la verdad histórica de Jesús, es preciso prescindir de todo testimonio de la fe. Es necesario, por tanto, ignorar la luz que da sobre Jesús la Iglesia, aún indi¬visa, en los grandes siete primeros Concilios ecuménicos. Antes, es preciso ignorar to-do lo que sobre Él dicen los profetas del Antiguo Testamento. Y ni siquiera hay que te-ner en cuenta lo que refieren de Jesús en el Nuevo Testamento quienes convivieron con él durante años, como Pedro, Juan y Mateo.
Así procede Pagola, aunque dice que intenta «captar de alguna manera la experiencia que vivieron quienes se encontraron con Jesús. Sintonizar con la fe que despertó en ellos» (6). Si es verdad que es eso lo que pretende ¿por qué ignora en absoluto los testimonios escritos que dejaron sobre Jesús éstos que primero le encontraron y que convivieron con Él como compañeros?
No, no es eso lo que Pagola intenta. Más bien él estima que estos entendimientos de Cristo, por primitivos que sean, al proceder de «creyentes», no son ya «neutrales», no dan, pues, la verdad histórica de Jesús, sino que están ya «contaminados» por la fe católica que se fue desarrollando en los primeros discípulos después de la resurrec¬ción. Una investigación rigurosa de la verdadera figura histórica de Jesús exige no te¬nerlos en cuenta.
Prescindiendo de las cartas apostólicas, de los Hechos, del Apocalipsis, habrá que ce¬ñirse a los puros Evangelios. Pero no, tampoco. De los mismos Evangelios, como ire¬mos comprobando, es solo una parte mínima la que Pagola admite, pues va des¬echando en su estudio la mayor parte de los textos, al calificarlos de no históricos o simplemente al omitirlos.
Pagola intenta, pues, una «aproximación histórica» a Jesús, a veinte siglos de distan¬cia, empleando únicamente el método histórico-crítico, con otros métodos comple-menta¬rios –el acercamiento sociológico, la antropología cultural, algunas claves de la teología de la liberación y del feminismo–. Solo deja que le acompañen en su ta¬rea un cierto número de exegetas de su elección y algunos teólogos progresistas. No ignora «el testimonio neutral de los escritores romanos» (485), como Flavio Josefo y Tácito, que hacia el año 100 hablan de Jesús. Y también tiene en cuenta los Evange¬lios apó-crifos. Pero cuida escrupulosamente el carácter «científico» de su investigación histórica, protegiéndola de todo testimonio de la fe, proceda ésta de compañeros de Jesús, como Juan o de Mateo, o de discípulos directos de los Apóstoles, como Cle¬mente Romano o Ignacio de Antioquía, o casi directos, como Justino o Ireneo.
Pues bien, tengamos claro desde el principio que Pagola, a través de esta «aproxima¬ción histórica» a Jesús, difunde innumerables doctrinas de teología dogmática y moral, que ha fundamentado en el libre examen de las Escrituras y que son inconciliables con la fe católica. Lo iremos comprobando.
Benedicto XVI, en el prólogo de su libro Jesús de Nazaret, después de valorar como es debido el método exegético histórico-crítico, advierte que las «reconstrucciones de Je¬sús» que se intentan a veces ateniéndose a tal método, sin otros apoyos mayores, son falsas.
«Quien lee una tras otra algunas de estas reconstrucciones puede comprobar ense¬guida que son más una fotografía de sus autores y de sus propios ideales que un po¬ner al descubierto un icono que se había desdibujado».
Así sucede en este caso. La aproximación histórica del libro que ahora examinamos no nos muestra el verdadero rostro de Jesús, sino el rostro de don José Antonio Pagola.
La Iglesia
Debemos, sin embargo, reconocer que tiene Pagola una buena razón para no ayudarse de la Iglesia en su investigación histórica sobre Jesús. Y es que no cree en ella. No cree, se entiende, según la fe católica.
«Jesús no dejó detrás de sí una “escuela”, al estilo de los filósofos griegos, para seguir ahondando en la verdad última de la realidad. Tampoco pensó en una institución dedi¬cada a garantizar en el mundo la verdadera religión.
Jesús puso en marcha un movimiento de “seguidores” que se encargaran de anunciar y promover su proyecto del “reino de Dios”» (467). «Jesús no pretendió nunca romper con el judaísmo ni fundar una institución propia frente a Israel. Aparece siempre con-vo¬cando a su pueblo para entrar en el reino de Dios» (474-475).
«En el movimiento de Jesús desaparece toda autoridad patriarcal y emerge Dios, el Padre cercano que hace a todos hermanos y hermanas. Nadie está sobre los demás. Nadie es señor de nadie. No hay rangos ni clases. No hay sacerdotes, levitas y pueblo. No hay lugar para los intermediarios. Todos y todas tienen acceso directo e inmediato a Jesús y a Dios, el Padre de todos [...] Sus seguidores, hombres y mujeres, se sien¬tan en corro alrededor suyo; nadie se coloca en un rango superior a los demás; todos escuchan su palabra y todos juntos buscan la voluntad de Dios» (291). «Por eso en ninguna de las tradiciones evangélicas se presenta a alguien desempeñando algún tipo de función jerárquica dentro del grupo de discípulos. Jesús no ve a los Doce actuando como “sacerdotes” con respecto a los demás» (292).
Omite Pagola que Jesús, de entre todos sus discípulos, constituyó mediante elecciones personales el grupo de los Doce, encabezados por Pedro, dándoles una especial autori¬dad de «atar y desatar» (Mt 16,19; 18,18). ¿Ese dato no tiene fuentes históricas sufi¬cientes que lo acrediten? Es un dato además confirmado por el hecho de que desde el principio hallamos iglesias locales regidas ya por Obispos, presbíteros y diáconos. Pero, de ser cierto lo que Pagola afirma, habría que concluir que Pedro, Pablo, Ignacio de Antioquía, etc. malentendieron o traicionaron «el proyecto de Jesús».
Consta, en efecto, que ellos presidieron y gobernaron pastoralmente sus Iglesias, que afirmaron su autoridad apostólica (2Cor 10,1-11), y que llegaron a excomulgar en ca¬sos extremos (1Cor 5,1-5), cumpliendo lo dispuesto por Jesús (Mt 18,15-18). Desde el mismo inicio de la Iglesia, rompieron, pues, «el corro» igualitario proyectado por Jesús y establecieron una Jerarquía apostólica (hierarchia, sagrada-autoridad; del griego, hieros, sagrado, y arkhomai, yo mando).
Por el contrario, en la visión de Pagola, esa inmensa institución sagrada que es la Igle¬sia, «sacramento universal de salvación» (Vaticano II: Lumen gentium 48; Ad gentes 1), no tiene a Cristo por fundador. Él nunca pensó en fundarla. La Iglesia nació de los hombres, de ciertas necesidades históricas concretas. Es significativo en esto que Pa¬gola no menciona el acontecimiento de Pentecostés. Habla solo de «la experiencia» del Resucitado que fueron teniendo los primeros discípulos. Y es que «Jesús ni pudo ni quiso poner en marcha una institución fuerte y bien organizada, sino un movimiento curador que fuera transformando el mundo en una actitud de servicio y amor» (292). «Nunca pensó en un grupo cerrado y excluyente. No quería formar con ellos una co-mu¬nidad de “elegidos” de Dios» (293). «Lo que más le interesa a Dios no es la reli¬gión, sino un mundo más humano y amable» (465). «Pertenecer a la Iglesia es com-pro¬meterse por un mundo más justo» (466). «Seguir a Jesús pide desarrollar la aco-gida. No vivir con mentalidad de secta. No excluir ni excomulgar» (467).
«No quiso, ni pudo» Jesús impulsar una fuerte institución, una Iglesia... que ya en los primeros siglos se formó, de hecho, cada vez más fuerte y extendida, en gran parte del entorno mediterráneo.
El proyecto de Jesús
El intento de Jesús es difundir entre los hombres el Reino de Dios, un Reino presente, social, horizontal.
«Dios tiene un gran proyecto. Hay que ir construyendo una tierra nueva, tal como la quiere él. Se ha de orientar todo hacia una vida más humana, empezando por aquellos para los que la vida no es vida. Dios quiere que rían los que lloran y que coman los que tienen hambre: que todos puedan vivir».
«Si algo desea el ser humano es vivir, y vivir bien. Y si algo busca Dios es que ese de¬seo se haga realidad. Cuanto mejor vive la gente, mejor se realiza el reino de Dios [...] Cualquier otra idea de un Dios interesado en recibir de los hombres honor y glo¬ria, olvidando el bien y la dicha de sus hijos e hijas, no es de Jesús» (324).
En esa última frase tenemos un ejemplo de «la dialéctica de los contrarios», que es muy frecuente en todo el libro de Pagola. Según ella, para mejor conocer la verdad, hay que enfrentar extremos aparentemente contrapuestos, para optar por uno, recha¬zando el otro. No es el et-et, sino el aut-aut.
A Dios no le interesa que los hombres le glorifiquen, sino que hagan el bien a sus herma¬nos. No se le ocurre pensar que las dos cosas son inseparables, y que se exigen y potencian mutuamente.
En el proyecto de Jesús, según Pagola, apenas aparece la intención doxológica y sote-rio¬lógica: la glorificación de Dios y la salvación eterna de los hombres.
– La doxología apenas es afirmada por Pagola en Jesús, y cuando lo hace de paso, como lo vimos hace un momento, es siempre en formas reticentes. Sin embargo, Je¬sús dice al Padre, «yo te he glorificado sobre la tierra, cumpliendo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17,4). Y el Apóstol entiende que todos los males de la humanidad proceden precisamente de que los hombres «no glorificaron» a Dios, y «sirvieron a la criatura en lugar de al Creador» (Rm 1). Toda la Biblia nos asegura que el mundo fue creado primeramente para la gloria de Dios. Por eso en ella doxo-lo¬gía y soteriología son inseparables. La norma es clara: «hacedlo todo para glo¬ria de Dios» (1Cor 10,31). Sin embargo, como digo, las pocas veces que Pagola toca el tema de la glorificación de Dios es con reticencia, y contraponiéndole lamenta¬blemente el empeño por hacer el bien a los hombres.
– La soteriología tampoco es afirmada claramente por Pagola en la intención de Cristo. En su extenso libro apenas se menciona el pecado y el poder del Demonio so¬bre el mundo. No viene Jesús del cielo para «quitar el pecado del mundo» y para «vencer al Demonio», sino para aliviar a la humanidad de tantos sufrimientos que la oprimen. Y aquí nos trae otra falsa contradicción dialéctica:
la misión de Juan Bautista «está pensada y organizada en función del pecado [...] Por el contrario, la preocupación primera de Jesús es el sufrimiento de los más des¬graciados» (98).
Las fuentes históricas que tenemos sobre Jesús afirman ciertamente lo contrario. En los Evangelios y en todo el Nuevo Testamento se afirma una y otra vez que el nacido de María será llamado «Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21); se asegura que Él ha sido enviado para «llamar a conversión a los pecadores», haciendo posible esa conversión por su gracia.
Y Él mismo advierte, con tanto amor como fuerza: «si no os convertís, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3). En los cuatro Evangelios, en más de cincuenta ocasiones distin¬tas –distintas: cada una referida por un evangelista o por varios a la vez– evange¬liza Jesús con un trasfondo patente de salvación o de condenación, llamando a conversión para entrar en el Reino (trigo y cizaña, salvar o perder la vida, grano y paja, peces buenos o malos, permanecer o no en la vid, dar o no rendimiento a los talentos, creer en Él o rechazarle, recibir o no su palabra, confesarle o no ante los hom¬bres, etc.). Fácil es comprobar en los Evangelios que en las parábolas y predicacio¬nes de Jesús hay siempre una fuerte tensión soteriológica. Y sus palabras son a veces sumamente fuertes y apremiantes. Pero Pagola viene a negar todo eso, sin alegar base histórica alguna:
«Jesús abandona también el lenguaje duro del desierto [el de Juan]. El pueblo debe escuchar ahora la Buena Noticia. Su palabra se hace poesía. Invita a la gente a mi¬rar la vida de manera nueva. Comienza a contar parábolas que el Bautista jamás hubiera imaginado. El pueblo queda seducido» (80).
En esta misma línea buenista e idílica, Pagola afirma cien veces que Dios perdona «sin condiciones», que «no excluye a nadie», que «acoge a todos». Y por supuesto, ésta es una «creación» suya ideológica, sin fundamento alguno en las fuentes históricas sobre Jesús.
La doctrina de la Iglesia, conforme a las Escrituras, enseña que toda la salvación es gracia, gracia gratuita, ciertamente. Y que quien rechaza la gracia de la conversión, negándose al arrepentimiento y obstinándose deliberadamente en sus pecados, re¬chaza la gracia del perdón gratuito de Dios. Por el contrario, Pagola, una y otra vez, afirma con fórmulas siempre ambiguas que «A estos pecadores que se sientan a su mesa, Jesús les ofrece el perdón envuelto en acogida amistosa. No hay ninguna decla-ra¬ción; no les absuelve de sus pecados; sencillamente los acoge como amigos» (205) «Ofrece el perdón sin exigir previamente un cambio. No pone a los pecadores ante las tablas de la ley, sino ante el amor y la ternura de Dios [...] Este perdón que ofrece Je-sús no tiene condiciones [...] solo quedan excluidos quienes no se acogen a su miseri-cordia» (208). «Este no es el Dios vigilante de la ley, atento a las ofensas de sus hijos, que le da a cada uno su merecido y no concede el perdón si antes no se han cumplido escrupulosamente unas condiciones. Este es el Dios del perdón y de la vida; no hemos de humillarnos o autodegradarnos en su presencia» (323).
Al parecer, el arrepentimiento del pecador y la confesión de sus culpas, lo mismo que el propósito de la enmienda, aparte de ser actos espirituales superfluos en orden a la amistad con Dios, son para él auto-degradantes. El hijo pródigo, antes de regresar a su casa, no tenía por qué decirse interiormente: «padre, pequé contra el cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo» (Lc 15,21). Ni tampoco Jesús tenía por qué man¬darle a la pecadora: «vete y no peques más» (Jn 8,11).
Como ya lo enseñó Lutero, al pecador le basta para la justificación poner su fe fiducial en Jesús. Sin otras condiciones.
No es, pues, necesaria la conversión para conseguir el perdón de los pecados. Más aún, ni siquiera es necesaria para la salvación la fe en Cristo ni la religión. Hasta aquí no llegaba Lutero, que enfatizaba tanto la virtualidad salvífica de la fe. Pero Pagola lo afirma, por ejemplo, cuando recuerda el Juicio final (Mt 25,31-46). El hombre se salva él, él mismo, haciendo obras buenas:
«Los que son declarados “benditos del Padre” no han actuado por motivos religio¬sos, sino por compasión. No es su religión ni la adhesión explícita a Jesús lo que los conduce al reino de Dios, sino su ayuda a los necesitados. El camino que conduce a Dios no pasa necesariamente por la religión, el culto o la confesión de fe, sino por la compasión hacia los “hermanos pequeños”» (193). Dios no excluye a nadie: «Es el Padre de todos, sin discriminación ni exclusión alguna. No pertenece a un pueblo pri¬vilegiado. No es propiedad de una religión. Todos lo pueden invocar como Padre» (328).
Tantos y tantos textos de los Evangelios –«id y predicad el Evangelio... el que crea... el que no crea»–, y de las cartas de San Pablo y de San Juan, sobre la clave salvífica de la fe muestran solamente que Evangelistas y Apóstoles no entendieron el mensaje de Jesús, y lo tergiversaron en la Iglesia desde un principio. Se comprende bien que Pagola estime necesario y urgente promover la «conversión de la Iglesia a Jesús» (468).
La encarnación del Verbo
Pagola, en su «aproximación histórica» a Jesús, nada nos dice acerca de su naci¬miento, como si fuera ésta una cuestión de escasa importancia o acerca de la cual la Iglesia no tuviera conocimientos ciertos. Él, sin más, deja a un lado los «evangelios de la infancia», y se aproxima a Jesús a partir de su bautismo en el Jordán. Se limita a decir:
«Tanto el evangelio de Mateo como el de Lucas ofrecen en sus dos primeros capítu¬los un conjunto de relatos en torno a la concepción, nacimiento e infancia de Jesús. Son conocidos tradicionalmente como “evangelios de la infancia”. Ambos ofrecen nota¬bles diferencias entre sí en cuanto al contenido, estructura general, redacción li-teraria y centros de interés. El análisis de los procedimientos literarios utilizados muestra que más que relatos de carácter biográfico son composiciones cristianas ela¬boradas a la luz de la fe en Cristo resucitado [...] De ahí que la mayoría de los investigadores sobre Jesús comiencen su estudio a partir del bautismo en el Jordán» (39).
Con esto y poco más, despacha, sin entrar en ella, la cuestión del nacimiento de Je¬sús. Para aproximarse a su verdad no le valen a Pagola los testimonios de Mateo y Lu¬cas, ni tampoco parece decirle nada el prólogo del evangelio de Juan: «el Verbo se hizo carne». Pagola, «eliminando» los Evangelios de la infancia, suprime, por decirlo así, la Anunciación del Señor, la Llena-de-gracia, la condición virginal de María, José, Zacarías, Isabel, el Ave María, el Benedictus, el Magnificat y el Nunc dimittis, la Visita¬ción de María, la Natividad de Juan Bautista, la Natividad de Jesús, la Presentación, la matanza de los Inocentes, la Epifanía, los Reyes magos, la huída a Egipto...
Pero lo más grave es que elimina el fundamento bíblico de lo que constituye el núcleo central de la fe católica: creo en Cristo Jesús, Hijo de Dios, que «nació por obra del Espíritu Santo de María virgen». Esa verdad y esas mismas palabras están tomadas de Mateo 1,20 y de Lc 1,34-35, es decir, de los Evangelios de la infancia desechados por Pagola. Por el contrario, el Catecismo de la Iglesia nos asegura que «desde las prime¬ras formulaciones de la fe, la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso» (496).
La Virgen María
Pagola, en su aproximación histórica a Jesús, niega la virginidad de María. Lo tiene muy claro:
«Los evangelios nos informan de que Jesús tiene cuatro hermanos que se llaman San¬tiago, José, Judas y Simón, y también algunas hermanas»... Y añade en nota: «Meier, tal vez el investigador católico de mayor prestigio en estos momentos, des¬pués de un estudio exhaustivo concluye que “la opinión más probable es que los her¬manos y hermanas de Jesús lo fueron realmente”» (43).
Por el contrario, otra vez, el Catecismo de la Iglesia afirma la muy antigua fe católica de Oriente y Occidente en la siempre-virgen María, la «Aeiparthénon» (499. Cf. Sím¬bolo de Epifanio, año 374: DS 44). «La Iglesia siempre ha entendido que... [los dichos hermanos] son parientes próximos de Jesús» (500). Él «es el Hijo único de María» (501). Pero no; para Pagola la Virgen María no era virgen.
Más aún, estima Pagola que María pensó que su hijo Jesús estaba loco, y que lo más conveniente era hacerle volver a casa, abandonando su ministerio público.
En aquella escena que se narra en Marcos 3,20-21.31-35, escribe Pagola, «de pronto avisan a Jesús de que han llegado su madre y sus hermanos con la intención de lle-vár¬selo, pues piensan que está loco. Se quedan “fuera”, tal vez para no mezclarse con ese grupo extraño que rodea a su pariente». Y añade en nota: «El episodio ha sido retocado en la comunidad cristiana, pero conserva sustancialmente su núcleo histó¬rico. Después de Pascua, ningún cristiano se hubiera atrevido a “inventar” que Jesús había sido tenido por loco por su propia madre» (226). «En un determinado mo¬mento, su madre y sus hermanos vinieron para llevárselo a casa, pues pensaban que estaba loco» (282).
María, pues, se mantiene distanciada de Jesús durante su ministerio evangelizador.
«Llama la atención ver que ninguno de los familiares de Jesús fue seguidor suyo. Sola¬mente después de su muerte, su madre y sus hermanos se unieron a los discípulos (Hch 1,14)» (279).
El Concilio Vaticano II afirma, por el contrario, que «la unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación» se manifiesta continuamente (LG 57). Y desde el naci¬miento, hasta la Cruz y Pentecostés, pasando por Caná, el Concilio va contemplando esa unión profunda en los diversos misterios de la vida del Salvador (55-59).
La divinidad de Jesús
En su aproximación histórica, no alcanza Pagola a discernir en Jesús la divinidad que confiesa la fe católica: «un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho».
No. Para Pagola Jesús es un hombre, muy perfectamente unido a Dios por el amor y la fidelidad, pero un hombre. El título del capítulo 3 es bien expresivo: «Buscador de Dios». «Jesús vivió un período de búsqueda antes de encontrarse con el Bautista» (63). «Todo lleva a pensar que busca a Dios como “fuerza de salvación” para su pue¬blo [...] Jesús no tiene todavía un proyecto propio cuando se encuentra con el Bau¬tista. Inmediatamente queda seducido por este profeta del desierto [...] Es sin duda, el hombre que marcará como nadie la trayectoria de Jesús» (64). En ese encuentro del Jordán se producirá «La “conversión” de Jesús [...] Para Jesús es un momento deci¬sivo, pues significa un giro total en su vida» (73-74). «Jesús quiere concretar su “conversión”, y lo hace tomando una primera determinación: en adelante se dedicará a colaborar con el Bautista en su servicio al pueblo» (75).
Si nada cierto sabe Pagola acerca de Jesús antes de su bautismo, ¿cómo puede afir¬mar que Él experimentó «un giro total en su vida» al encontrarse con Juan? ¿Conoce, pues, Pagola qué pensaba y qué quería Jesús antes de ese encuentro?... Sería bueno que nos comunicara las fuentes históricas que le permiten darnos esa información. Tam¬poco alcanzamos a saber cómo Pagola, en su «aproximación histórica», llega a conocer que Jesús se hizo discípulo de Juan el Bautista. No podemos menos de sospe¬char que ambas afirmaciones son «creaciones» ideológicas suyas, sin base histórica alguna:
«Jesús no solo acogió el proyecto de Juan, sino que se adhirió a este grupo de discí¬pulos y colaboradores» (76).
«Jesús comenzó a verlo todo desde un horizonte nuevo» (78). Vuelto a Nazaret, sor¬prende a todos su cambio.
«Aquel Jesús no era el que habían conocido» (279).
Benedicto XVI, en su Jesús de Nazaret, advierte que «una amplia corriente de la teolo¬gía liberal» afirma este cambio profundo y brusco de Jesús en el Jordán. Y añade:
«Pero nada de esto se encuentra en los textos. Por mucha erudición con que se quiera presentar esta tesis, corresponde más al género de las novelas sobre Jesús que a la verdadera interpretación de los textos» (46-47).
Pagola rehuye sistemáticamente los textos del Nuevo Testamento que más claramente expresan la divinidad de Jesús. No le interesa saber que Jesús se dice «anterior a Abra¬ham», capaz de «perdonar los pecados» y de alimentar a los hombres como «pan vivo bajado del cielo». No recoge la palabra de Cristo cuando dice que Él es «venido del Padre», y que el Padre y Él son «una sola cosa».
Podemos apreciar el «rigor» metodológico de Pagola en su justa medida si considera¬mos, por ejemplo, cómo se autoriza a ignorar los anuncios que Jesús hizo de su pa¬sión. Él mismo advierte en el Anexo 4 de su libro que entre los varios criterios de histori¬cidad tienen especial fuerza el «criterio de testimonio múltiple» y el «criterio de di¬ficultad». Pues bien, en los tres anuncios que hace Cristo de su pasión, primero (Mc 8,31-33; Mt 16,21-23; Lc 9,22), segundo (Mc 9,30-32; Mt 17,22-23; Lc 9,43-45) y tercero (Mc 10,32-34; Mt 20,17-19; 18,31-34), se da el criterio histórico del testimo¬nio múltiple y coincidente. Pero además, en segundo lugar, se da también el criterio de dificultad, ya que es impensable que los evangelistas, conociendo la suma veneración que los cristianos primeros tenían por los Apóstoles, se atrevieran a «crear» unos rela¬tos que los dejan en una posición tan lamentable. En efecto, los Apóstoles «no enten¬dieron nada de lo que Él decía, y no se atrevían a preguntarle». Y Simón Pedro, el más prestigioso de ellos, se ve humillado por Cristo con palabras durísimas: «¡Apártate de mí, Satanás! Tú piensas según los hombres, no según Dios». Estas escenas, pues, tie¬nen una garantía clara de historicidad.
Pero Pagola no lo estima así, y en su aproximación histórica a Jesús ignora por com¬pleto esos tres anuncios. Sencillamente, no encajan en su ideología sobre Jesús, pues al mostrar que Él pre-conocía su muerte y que la anunciaba a sus discípulos con toda seguridad, descubren demasiado la realidad de su personalidad divina. Por tanto no son textos históricamente válidos. Prescinde, pues, de ellos tranquilamente, los omite, para poder darnos en cambio una descripción muy diversa del estado de ánimo de Je¬sús ante la proximidad de su muerte, como en seguida veremos.
Ignora Pagola igualmente, como ya sabemos, todos los más altos textos del Nuevo Testamento sobre la majestad divina de Cristo. Ignora, por ejemplo, el prólogo de San Juan: «el Verbo era Dios, Él estaba desde el principio en Dios, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. Hemos visto la gloria del Unigénito del Padre. Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, ése nos lo ha dado a conocer». El rigor científico de su investigación histórica sobre Jesús no le permite tampoco conocer y reconocer los him¬nos cristológico-litúrgicos de San Pablo, como Colosenses 1,13-20 o Filipenses 2,6-11. O el comienzo sobrecogedor de la carta a los Hebreos.
Pagola titula el capítulo 11 de su libro «Creyente fiel». En efecto, centenares de veces habla de Jesús como de un creyente fiel, pues «también él tiene que vivir de la fe» (456). Pero por mucho que investiguemos en las fuentes históricas sobre Jesús no hallamos texto alguno en el que se afirme que Jesús «creía» en Dios. Hallaremos, por el contrario, afirmaciones de que Jesús ve al Padre y da testimonio de lo que ve (Jn 1,18; 3,11; 6,46). Hallaremos, más aún, que Cristo exige fe en su propia persona: «creéis en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Él se aplica incluso las palabras que Dios dice de sí mismo: «Yo soy» (Jn 8,24.28.58), y llega a afirmar: «si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros pecados» (Jn 10,33). Por eso los judíos, que no eran ton¬tos, entendían bien en qué sentido hablaba de sí mismo Jesús: «tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios» (Jn 10,33).
Pagola, hablando de Jesús, del «creyente fiel», alude con mucha frecuencia a «su pro¬funda experiencia de Dios» (473). Y como advierte al tratar de la condena a muerte del Señor, «En ningún momento manifiesta pretensión alguna de ser Dios: ni Jesús ni sus seguidores en vida de él utilizaron el título de “Hijo de Dios” para confesar su condi¬ción divina» (379). «Para los cristianos, Jesús no es un “dios griego”. Proclamarlo “Hijo de Dios” no es una apoteosis como la que se cultiva en torno a la figura del em-pe¬rador.
Es intuir y confesar el misterio de Dios encarnado en este hombre entregado a la muerte solo por amor» (460).
El libro de Pagola tiene 542 páginas. Y es cierto que en algunas dice que «Jesús es la encarnación de Dios», el «hombre en el que Dios se ha encarnado» (7). También dice que «Jesús es verdadero hombre; en él ha aparecido lo que es realmente ser humano: solidario, compasivo, liberador, servidor de los últimos, buscador del reino de Dios y su justicia... Es verdadero Dios; en él se hace presente el verdadero Dios, el Dios de las víctimas y los crucificados, el Dios Amor, el Dios que solo busca la vida y la dicha ple-na para todos sus hijos e hijas, empezando siempre por los crucificados» (460).
Pero son tantas las páginas en las que niega Pagola los fundamentos bíblicos e históri¬cos en los que se apoya la enseñanza de la Iglesia sobre la divinidad de Jesucristo, que esas pocas frases no logran hacernos creer que su presentación de Jesús sea con¬forme con la genuina fe católica.
Cualquier lector medianamente espabilado sabe apreciar «la intención redaccional» de los autores sagrados; y de los no sagrados también. Y sabe distinguir lo que dice un autor y lo que quiere decir.
Pagola, en cuanto a la divinidad de Jesucristo, a lo largo de todo su extenso libro, nos lo muestra como «buscador de Dios», como «creyente fiel», «sin pretensión alguna de ser Dios», es decir, lo representa de una forma que puede ser aceptada por los arria¬nos (s.IV), por los nestorianos (s.V) o por los adopcionistas (s.IX), pero no por los ca-tóli¬cos.
No, el Jesús de Pagola no es el de la fe católica:
- un solo Señor Jesucristo,
- unigénito del Padre, nacido antes de todos los siglos,
- unigénito de la siempre Virgen María, nacido por obra del Espíritu Santo.
Milagros
Jesús hizo durante su ministerio público muchos milagros (Mc 6,556; Mt 14,35-36). Sus mismos enemigos lo reconocen: «¿qué hacemos con este hombre, que hace mu¬chos milagros?» (Jn 11,47).
Hizo muchos más milagros, por supuesto, que los que quedan concretamente referi¬dos en los Evangelios (Jn 20,30). Sin embargo, cuando Pagola se aproxima histórica¬mente a Jesús, descubre que «Jesús solo realizó un puñado de curaciones y exorcis¬mos» (175).
Los exorcismos no consistían propiamente en expulsar demonios de los hombres:
«...practicó exorcismos liberando de su mal a personas consideradas en aquella cul¬tura como poseídas por espíritus malignos» (474). «En general, los exegetas tien¬den a ver en la “posesión diabólica” una enfermedad» (169), aunque los campesi¬nos de Galilea no lo entendían así. «Probablemente es más acertado ver en el fenó¬meno de la posesión una compleja estrategia utilizada de manera enfermiza por per¬sonas oprimidas para defenderse de una situación insoportable» (170).
En cuanto a la sanación de los enfermos, Pagola no usa nunca el término «milagro», y la explica así:
«Lo decisivo es el encuentro con el curador. La terapia que Jesús pone en marcha es su propia persona: su amor apasionado a la vida, su acogida entrañable a cada en¬fermo o enferma, su fuerza para regenerar a la persona desde sus raíces, su capaci¬dad para contagiar su fe en la bondad de Dios. Su poder para despertar energías des¬conocidas en el ser humano creaba las condiciones que hacían posible la recupe-ra¬ción de la salud» (165).
Resulta sumamente difícil esperar que esa terapia de Jesús pudiera ser eficaz para dar la vista a un ciego de nacimiento, para sanar a distancia al siervo del Centurión, o pa-ra resucitar a Lázaro, un muerto de cuatro días, que ya olía mal.
Pagola, por otra parte, no se molesta en referir los milagros de Jesús sobre la natura¬leza – multiplicar los panes, calmar la tempestad, la pesca sobreabundante, etc.–. Piensa, al parecer, que ya el propio lector, sin su asesoría, se dará perfecta cuenta de que se trata de ficciones literarias que expresan una teología primitiva.
Última cena
La última Cena de Jesús con sus apóstoles no fue, según Pagola, la celebración de una Pascua renovada, ni la inauguración de una Alianza Nueva, sellada con su sangre, ni un sacrificio expiatorio para la remisión de los pecados del mundo, ni la institución de un acto litúrgico que, como la Pascua judía, había de ser actualizado siempre, en me-mo¬ria suya, hasta su segunda venida al final de los tiempos.
«Lo que hace es organizar una cena especial de despedida con sus amigos y amigas más cercanos». «Al parecer, no se trata de una cena pascual» (363). «Probablemente no es una cena de Pascua». Lo que sí hay que reconocer es que «Jesús vivía las comi¬das y cenas que hacía en Galilea como símbolo y anticipación del banquete final en el reino de Dios» (364).
Entonces, ¿qué sentido tienen hoy para Pagola las misas que se celebran en millares de comunidades cristianas? Puesto que no podemos pensar que la misa sea y signifi¬que algo mayor que la última Cena, habremos de entender que se celebra en la misa una cena de amigos, unidos todos por el amor a Jesús, en anticipación figurativa del banquete del reino de los cielos.
Queda, pues, Pagola muy lejos de la fe católica en la Eucaristía, en el sacerdocio mi-nis¬terial, en la liturgia.
Muerte
Pagola, como ya vimos, no quiere que Jesús enfrente su próxima muerte con un domi¬nio sobrehumano, anunciándola varias veces a sus discípulos; más aún, afirmando: «nadie me quita la vida; soy yo quien la doy por mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla» (Jn 10,17-18). Es éste un lenguaje demasiado divino, que por tanto es forzosamente falso, es pura creación literaria del evangelista. El Je¬sús que Pagola describe ante su próxima muerte es muy distinto, lleno de perplejida¬des y angustias:
«Era inevitable que, en su conciencia, se despertaran no pocas preguntas: ¿cómo po¬día Dios llamarlo a proclamar la llegada decisiva de su reinado, para dejar luego que esta misión acabara en un fracaso? ¿Es que Dios se podía contradecir? ¿Era posi¬ble conciliar su muerte con su misión?» (349). «Al parecer, Jesús no elaboró nin¬guna teoría sobre su muerte, no hizo teología sobre su crucifixión [...] Jesús no interpretó su muerte desde una perspectiva sacrificial. No la entendió como un sacrifi¬cio de expiación ofrecido al Padre. No era su lenguaje» (350). Son los prime¬ros cristianos los que, para explicar la cruz, se la representan como «sacrificio de ex¬piación», como una «alianza nueva», establecida en el «siervo sufriente» (442).
Podríamos traer tantos discursos y parábolas de Jesús que contradicen lo que Pagola afirma –los anuncios de su pasión, el heredero de la Viña, muerto por los viñadores infieles, el Pastor bueno que da su vida por las ovejas, etc.–, pero comienza a apode¬rarse de nosotros el cansancio. Y el aburrimiento.
Pagola, en todo caso, sigue implacable:
La muerte de Cristo no es voluntad providente del Padre ni de Cristo (440-441). «Las noticias de Marcos y de Juan, que presentan a los fariseos buscando la muerte de Jesús, no son creíbles históricamente» (338). «En realidad, todo hace pensar que esta comparecencia de Jesús ante el Sanedrín nunca tuvo lugar» (377). «¿Hubo realmente un proceso ante el prefecto romano?» Parece que hay que «sospechar que nos encontramos ante una composición cristiana y no ante una información his-tó¬rica» (384). En cuanto a la comparecencia de Jesús ante Caifás y ante el preto¬rio, que se burla de él, hay que decir que «probablemente, tal como están descritas, ninguna de estas dos escenas goza de rigor histórico» (393). En fin, «Aunque se ha dicho con frecuencia que la presencia [junto a la Cruz] de estas mujeres [María, su madre, y otras mujeres] ha podido reconfortar a Jesús, el hecho es poco proba¬ble»(404). Tampoco son históricos los diálogos del Crucificado con su Madre, con San Juan o con los dos malhechores (405).
Según Pagola, prácticamente nada es histórico en el ciclo evangélico de la pasión. Los tres evangelios sinópticos y el de San Juan describen los juicios que sufre Cristo, y afir¬man expresamente (Mc 14,64 y Mt 26,65) que el Sanedrín condena a Jesús a muerte «por blasfemo».
Pero, por lo visto, la descripción de estos hechos no es histórica, ya que no es con¬forme con la ideología de Pagola:
«Estamos ante una escena que difícilmente puede ser histórica. Jesús no es conde¬nado por nada de esto. En ningún momento manifiesta pretensión alguna de ser Dios» (379).
Pagola nos descubre –es decir, inventa– las verdaderas causas de la condenación a muerte de Jesús. Sabemos que en una ocasión entró Jesús en el Templo y expulsó vio¬lentamente a los vendedores. Tenemos de esta escena varias versiones (Mc 11,15-19; Lc 19,45-46 y Jn 2,13-22). Y San Juan la sitúa a los comienzos del ministerio pú¬blico de Jesús. Lo mismo hacen autores modernos de Sinopsis de los cuatro evangelios (Leal, Benoit, Boismard). Pagola, sin embargo, que de ningún modo quiere ver a Jesús condenado por blasfemo, sino por revolucionario enfrentado con el régimen sacerdotal del Templo, sitúa la escena después de la entrada final de Cristo en Jerusalén, mon¬tado en un asno. Traslada la escena del comienzo de la vida pública de Jesús (cortar y pegar) al final de la misma. Hecho lo cual, sin fundamento histórico alguno, concluye:
«De hecho, esta intervención en el templo es lo que desencadena su detención y rá¬pida ejecución» (358).
La muerte de Jesús, finalmente, se produce –así lo permitió Dios– en una gran angus¬tia:
«Tú lo puedes todo. Yo no quiero morir. Pero estoy dispuesto a lo que tú quieras [...] Quiero vivir» (401-402).
Pagola añade en nota: «Esta imagen de un Jesús turbado y angustiado, caído en tierra para implorar a Dios que lo libere de su destino, contrasta fuertemente con la muerte de Sócrates descrita por Platón. Obligado a tomar veneno, Sócrates acepta su muerte sin lágrimas ni súplicas patéticas, con la certeza de dirigirse al mundo de la verdad, de la belleza y la bondad perfectas» (401).
Resurrección
La Iglesia católica enseña en su Catecismo que «el misterio de la resurrección de Cris-to es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comproba¬das, como lo atestigua el Nuevo Testamento» (639). Se refiere concretamente al «sepul¬cro vacío» (640) y a «las apariciones del Resucitado» (641-644). Pero Pagola no cree ni en lo uno ni en las otras.
– En cuanto al sepulcro vacío, Pagola estima que ...«se trata de un relato tardío [...] No es fácil saber si las cosas sucedieron tal como se describen en los evangelios» (429)... «Para muchos investigadores, tampoco queda del todo claro si las muje¬res encontraron vacío el sepulcro de Jesús» (431). «Más que información histó¬rica, lo que encontramos en estos relatos es predicación de los primeros cristianos sobre la resurrección de Jesús [...] Todo hace pensar que no fue un sepulcro vacío lo que generó la fe en Cristo resucitado, sino el “encuentro” que vivieron los se-gui¬dores, que lo experimentaron lleno de vida después de su muerte» (432). «Es más fácil pensar que el relato nació en ambientes populares donde se enten¬día la resurrección corporal de Jesús de manera material y física, como continui¬dad de su cuerpo terreno» (433).
Evidentemente, «Jesús tiene un “cuerpo glorioso”, pero esto no parece implicar ne¬cesariamente la revivificación del cuerpo que tenía en el momento de morir [...] Para esta transformación radical no parece que el Creador necesite de la sustancia bioquímica del despojo depositado en el sepulcro» (433).
Dicho en otras palabras: Pagola niega la continuidad entre el cuerpo crucificado y muerto, y el resucitado. No tiene por qué resucitar glorioso «el mismo cuerpo» de Cristo muerto. Nuestra fe en el Resucitado quedaría intacta si un día se descubrie¬ran las restos momificados o corrompidos del cuerpo de Jesús. Afirmaciones éstas que son incompatibles no solo con la convicción de «ambientes populares», men-tal¬mente cortitos, sino con la fe de la Iglesia católica, proclamada en media do¬cena de Símbolos y Concilios, según la cual la salvación de Cristo salva al hom¬bre entero, en su alma y en su propio cuerpo.
Por otra parte, la permanencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro durante «tres días» no es un dato cronológico: simplemente, «significa el “día decisivo”» (414-415). Afirma Pagola –y se supone que se fundamenta en fuentes históricas que no¬sotros lamentablemente desconocemos en nuestra ignorancia– que en Jesús muerte y resurrección son simultáneas:
«En el mismo momento en que Jesús siente que todo su ser se pierde definitiva¬mente siguiendo el triste destino de todos los humanos, Dios interviene para rega¬larle su propia vida» (418). «Dios estaba con Jesús. Por eso, al morir, se ha en¬contrado resucitado en sus brazos» (442).
- En cuanto a las apariciones del Resucitado, ya podemos prever que Pagola las re-du¬cirá a meras «experiencias» espirituales:
«No pretenden [los evangelistas] ofrecernos información para que podamos re¬construir los hechos tal como sucedieron, a partir del tercer día después de la cru¬cifixión. Son “catequesis” deliciosas que evocan las primeras experiencias para ahondar más en la fe en Cristo resucitado», etc (417, en nota). Más aún, «los relatos evangélicos sobre las “apariciones” pueden crear en nosotros cierta confusión. Según los evangelistas, Jesús puede ser visto y tocado, puede co¬mer, subir al cielo hasta quedar ocultado por una nube» (417).
Todo lo cual es impensable. No olvidemos que, ya desde 1793, cuando el señor don Manuel Kant escribió La Religión dentro de los límites de la sola razón, una per¬sona culta, por muy creyente que sea, no debe permitirse creer en tales papa-rru¬chas. No hay, pues, propiamente apariciones del Resucitado, sino que más bien ha de hablarse de «primeras experiencias» que los cristianos tienen de Je¬sús después de su muerte, por las que lo captan como viviente. Por otra parte, «el esquema de Lucas limitando las manifestaciones del resucitado a cuarenta días es meramente convencional» (420, nota). «En algún momento caen en la cuenta de que Dios les está revelando al crucificado lleno de vida» (423). «Hemos de apren¬der a leer correctamente estos textos viendo en esas escenas tan gráficas no des¬cripciones concretas sobre lo ocurrido, sino procedimientos narrativos que tratan de evocar, de alguna manera, la experiencia de Cristo resucitado» (425, nota).
Por tanto, los encuentros y diálogos de Cristo con los de Emaús, con María Mag-da¬lena, con los Doce, en diversas ocasiones, son siempre composiciones litera¬rias y catequéticas, compuestas por quienes «llevan ya cuarenta o cincuenta años vi-viendo de la fe en Cristo resucitado» (424). No proporcionan, pues, datos vá¬lidos para fundamentar una «aproximación histórica» a Jesús. Niega, pues, Pa¬gola todo lo que afirma acerca de las apariciones el Catecismo de la Iglesia Cató¬lica (641-644).
Por último –por último, ya que Pagola ignora Pentecostés–, «Lucas es el único evange¬lista que narra la “ascensión” de Jesús al cielo [...] La “ascensión” es una composición literaria imaginada por Lucas con una intención teológica muy clara» (428-429, nota).
En conclusión
El Jesús de Pagola, mucho más allá que una mera «aproximación histórica» a la ver-da¬dera figura de Jesús, es una teología encubierta sobre Cristo, la Iglesia, la Vir¬gen, la Eucaristía, la conversión, el sacerdocio, las normas morales, etc., en la que se rehuye cautelosamente un enfrentamiento claro con la doctrina de la Iglesia católica, pero en la que se suprimen los fundamentos bíblicos e históricos de esa doctrina de la fe, y se da una doctrina distinta en muchas cuestiones.
Es, por tanto, en realidad una presentación de la ideología de Pagola sobre nuestro Señor Jesucristo, sobre la Iglesia y el cristianismo. Esta reflexión subjetiva se funda¬menta, según el libre examen, en análisis arbitrarios y selectivos de una parte extre-ma¬damente reducida de los Evangelios, pues éste es considerado no histórico en su gran mayor parte. Pagola intenta una aproximación histórica a Jesús, prescindiendo en ella por sistema de todo lo que el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, la Tradi¬ción y el Magisterio apostólico han enseñado sobre Jesús hasta hoy.
Se queda, pues, Pagola solamente con los Evangelios. Pero, como he dicho, ni siquiera con eso, ya que elimina de ellos todo lo relativo a la infancia de Jesús, todos los más poderosos milagros realizados en su vida (tempestad calmada, multiplicación de los panes, ciego de nacimiento, resurrección de muertos), los momentos más divinos, como la transfiguración en el monte, o las palabras igualmente más divinas, «anterior a Abraham», «Yo soy», «creed en mí». Niega también la historicidad de casi todos los detalles del ciclo evangélico de la pasión, la cena, los juicios sucesivos ante las autori-da¬des civiles y religiosas, la causa real de su condena, las siete palabras en la cruz.
Niega igualmente el sepulcro vacío, las «apariciones», y por supuesto la Ascensión y Pentecostés.
Hay que reconocer, por tanto, que la aproximación de Pagola a la verdad histórica de Jesús se apoya –es difícil decirlo– ¿en un diez, en un cinco por ciento de los Evange¬lios? Nada más.
El libro de Pagola sobre Jesús hace presentes, con un lenguaje muy elocuente, peda-gó¬gico y persuasivo, errores ya muy antiguos. Su libro nos permite comprobar hoy que el racionalismo crítico del protestantismo liberal de mediados del siglo XIX, pasó en buena medida al campo católico con los autores del modernismo (cf. Beato Pío IX, 1864, Syllabus; San Pío X, 1907, decreto Lamentabili; 1907, encíclica Pas¬cendi), y persiste actualmente, muy semejante, en el progresismo exegético y teoló¬gico. Unos y otros comienzan por no creer en la Iglesia católica. Orientan normal¬mente la cristolo-gía por los caminos del arrianismo o escuelas posteriores similares. Y en la moral sue-len seguir tendencias luteranas –salvación sin conversión, por la pura fe fiducial pues-ta en Cristo–, aunque a veces –todo es posible cuando se deja a un lado la ortodoxia católica–, inciden, por el contrario, en posiciones pelagianas o semipe¬lagianas: el hombre no se salva por la fe en Cristo, sino por las buenas obras con los necesitados.
Una última observación.
El libro Jesús. Aproximación histórica de Pagola, a los dos meses y medio de su publi-ca¬ción en la editorial PPC, perteneciente al grupo SM, ha vendido ya unos 20.000 ejemplares, y al parecer se prevé su traducción a varios idiomas. Tal éxito, aunque no alcanza al del Código da Vinci, es en todo caso extraordinario. El daño que este libro puede hacer se ve muy limitado por su gran volumen: son muy pocas las personas que hoy leen un libro de 542 páginas.
Pues bien, la peligrosidad mayor de las doctrinas de Pagola está en sus frecuentes artí¬culos en diarios y revistas, en varias páginas de internet, en conferencias. Por esta vía principalmente es como llega a difundir sus errores a muchísimas personas, que nunca leerán su libro Jesús, aunque quizá lo tengan. Éste es un dato que debe ser consi¬derado.
A Dios nuestro Señor y a todos nuestros Obispos, «que, fieles a la verdad, promueven la fe católica y apostólica», les pedimos que libren al pueblo cristiano de las tinieblas del error y que lo guarden en el esplendor de la verdad católica.
José María Iraburu
30 diciembre 2007