Chiitas y Sunies
En una sociedad dominada por ¿quién guiaría a la comunidad de creyentes?, poco después de la muerte de Mahoma, varios de sus seguidores más cercanos califas, o líder terrenal de la comunidad islámica, a Abu Bakr (imagen), rico mercader suegro de Mahoma. Mahoma y los primeros califas que le sucedieron adoptaron la costumbre tribal árabe de realizar incursiones en contra de sus perseguidores.
El Corán llamó a esta actividad «pelear por el sendero del Señor o yijad. Aunque erróneamente llamada Guerra Santa, la yijad desarrolló a partir de la tradición árabe de las incursiones tribales las cuales se permitían como una forma de canalizar las energías belicosas de las tribus beduinas. La yijad no se efectuaba con la finalidad de convertir a otros, pues la conversión al Islam era estrictamente voluntaria. A aquellos que no se convertían únicamente se les exigía que se sometieran al gobierno musulmán y que pagaran los impuestos.
Una vez unificados bajo Abu Bakr, los árabes comenzaron a dirigir sus energía, anteriormente gastada contra ellos mismos, hacia los vecinos, llevando a cabo una yijad en gran escala. Los pueblos vecinos y los persas fueron los primeros en sentir la fuerza de los recién unidos árabes. En el año 636, en Yarmuk, los musulmanes derrotaron al ejército bizantino y, en el 640, tomaron posesión en la provincia de Siria En dirección hacia el este, los árabes derrotaron a las fuerzas persas en el 637, y luego se lanzaron a la conquista de todo el Imperio Persa en el año 650. Mientras tanto, Egipto y las demás regiones del norte de África habían sido anexadas al nuevo Imperio Musulmán.
Conducidos por los califas y por una serie de brillantes generales, los árabes habían estructurado un enorme y muy motivado ejército, cuya valentía se vio estimulada por la creencia de que los guerreros musulmanes tenían garantizado un lugar en el paraíso si morían en combate.
Los primeros califas, gobernando desde Medina, organizaron los recién conquistados territorios en provincias contribuyentes. A mediados del siglo VII surgieron una vez más problemas por la sucesión del profeta, hasta que Alí, yerno de Mahoma, fue asesinado y el general Muawiya, gobernador de Siria y uno de los principales rivales de Alí, llegó a ser califa en el año 661. Muawiya fue conocido por una virtud sobresaliente: utilizaba la fuerza sólo cuando era necesario. Como dijo alguna vez, «Nunca uso mi espada cuando basta con mi látigo, ni mi látigo cuando mi lengua es suficiente”. Muawiya se movilizó para lograr que se heredara en su propia familia el título de califa, estableciendo así la dinastía Omeya. Como una de sus primeras acciones, la dinastía omeya trasladó la capital del Imperio Musulmán de Medina a Damasco, en Siria.
Esta disensión interna en torno al califato creó una división en el Islam, entre los chiítas —quienes sólo aceptaban a los descendientes de Alí, el yerno de Mahoma, como legítimos gobernantes— y los sunitas, quienes reclamaban que los descendientes de los omeyas eran los verdaderos califas. Esta ruptura ocurrida en el siglo VII ha escindido al Islam hasta el día de hoy, entre sunitas y chiitas. No obstante, la crisis interna no detuvo la expansión del Islam. Al comienzo del siglo VIII, se efectuaron nuevos ataques en ambos limites, el oriental y el occidental, del mundo mediterráneo. Tras arrasar todo el norte de Africa, los musulmanes invadieron la Europa germana al llegar a España en el año 710.
El reino visigodo —ya debilitado por las guerras internas— se derrumbó y, alrededor del 725, la mayor parte de España se había convertido en un estado musulmán, cuyo centro fue Córdoba. En el año 732, un ejército musulmán, al llevar a cabo una incursión en el sur de Francia, fue derrotado por el ejército de Carlos Martel, cerca de Poitiers. La expansión musulmana en Europa se detuvo. Mientras tanto, en el año 717 otra fuerza musulmana había lanzado un ataque naval a Constantinopla, con la esperanza de destruir el Imperio Bizantino. En la primavera del año 718, los bizantinos destruyeron la flota musulmana y salvaron al Imperio Bizantino y, de manera indirecta, a la Europa cristiana, pues sin lugar a dudas, si Constantinopla hubiese sucumbido, esto habría abierto las puertas a la invasión musulmana de Europa oriental. El Imperio Bizantino y el Islam establecieron ahora una precaria frontera en el sur de Asia Menor.
El avance árabe llegó, por fin, a su término, pero no sin antes haber logrado la conquista de las partes del mediterráneo oriental y austral del viejo Imperio Romano. El Islam se convirtió, en verdad, en el heredero de gran parte del antiguo Imperio Romano. La dinastía omeya de Damasco gobernaba ahora un enorme imperio. Si bien esta expansión había llevado al seno del Islam una riqueza inimaginable, así como nuevos grupos étnicos, también lo puso en contacto con las civilizaciones bizantina y persa. Como resultado, el nuevo Imperio Árabe se vería influido por la cultura griega, así como por las añejas civilizaciones del antiguo Cercano Oriente. Los hija de los conquistadores serían educados de nuevas maneras y producirían una brillante cultura que, con el tiempo, influiría intelectualmente en la Europa occidental.
El Corán llamó a esta actividad «pelear por el sendero del Señor o yijad. Aunque erróneamente llamada Guerra Santa, la yijad desarrolló a partir de la tradición árabe de las incursiones tribales las cuales se permitían como una forma de canalizar las energías belicosas de las tribus beduinas. La yijad no se efectuaba con la finalidad de convertir a otros, pues la conversión al Islam era estrictamente voluntaria. A aquellos que no se convertían únicamente se les exigía que se sometieran al gobierno musulmán y que pagaran los impuestos.
Una vez unificados bajo Abu Bakr, los árabes comenzaron a dirigir sus energía, anteriormente gastada contra ellos mismos, hacia los vecinos, llevando a cabo una yijad en gran escala. Los pueblos vecinos y los persas fueron los primeros en sentir la fuerza de los recién unidos árabes. En el año 636, en Yarmuk, los musulmanes derrotaron al ejército bizantino y, en el 640, tomaron posesión en la provincia de Siria En dirección hacia el este, los árabes derrotaron a las fuerzas persas en el 637, y luego se lanzaron a la conquista de todo el Imperio Persa en el año 650. Mientras tanto, Egipto y las demás regiones del norte de África habían sido anexadas al nuevo Imperio Musulmán.
Conducidos por los califas y por una serie de brillantes generales, los árabes habían estructurado un enorme y muy motivado ejército, cuya valentía se vio estimulada por la creencia de que los guerreros musulmanes tenían garantizado un lugar en el paraíso si morían en combate.
Los primeros califas, gobernando desde Medina, organizaron los recién conquistados territorios en provincias contribuyentes. A mediados del siglo VII surgieron una vez más problemas por la sucesión del profeta, hasta que Alí, yerno de Mahoma, fue asesinado y el general Muawiya, gobernador de Siria y uno de los principales rivales de Alí, llegó a ser califa en el año 661. Muawiya fue conocido por una virtud sobresaliente: utilizaba la fuerza sólo cuando era necesario. Como dijo alguna vez, «Nunca uso mi espada cuando basta con mi látigo, ni mi látigo cuando mi lengua es suficiente”. Muawiya se movilizó para lograr que se heredara en su propia familia el título de califa, estableciendo así la dinastía Omeya. Como una de sus primeras acciones, la dinastía omeya trasladó la capital del Imperio Musulmán de Medina a Damasco, en Siria.
Esta disensión interna en torno al califato creó una división en el Islam, entre los chiítas —quienes sólo aceptaban a los descendientes de Alí, el yerno de Mahoma, como legítimos gobernantes— y los sunitas, quienes reclamaban que los descendientes de los omeyas eran los verdaderos califas. Esta ruptura ocurrida en el siglo VII ha escindido al Islam hasta el día de hoy, entre sunitas y chiitas. No obstante, la crisis interna no detuvo la expansión del Islam. Al comienzo del siglo VIII, se efectuaron nuevos ataques en ambos limites, el oriental y el occidental, del mundo mediterráneo. Tras arrasar todo el norte de Africa, los musulmanes invadieron la Europa germana al llegar a España en el año 710.
El reino visigodo —ya debilitado por las guerras internas— se derrumbó y, alrededor del 725, la mayor parte de España se había convertido en un estado musulmán, cuyo centro fue Córdoba. En el año 732, un ejército musulmán, al llevar a cabo una incursión en el sur de Francia, fue derrotado por el ejército de Carlos Martel, cerca de Poitiers. La expansión musulmana en Europa se detuvo. Mientras tanto, en el año 717 otra fuerza musulmana había lanzado un ataque naval a Constantinopla, con la esperanza de destruir el Imperio Bizantino. En la primavera del año 718, los bizantinos destruyeron la flota musulmana y salvaron al Imperio Bizantino y, de manera indirecta, a la Europa cristiana, pues sin lugar a dudas, si Constantinopla hubiese sucumbido, esto habría abierto las puertas a la invasión musulmana de Europa oriental. El Imperio Bizantino y el Islam establecieron ahora una precaria frontera en el sur de Asia Menor.
El avance árabe llegó, por fin, a su término, pero no sin antes haber logrado la conquista de las partes del mediterráneo oriental y austral del viejo Imperio Romano. El Islam se convirtió, en verdad, en el heredero de gran parte del antiguo Imperio Romano. La dinastía omeya de Damasco gobernaba ahora un enorme imperio. Si bien esta expansión había llevado al seno del Islam una riqueza inimaginable, así como nuevos grupos étnicos, también lo puso en contacto con las civilizaciones bizantina y persa. Como resultado, el nuevo Imperio Árabe se vería influido por la cultura griega, así como por las añejas civilizaciones del antiguo Cercano Oriente. Los hija de los conquistadores serían educados de nuevas maneras y producirían una brillante cultura que, con el tiempo, influiría intelectualmente en la Europa occidental.
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