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Nombre: Alforja Calasanz
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martes, marzo 10, 2009

Notas de Teología de la Educación

José Luis Corzo, escolapio
Ephemerides I.09

Los escolapios necesitamos cultivar la Teología de la Educación. Vivimos de ella, aun sin saberlo ni cultivarla conscientemente. De hecho, es ella la que aporta razones a nuestra dedicación a la escuela en el nombre del Señor; por eso es teo-logía. Pero no sería bueno dar por evidentes tales razones o por ya válidas desde Calasanz hasta hoy. Cambian las circunstancias temporales y cambia la inteligencia de nuestra fe. Por eso el próximo Capítulo General vuelve a preguntarse por nuestro ministerio y no lo hará únicamente desde las circunstancias sociales de cada Demarcación, ni desde las novedades pedagógicas que se han suscitado en el mundo, sino también desde la fe cristiana. Años atrás iniciamos en Madrid, con escaso número de asistentes, un seminario escolapio sobre Teología de la Educación (Navidad de 2000 y 2001). Tal vez ahora recobre su actualidad al hilo del próximo Capítulo, por lo que me animo a presentar mi aportación con este librito: J.L. Corzo, Jesucristo falta a clase. Notas de Teología de la Educación (Ed. PPC, Madrid 2008) 171 páginas.

Pues bien, cualquier teología de las realidades mundanas no puede pretender más revelación de Dios que su propia Presencia entre los hombres; como si fuera posible, además, entresacar de la Escritura y de la Tradición un modelo divino sindical, político, económico, familiar, pedagógico… ni parroquial siquiera.

Cuando eso se intenta se acaba por manipular ideológicamente la fe y ponerla al servicio de filosofías mundanas, transformada en una ideología más. Ha sucedido demasiadas veces en la historia como para ignorarlo. Esta teología (de genitivo) trata, más bien, de orientar al cristiano y a la Iglesia entera sobre el sentido sobrenatural de las realidades terrenas, cuya autonomía, en cambio, ha sido reconocida por el Vaticano II.

Los moldes teológicos para justificar los vínculos entre Educación y fe podrían reducirse a tres: el instrumental, que utiliza ocasionalmente el ámbito escolar para anunciar dentro de él el Evangelio y educar en la fe; el integralista, que propone un tipo de educación inspirada en el Evangelio; el dialéctico, que confronta y enriquece mutuamente los dos órdenes de realidad. Nuestro reciente eslogan evangelizar educando podría entenderse con el primer molde, pero cometeríamos un error más sutil que la pretensión integralista de poseer las claves de una divina educación (que cualquier análisis empírico desmiente).

El título de este libro, tras el desalojo judicial del crucifijo en alguna escuela española, podría significar una opinión en tal batalla, aparentemente democrática: cada uno tiene derecho a sus propios símbolos religiosos o, a ninguno, en los lugares públicos. Pero no. Anterior a tan raras sentencias contra el crucifijo, aquí no se reivindica la propiedad cristiana de la figura de Jesús, sino su carácter universal dentro del patrimonio occidental y español, en concreto. Por ello propone una nueva orientación a la clase de religión: que sea útil para todos, católicos o no, por su valor informativo y comprensivo, junto a las demás religiones de nuestro entorno. Lo pide una convivencia cada vez más plural en nuestra sociedad; pero, lo que es más, resulta necesario para poder comprender nuestras raíces, nuestras historias, nuestras obras de arte y literatura. A esta posible diaconía o servicio, más que cultural, de la Iglesia española le dedica el libro su tercera y última parte, que también implica a los laicistas.

Las otras dos partes del libro, escrito para cristianos, hacen dialogar el saber de la fe con el saber de la pedagogía. Y así nacen nuevas propuestas: el carácter de la escuela actual, en manos del Estado, no puede ser ideológico. Incrementamos este error si nuestra alternativa es crear tantas escuelas como ideologías haya en la sociedad. Por el contrario, la escuela obligatoria ha de ser el lugar común de todos. Precisamente la escuela pública de José de Calasanz nació para eso: para una igualdad real de oportunidades, porque en la lucha social el saber es un arma; de vencedores o de vencidos, a elegir.

También por eso Jesucristo falta a clase, porque hay más de 100 millones de niños sin escolarizar en el mundo y, en España, se acerca al 40 % el fracaso escolar real, que sin duda toca más a los pobres. Así que cuál sea el papel de los cristianos en la escuela parece bien claro: dar de pensar –y mucho– a los ricos, si se está con los vencedores, y dar de saber –más aún que de comer y de beber– a los pobres, si se está con los vencidos.

Pero la apuesta fundamental de estas páginas, la más teológica, consiste en tratar de dilucidar mejor por qué y cómo se relacionan la educación y la fe. Lo fácil sería asimilar ésta última con las diversas ideologías sociales y exigir el derecho de los padres cristianos a inculcarla en sus hijos. Pero la fe cristiana no es eso, sino la acogida personal del Dios que se manifiesta en medio de nuestra vida y no al margen. Y resulta que de estudiar nuestras vidas, y la realidad entera que las envuelve, se encarga precisamente la escuela. Así que ahí radica la importancia de la escuela para escuchar a Dios. Y la pastoral juvenil no debería alejarse de la escuela ni andarse por las ramas de los tiempos de ocio y los grupúsculos de aficionados, sino ahondar más desde las aulas en la realidad humana, en la que Cristo se hace presente y en la que resuena su propia voz: “conmigo lo hicisteis”. Este autor, escolapio, pedagogo y teólogo, es profesor en Madrid del Instituto Superior de Pastoral (Universidad Pontificia de Salamanca) y ha divulgado en España la escuela de Barbiana del sacerdote italiano Lorenzo Milani, quien quitó el crucifijo de su escuela parroquial con tal de que acudieran a ella los comunistas de su pueblo.

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