EL NIÑO AMIGO DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS
(2 TIM 3, 14-16)
Rafael Belda
2 – Albada, XI.08
Introducción
El P. Provincial me ha pedido una sencilla reflexión acerca de la Palabra de Dios en relación con los niños. Y me alegra poder ofrecerla en el contexto eclesial del recién concluido Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia (5-26.X.2008 / XII Asamblea General Ordinaria).
Abordar la relación entre la Palabra de Dios y los niños que el mismo Señor nos confía es un tema que supera los límites de nuestra revista provincial; requeriría ser tratado monográficamente desde distintos ámbitos. La sólida, fecunda y rica experiencia al respecto en el Oratorio de Niños Pequeños, bien merecerá -en este año de la Palabra- una de esas preciosas Jornadas de Vida Espiritual de los Niños que solemos celebrar cada dos años.
Cierto es que en la vida de la Iglesia la preocupación por el niño no ha sido siempre la misma, ni en intensidad ni en calidad. Pero también es verdad que desde los inicios se han dado elementos comunes de interés por la infancia, manifestados en la educación, la evangelización, la vida de familia y la inserción en la vida litúrgico-sacramental. La Iglesia ha considerado siempre a los niños como miembros activos de la misma. "El niño es capaz de hablar a Dios y de vivir con él", es una afirmación de los obispos franceses realizada en Lourdes, en 1975, con la que se quiso acentuar el valor del bautismo recibido incluso al poco tiempo de nacer.
Cada pequeño, a condición de que sea educado - evangelizado, puede vivir de Dios y conceder a éste un lugar privilegiado en lo más íntimo de sus actividades y de su vida. La Iglesia, en sus documentos y en sus Pastores, no ha dejado de manifestar constantemente la urgente misión de evangelizar y educar a todos los niños para que esta generación experimente la salvación que viene con Jesucristo.
Acerquémonos un poco -en estas páginas- a un hombre de la Palabra que lo fue por el trato asiduo que, desde su primera infancia, tuvo con las Sagradas Escrituras.
Un niño bíblico, amigo de la Biblia
Timoteo es un niño que parece haber sido especialmente bendecido por el Señor; poco o nada sabemos de su infancia, pero lo que Pablo nos recuerda en la IIª carta dirigida a su nombre, nos puede servir de mucho para entender qué trascendencia absoluta tiene una infancia sembrada con la Palabra de Dios.
Timoteo significa literalmente “Temeroso de Dios”. Nació en Listra, hijo de padre gentil y de una mujer judía creyente (Eunice), que se convirtió pronto al cristianismo. Parece ser que el buen testimonio de los cristianos de Listra fue el motivo por el que Pablo lo tomara por compañero y confidente en sus viajes apostólicos. Y es el mismo apóstol de los gentiles quien nos ofrece un dato importante sobre la niñez de Timoteo, de quien dice que desde pequeño se familiarizó con las Sagradas Escrituras (cf. 2 Tim 3, 14-17).
Es importante este dato por sus consecuencias educativo - pastorales. Los psicólogos modernos aseguran lo que ya la Biblia confiesa y muchos santos testifican: que lo vivido en la primera infancia marca, de manera profunda e indeleble, la vida de cada persona.
Traigamos a colación a la reina Ester, y observemos cómo, en su angustiosa y confiada oración ante Dios intercediendo por su pueblo condenado al exterminio, le recuerda al Señor que “oí desde mi infancia, en mi tribu paterna, que tú, Señor, elegiste a Israel de entre todos los pueblos, y a nuestros padres de entre todos sus mayores, para ser herencia tuya para siempre, cumpliendo en su favor cuanto dijiste ” ( Est 4, 17). Y el recuerdo de esas palabras sobre la elección de su pueblo, quedó grabado en su corazón de niña y en su mente infantil... y ahora, en el momento de la dura prueba, emergen a su memoria creyente, emocional y afectiva, y aquellas palabras de fe recibidas en la infancia le sirven como tablas de salvación en medio del naufragio de su pueblo...
La Palabra y el Amor... ‘a teneris annis’
En Timoteo podemos constatar cómo lo sembrado en la niñez, un día crece y produce frutos. El mandato de Israel en la oración del Shemá, lo dice expresamente: “¡cuéntalo a tus hijos, Israel!” (cf. Dt 6, 7). Es voluntad de Dios que los niños reciban las palabras de las Sagradas Escrituras ya desde pequeños, y muchos escolapios (religiosos y laicos) creemos que es de vital trascendencia que el niño escuche la Palabra de Dios desde la más temprana edad, igual como es vital ser alimentado, cuidado, amado desde el seno de su madre. No es acertado creer que se debe esperar a tener desarrollado completamente el nivel de comprensión lógica, o el nivel de consciencia cognitiva (o plena), o tener mayores destrezas intelectivas para dar a los niños la Palabra de Dios. En la infancia, puede que la inteligencia de los niños no alcance todavía a comprender como a los adultos nos gustaría, pero ciertamente entienden a su nivel, y la Palabra escuchada provoca una respuesta en el corazón de cada pequeño; sembrada en la tierra fértil de la infancia producirá frutos de salvación, a su tiempo. Además, el espíritu que nos habita por el Bautismo, capta, recibe, y va transformando, lenta e imperceptiblemente, el corazón de cada hijo de Dios. Incluso en los no bautizados que escuchan la Palabra, ella misma les despierta a la fe y logra entusiasmar sus corazones hasta pedir -por iniciativa propia- el Sacramento.
Cuando la Palabra es entregada y acogida, aceptada por lo que es, aunque no se comprenda completamente como es, el potencial divino que encierra produce en nosotros una auténtica transformación en Cristo, llegando a hacernos “palabra” de él, aconteciendo así la verdadera vida cristiana.
Sagradas en verdad son las Escrituras que no sólo santifican en verdad, sino que también divinizan (afirma san Cirilo de Alejandría). Podemos decir que el Señor mismo se encarna dentro de nosotros cuando aceptamos que su Palabra venga a vivir dentro de nosotros (dice rotundamente Pablo VI). Así es también como el apóstol de los gentiles engendraba a sus fieles en la fe, con la predicación de la Palabra, haciéndoles nacer a una vida nueva en Cristo por medio del Evangelio (cf. 1 Co 4, 15).
La Palabra de Dios es Palabra de amor; y el amor no es necesario comprenderlo en todos sus recovecos; lo necesario es vivirlo con la mayor intensidad posible, es decir, conocerlo experiencialmente. En el Oratorio (ONP), hemos descubierto con asombro que cada niño puede creer en la Palabra sin haberla comprendido como los adultos creemos que deberían comprenderla. El niño comprende según su nivel propio de comprensión; que este nivel no sea el nuestro (el de los adultos) no significa que no exista. La capacidad de amor y de acogida en un niño es anterior y mayor a la capacidad de comprensión intelectual; muchas veces acogen la Palabra y “se la creen” porque se sienten y se saben amados por Ella y por quienes se la transmitimos; acogen la Palabra como se acoge y se cree el amor de los padres sin explicación previa del mismo. El corazón humano tiene razones que la razón no puede comprender. Cuando los niños se sienten amados por quien le pregona la Palabra, entonces la creen, la aceptan, la aman y la guardan consintiendo a su gracia; y la misma Palabra va haciendo en el interior de cada pequeño un camino de conversión que dará fruto a su tiempo. Los niños nos han enseñado que si no hay transmisión del amor no hay transmisión de la fe. Sólo el amor es digno de fe. Dios, con el don de su Espíritu, ilumina el corazón y la razón de cada pequeño por medio de su Palabra amorosa. Todos los niños son susceptibles de esta iluminación del amor. Todos son sensibles a ella. Todos la necesitan. Todos la quieren. Todos la buscan, aún sin saberlo. A todos salva.
Desde la experiencia del Oratorio podemos afirmar que una entrega cordial de la Palabra permite a cada niño ser conducido, guiado y orientado por Ella. Les enseñamos a recordarla hasta que logra instalarse allí mismo, en el centro del ser que llamamos corazón, sede de la voluntad y centro de las decisiones. Y les va configurando en su propia vida. El valor antropológico de esta constatación es muy alto. “¡Escucha!” es el primer mandato a Israel (Dt 6, 4). ¡Somos lo que escuchamos!, y por ello, no debemos dejar de anunciar, a tiempo y a destiempo (cf. 2ª Tim 4, 2), la Palabra entre los niños especialmente.
El fruto adulto de la Palabra... ‘foelix totius vitae cursus’
Hay muchos niños que, como Timoteo, reciben la Palabra desde pequeños y van creciendo con ella. Y este crecer con la Palabra de Dios, hace que Timoteo sea, de mayor, un fiel discípulo de Pablo (cf. Hch 16, 1 y 2ª Cor 2, 13), un discípulo querido, hijo en la fe (cf. 1ª Tim 1, 2), hijo de Dios (cf. 1ª Tim 6, 11), militante de la Palabra recibida y defensor del Evangelio (cf. 1ª Tim 1, 18; 6, 12), combatiendo al enemigo con el propio testimonio de su experiencia (cf. 2ª Tim 1, 8). Un combate y un testimonio para el que se ha preparado, que ha requerido una formación desde niño, en la sana doctrina, por medio de la escucha y la lectura (cf. 1ª Tim 4, 13), lo que le ha convertido en maestro siendo discípulo, porque ahora es él el que proclama a toda hora (cf. 2ª Tim 4, 2) para que todos los hombres se salven (cf. 1ª Tim 2, 4).
Timoteo será el distribuidor de la Palabra (cf. 2ª Tim 2, 1), el evangelizador (cf. 2ª Tim 4, 5), el buen ministro (cf. 1ª Tim 4, 6) que nadie despreciará a pesar de su juventud (cf. 1ª Tim 4, 12), porque el mensaje que lleva es el mensaje que aprendió desde pequeño y que viene de Dios (cf. 2ª Tim 3, 14-16). Nada de esto habría sido posible sin la infancia creyente que Timoteo vivió; ninguno de estos frutos se habrían podido cosechar sin una siembra previa... Ésta es necesaria y, cuanto más temprana sea, mejor, porque las raíces serán más fuertes y más profundas.
Nuestros niños pueden vivir de la Palabra
En el Oratorio conocemos a niños que vibran con los episodios de la historia de la salvación y, sobre todo, cuando les hablas de Jesús, de sus palabras, sus acciones, curaciones, milagros, etc. Estos niños tienen depositada en sus corazones la semilla de la fidelidad y pueden llegar a ser perfectos pregoneros del mensaje, auténticos difusores de la Buena Noticia, verdaderos agentes de evangelización, si con ellos se hace un buen cultivo de la siembra a teneris annis, es decir una conveniente educación en la fe, desde la primera infancia, posibilitando que la Palabra crezca con ellos y en ellos.
Hay un versículo que anima e impulsa a todos los niños a una activa tarea de evangelización en la Iglesia y para el mundo: “que nadie menosprecie tus años” (1ª Tim 4, 12), el mensaje de que eres portador no es tuyo -no es una niñería-, sino de Dios, inspirado por Él (2ª Tim 3, 16).
Cuando se comunica la Palabra de Dios a los niños, se les pone ante una presencia real de Cristo -latente en el A.T., patente en el N.T.- (cf. Dei Verbum, 16), y este encuentro entre Jesús y cada niño está lleno de gracia, lleno de salvación, es unción, consuelo, luz y promesa en el corazón de cada pequeño. Con la Palabra aprenden -desde la primera infancia- a discernir el bien del mal, al tiempo que se saben habitados por Dios y aprenden a dialogar con Él en una oración hecha de espíritu y verdad. La Palabra de Dios, que es viva y eficaz (cfr. Heb 4, 12), alegra a cada niño que la recibe, pues Ella misma les hace saber que son depositarios de secretos que el Padre revela a sus pequeños (cf. Lc 10, 21). Los niños, que acogen con agrado lo que Dios les dice en el Libro, van, poco a poco, conociendo la dicha y bienaventuranza que existe entre aquellos que escuchan la Palabra y la ponen en práctica (cf. Lc 11, 28). Saben que es Palabra del Dios vivo (Jr 23, 36), del Dios de la vida verdadera. Y porque la Palabra está viva, es generadora de vida en quienes la acogen (cf. Jn 6, 63 / Hch 5, 20; 7, 38; Flp 2, 16). Los niños van aprendiendo paulatinamente que quien vive de la Palabra ninguna muerte tiene dominio sobre él (cf. Jn 8, 51). Los jóvenes que durante la infancia recibieron en su corazón, en su mente y en su espíritu la buena siembra de la Palabra, reconocen con el apóstol Pedro que sólo Jesucristo les ha dado Palabras de Vida eterna (cf . Jn 6, 68).
Dios ha elegido a los niños -y a los que son como ellos- para anunciar al mundo Su Misericordia. Los niños han conocido el Amor de Dios manifestado en Jesús; y éste es el Evangelio que están llamados a anunciar. Los niños podrán ser misioneros en la Iglesia, portadores de la Buena Noticia, porque antes fueron receptores de la Buena Nueva de la Palabra. Ojalá sean siempre acogidos, porque con ellos viene el Reino.
Rafael Belda
2 – Albada, XI.08
"Tú, en cambio, persevera en lo que aprendiste y en lo que creíste, teniendo presente de quiénes lo aprendiste, y que desde niño conoces las Sagradas Letras, que pueden darte la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia." 2 Tim 3, 14-16
Introducción
El P. Provincial me ha pedido una sencilla reflexión acerca de la Palabra de Dios en relación con los niños. Y me alegra poder ofrecerla en el contexto eclesial del recién concluido Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia (5-26.X.2008 / XII Asamblea General Ordinaria).
Abordar la relación entre la Palabra de Dios y los niños que el mismo Señor nos confía es un tema que supera los límites de nuestra revista provincial; requeriría ser tratado monográficamente desde distintos ámbitos. La sólida, fecunda y rica experiencia al respecto en el Oratorio de Niños Pequeños, bien merecerá -en este año de la Palabra- una de esas preciosas Jornadas de Vida Espiritual de los Niños que solemos celebrar cada dos años.
Cierto es que en la vida de la Iglesia la preocupación por el niño no ha sido siempre la misma, ni en intensidad ni en calidad. Pero también es verdad que desde los inicios se han dado elementos comunes de interés por la infancia, manifestados en la educación, la evangelización, la vida de familia y la inserción en la vida litúrgico-sacramental. La Iglesia ha considerado siempre a los niños como miembros activos de la misma. "El niño es capaz de hablar a Dios y de vivir con él", es una afirmación de los obispos franceses realizada en Lourdes, en 1975, con la que se quiso acentuar el valor del bautismo recibido incluso al poco tiempo de nacer.
Cada pequeño, a condición de que sea educado - evangelizado, puede vivir de Dios y conceder a éste un lugar privilegiado en lo más íntimo de sus actividades y de su vida. La Iglesia, en sus documentos y en sus Pastores, no ha dejado de manifestar constantemente la urgente misión de evangelizar y educar a todos los niños para que esta generación experimente la salvación que viene con Jesucristo.
Acerquémonos un poco -en estas páginas- a un hombre de la Palabra que lo fue por el trato asiduo que, desde su primera infancia, tuvo con las Sagradas Escrituras.
Un niño bíblico, amigo de la Biblia
Timoteo es un niño que parece haber sido especialmente bendecido por el Señor; poco o nada sabemos de su infancia, pero lo que Pablo nos recuerda en la IIª carta dirigida a su nombre, nos puede servir de mucho para entender qué trascendencia absoluta tiene una infancia sembrada con la Palabra de Dios.
Timoteo significa literalmente “Temeroso de Dios”. Nació en Listra, hijo de padre gentil y de una mujer judía creyente (Eunice), que se convirtió pronto al cristianismo. Parece ser que el buen testimonio de los cristianos de Listra fue el motivo por el que Pablo lo tomara por compañero y confidente en sus viajes apostólicos. Y es el mismo apóstol de los gentiles quien nos ofrece un dato importante sobre la niñez de Timoteo, de quien dice que desde pequeño se familiarizó con las Sagradas Escrituras (cf. 2 Tim 3, 14-17).
Es importante este dato por sus consecuencias educativo - pastorales. Los psicólogos modernos aseguran lo que ya la Biblia confiesa y muchos santos testifican: que lo vivido en la primera infancia marca, de manera profunda e indeleble, la vida de cada persona.
Traigamos a colación a la reina Ester, y observemos cómo, en su angustiosa y confiada oración ante Dios intercediendo por su pueblo condenado al exterminio, le recuerda al Señor que “oí desde mi infancia, en mi tribu paterna, que tú, Señor, elegiste a Israel de entre todos los pueblos, y a nuestros padres de entre todos sus mayores, para ser herencia tuya para siempre, cumpliendo en su favor cuanto dijiste ” ( Est 4, 17). Y el recuerdo de esas palabras sobre la elección de su pueblo, quedó grabado en su corazón de niña y en su mente infantil... y ahora, en el momento de la dura prueba, emergen a su memoria creyente, emocional y afectiva, y aquellas palabras de fe recibidas en la infancia le sirven como tablas de salvación en medio del naufragio de su pueblo...
La Palabra y el Amor... ‘a teneris annis’
En Timoteo podemos constatar cómo lo sembrado en la niñez, un día crece y produce frutos. El mandato de Israel en la oración del Shemá, lo dice expresamente: “¡cuéntalo a tus hijos, Israel!” (cf. Dt 6, 7). Es voluntad de Dios que los niños reciban las palabras de las Sagradas Escrituras ya desde pequeños, y muchos escolapios (religiosos y laicos) creemos que es de vital trascendencia que el niño escuche la Palabra de Dios desde la más temprana edad, igual como es vital ser alimentado, cuidado, amado desde el seno de su madre. No es acertado creer que se debe esperar a tener desarrollado completamente el nivel de comprensión lógica, o el nivel de consciencia cognitiva (o plena), o tener mayores destrezas intelectivas para dar a los niños la Palabra de Dios. En la infancia, puede que la inteligencia de los niños no alcance todavía a comprender como a los adultos nos gustaría, pero ciertamente entienden a su nivel, y la Palabra escuchada provoca una respuesta en el corazón de cada pequeño; sembrada en la tierra fértil de la infancia producirá frutos de salvación, a su tiempo. Además, el espíritu que nos habita por el Bautismo, capta, recibe, y va transformando, lenta e imperceptiblemente, el corazón de cada hijo de Dios. Incluso en los no bautizados que escuchan la Palabra, ella misma les despierta a la fe y logra entusiasmar sus corazones hasta pedir -por iniciativa propia- el Sacramento.
Cuando la Palabra es entregada y acogida, aceptada por lo que es, aunque no se comprenda completamente como es, el potencial divino que encierra produce en nosotros una auténtica transformación en Cristo, llegando a hacernos “palabra” de él, aconteciendo así la verdadera vida cristiana.
Sagradas en verdad son las Escrituras que no sólo santifican en verdad, sino que también divinizan (afirma san Cirilo de Alejandría). Podemos decir que el Señor mismo se encarna dentro de nosotros cuando aceptamos que su Palabra venga a vivir dentro de nosotros (dice rotundamente Pablo VI). Así es también como el apóstol de los gentiles engendraba a sus fieles en la fe, con la predicación de la Palabra, haciéndoles nacer a una vida nueva en Cristo por medio del Evangelio (cf. 1 Co 4, 15).
La Palabra de Dios es Palabra de amor; y el amor no es necesario comprenderlo en todos sus recovecos; lo necesario es vivirlo con la mayor intensidad posible, es decir, conocerlo experiencialmente. En el Oratorio (ONP), hemos descubierto con asombro que cada niño puede creer en la Palabra sin haberla comprendido como los adultos creemos que deberían comprenderla. El niño comprende según su nivel propio de comprensión; que este nivel no sea el nuestro (el de los adultos) no significa que no exista. La capacidad de amor y de acogida en un niño es anterior y mayor a la capacidad de comprensión intelectual; muchas veces acogen la Palabra y “se la creen” porque se sienten y se saben amados por Ella y por quienes se la transmitimos; acogen la Palabra como se acoge y se cree el amor de los padres sin explicación previa del mismo. El corazón humano tiene razones que la razón no puede comprender. Cuando los niños se sienten amados por quien le pregona la Palabra, entonces la creen, la aceptan, la aman y la guardan consintiendo a su gracia; y la misma Palabra va haciendo en el interior de cada pequeño un camino de conversión que dará fruto a su tiempo. Los niños nos han enseñado que si no hay transmisión del amor no hay transmisión de la fe. Sólo el amor es digno de fe. Dios, con el don de su Espíritu, ilumina el corazón y la razón de cada pequeño por medio de su Palabra amorosa. Todos los niños son susceptibles de esta iluminación del amor. Todos son sensibles a ella. Todos la necesitan. Todos la quieren. Todos la buscan, aún sin saberlo. A todos salva.
Desde la experiencia del Oratorio podemos afirmar que una entrega cordial de la Palabra permite a cada niño ser conducido, guiado y orientado por Ella. Les enseñamos a recordarla hasta que logra instalarse allí mismo, en el centro del ser que llamamos corazón, sede de la voluntad y centro de las decisiones. Y les va configurando en su propia vida. El valor antropológico de esta constatación es muy alto. “¡Escucha!” es el primer mandato a Israel (Dt 6, 4). ¡Somos lo que escuchamos!, y por ello, no debemos dejar de anunciar, a tiempo y a destiempo (cf. 2ª Tim 4, 2), la Palabra entre los niños especialmente.
El fruto adulto de la Palabra... ‘foelix totius vitae cursus’
Hay muchos niños que, como Timoteo, reciben la Palabra desde pequeños y van creciendo con ella. Y este crecer con la Palabra de Dios, hace que Timoteo sea, de mayor, un fiel discípulo de Pablo (cf. Hch 16, 1 y 2ª Cor 2, 13), un discípulo querido, hijo en la fe (cf. 1ª Tim 1, 2), hijo de Dios (cf. 1ª Tim 6, 11), militante de la Palabra recibida y defensor del Evangelio (cf. 1ª Tim 1, 18; 6, 12), combatiendo al enemigo con el propio testimonio de su experiencia (cf. 2ª Tim 1, 8). Un combate y un testimonio para el que se ha preparado, que ha requerido una formación desde niño, en la sana doctrina, por medio de la escucha y la lectura (cf. 1ª Tim 4, 13), lo que le ha convertido en maestro siendo discípulo, porque ahora es él el que proclama a toda hora (cf. 2ª Tim 4, 2) para que todos los hombres se salven (cf. 1ª Tim 2, 4).
Timoteo será el distribuidor de la Palabra (cf. 2ª Tim 2, 1), el evangelizador (cf. 2ª Tim 4, 5), el buen ministro (cf. 1ª Tim 4, 6) que nadie despreciará a pesar de su juventud (cf. 1ª Tim 4, 12), porque el mensaje que lleva es el mensaje que aprendió desde pequeño y que viene de Dios (cf. 2ª Tim 3, 14-16). Nada de esto habría sido posible sin la infancia creyente que Timoteo vivió; ninguno de estos frutos se habrían podido cosechar sin una siembra previa... Ésta es necesaria y, cuanto más temprana sea, mejor, porque las raíces serán más fuertes y más profundas.
Nuestros niños pueden vivir de la Palabra
En el Oratorio conocemos a niños que vibran con los episodios de la historia de la salvación y, sobre todo, cuando les hablas de Jesús, de sus palabras, sus acciones, curaciones, milagros, etc. Estos niños tienen depositada en sus corazones la semilla de la fidelidad y pueden llegar a ser perfectos pregoneros del mensaje, auténticos difusores de la Buena Noticia, verdaderos agentes de evangelización, si con ellos se hace un buen cultivo de la siembra a teneris annis, es decir una conveniente educación en la fe, desde la primera infancia, posibilitando que la Palabra crezca con ellos y en ellos.
Hay un versículo que anima e impulsa a todos los niños a una activa tarea de evangelización en la Iglesia y para el mundo: “que nadie menosprecie tus años” (1ª Tim 4, 12), el mensaje de que eres portador no es tuyo -no es una niñería-, sino de Dios, inspirado por Él (2ª Tim 3, 16).
Cuando se comunica la Palabra de Dios a los niños, se les pone ante una presencia real de Cristo -latente en el A.T., patente en el N.T.- (cf. Dei Verbum, 16), y este encuentro entre Jesús y cada niño está lleno de gracia, lleno de salvación, es unción, consuelo, luz y promesa en el corazón de cada pequeño. Con la Palabra aprenden -desde la primera infancia- a discernir el bien del mal, al tiempo que se saben habitados por Dios y aprenden a dialogar con Él en una oración hecha de espíritu y verdad. La Palabra de Dios, que es viva y eficaz (cfr. Heb 4, 12), alegra a cada niño que la recibe, pues Ella misma les hace saber que son depositarios de secretos que el Padre revela a sus pequeños (cf. Lc 10, 21). Los niños, que acogen con agrado lo que Dios les dice en el Libro, van, poco a poco, conociendo la dicha y bienaventuranza que existe entre aquellos que escuchan la Palabra y la ponen en práctica (cf. Lc 11, 28). Saben que es Palabra del Dios vivo (Jr 23, 36), del Dios de la vida verdadera. Y porque la Palabra está viva, es generadora de vida en quienes la acogen (cf. Jn 6, 63 / Hch 5, 20; 7, 38; Flp 2, 16). Los niños van aprendiendo paulatinamente que quien vive de la Palabra ninguna muerte tiene dominio sobre él (cf. Jn 8, 51). Los jóvenes que durante la infancia recibieron en su corazón, en su mente y en su espíritu la buena siembra de la Palabra, reconocen con el apóstol Pedro que sólo Jesucristo les ha dado Palabras de Vida eterna (cf . Jn 6, 68).
Dios ha elegido a los niños -y a los que son como ellos- para anunciar al mundo Su Misericordia. Los niños han conocido el Amor de Dios manifestado en Jesús; y éste es el Evangelio que están llamados a anunciar. Los niños podrán ser misioneros en la Iglesia, portadores de la Buena Noticia, porque antes fueron receptores de la Buena Nueva de la Palabra. Ojalá sean siempre acogidos, porque con ellos viene el Reino.
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