Testimonio sobre el Chinchachoma
Eduardo Zarza
Hogares Calasanz (N° 42; III.IV, 2009)
Disfruten algo más acerca de este gran personaje, el Chinchachoma, que inspiró la creación de obras como la nuestra. Gracias a Eduardo por su testimonio y por su credo.
Se había ponchado la llanta del carro y él desesperado no quería que yo cambiara la llanta.
¡Agarra un taxi, hijo, vámonos!
En lo que cambié la llanta él ya se había encontrado un chavo, justo en el lugar y en donde habíamos quedado y en ese justo momento.
Estaban los dos en el suelo con las caras enfrente, agarrados de las nucas.
Y dice: Qué bueno que se ha ponchado la llanta porque este chavo va a volver a los hogares mañana.
Eran una cantidad de anécdotas y, entre tantas, una que él contaba:
Había denunciado, en un programa de radio que compartió con Gerardo Canseco, con Emma Godoy y con otros, la muerte por tortura de un niño de la calle. Eso había llegado a oídos del entonces jefe de la policía de México Arturo Durazo Moreno.
Al negro Durazo, asesorado quién sabe por quien, se le había ocurrido el contraataque: invitar a un evento público que iba ser trasmitido por radio en la misma estación donde se había trasmitido la denuncia.
Ya se imaginarán el discurso de Durazo:
Padre Chinchachoma
He escuchado la denuncia la denuncia que usted ha expresado a través de los medios de comunicación. Preocupado, he tomado el caso en mis manos para que se aplique todo el peso de la ley, caiga quien caiga. –ya se lo saben, “caiga quien caiga”- pero hemos llegado a la conclusión de que usted estuvo mal informado. A ese niño no lo mataron…
El Chinchachoma, a quien habían sentado hasta la última mesa, quien tenía la costumbre de ir siempre acompañado de sus hijos a cualquier lugar donde lo invitaban, decía: yo pensaba en el chavo, se me subió un encabronamiento divino.
Se levanta, se sube al templete, atraviesa todo el presidium, arrebata el micrófono de Durazo y dice:
¡Usted dirá lo que diga señor Durazo, pero a ese niño lo mataron!
Pero la historia no termina ahí, sino bellamente termina en esa noche.
Con toda la espiritualidad, con toda la profundidad y la capacidad de oración y devoción de la que él era capaz celebra su misa con profundo amor por Durazo, no por el niño.
En el corazón de Chincha cabía el oprimido y el opresor. Él sabía que entre el golpeador y el golpeado mediaba una placa de policía pero, en el temor y en la miseria del uno y el otro, había exactamente lo mismo. Los dos merecían la compasión y el cariño.
Y hablo de este gesto, entre otros que pude haber escogido, porque fue un gesto no adjetivado, ni exagerado. Fue auténtico.
Es maravilloso hablar de él porque te da un efecto de innovación impresionante, el efecto Caruso, dicen los cantantes de ópera. Antes de Caruso ningún cantante me lo recuerda, pero después de Caruso no hay ninguno que no me lo recuerde. Antes del Chinchachoma, hablar de los niños de la calle de la Ciudad de México… él puso el tema sobre la mesa. No había instituciones dedicadas a estos niños. Después de Chinchachoma, no hay ninguna de ellas que pueda no hacer referencia al trabajo de este hombre que entregó su vida a los niños de la calle que, por cierto, antes decidió ser él mismo un niño de la calle.
La Historia de la Iglesia está escrita en clave de una tensión: la dialéctica del rey y del profeta.
Este profetismo es lo que hace relevante este libro.
El infierno de un arquitecto es vivir toda la eternidad en las obras que el construyó.
El infierno de una persona de radio será escuchar sus propios programas de radio por toda una eternidad.
El infierno de un autor es leerse eternamente.
Y este es un libro que soporta la prueba de la eternidad. Porque refiere lo definitivo. Es un libro que da cuenta de lo que daba cuenta el profetismo del Chinchachoma que es precisamente hablar del amor definitivo.
Este profetismo es lo que hace relevante este libro.
La tensión entre carisma e institución es la historia de la Iglesia. No hay lo uno sin lo otro.
El carisma sin institución se evapora. La institución sin carisma es el infierno burocrático en el cual muchas veces vemos sumida a la Iglesia en México y en el mundo. Y a esa Iglesia que a veces reduce el Evangelio a un código de derecho canónico, que burocratiza, que se pierde de todo lo del Espíritu por fundirse en las reglas, le hace falta de cuando en cuando un profeta, que no es el que adivina el futuro, sino quien pone delante de nuestros ojos el Evangelio vivo. Y esto fue el Chinchachoma. Lo fue para la Iglesia, lo fue para la Orden, lo fue para México. Y tenía una manera muy singular de entender y vivir el Evangelio. Lo expresa muy bien el libro y lo expresa él en uno de sus libros: El Cristo del Chinchachoma.
Yo les voy a referir esto en una historia pequeñita:
Con una fama de mocho que me he cargado en los últimos años, un amigo acudió a mí porque un enfermo le pidió que le llevara un padre. Le conseguí uno pero después me dio un recado del enfermito que decía: “Ese no, uno bueno”.
Yo le advertí: mira, va a venir el Chinchachoma, pero te lo advierto, no va a venir a compadecerte, no te va a caer muy bien, ni te va a apapachar. ¿Quieres que venga?
Que sí.
Pasé por el Chinchachoma.
Por su puesto, sus calcetines con sudor ya habían empañado el parabrisas de mi carro, maravillosamente, le colgaba sopa de las barbas… Como era bien hiperquinético se desesperaba, ya quería llegar. Ya aquí es, aquí adelantito. Abría la puerta antes. ¡Ya pues!
-Pérese, todavía no me estaciono… Entra a la casa. Sube las escaleras de dos en dos y de tres en tres peldaños. ¡Pom, pom!, se cimbraba la casa. Y allá arriba estaba el pobre hombre, todo flaquito, con un cáncer ya terminal.
Lo primero que hace el Chinchachoma es verlo y decirle: ¡Felicidades hijo!
Yo dije: ahí los dejo, ahí lo confiesa. El hijo del enfermo se me quedaba viendo y el Chincha me dijo: no hijo, quédate.
Una hora y cuarto. Prácticamente, vi al enfermo transformarse. Todo lo que les pasa a los enfermos moribundos, todas esas etapas, de pasar de una gran rebeldía y enojo, de un intento de negación y una terrible depresión, a la esperanza. Se lo prometo, yo lo vi como si fuera una plastilina ese enfermo transformándose.
Y todavía, cuando llevé al padre a su casa le dije: es que ¡éste es un gran don!
Su respuesta:
Vale madres.
Porque los dones, hijo, si no te sirven para amar de nada sirven.
Y dónde que era un hombre dotado para adivinar la psicología del que tenía enfrente. Pero no importaba porque el don sólo valía para el servicio.
La Teología del Chincha era muy simple: Dios creó al mundo, engendró al hombre libre y engendró a la víctima también, pero se hizo responsable de ella. Y al último le vino a decir ya no eres el último, se puso en su lugar, yo estoy aquí y juntos vamos hacia arriba. Y entre todos los escupidos y abandonados del planeta su preferido fue obviamente el niño de la calle.
Si esta expresión no nos cimbra tanto, piensen lo que significa la ternura, la fragilidad, la belleza de ese niño ante la hostilidad, ante la barbarie, ante la impersonalidad.
Él prefería a ese…
… niño sin niño, lustrabotas y ratero,
que se vende en piezas o entero
como onza de chocolate,
que ronda la calle mientras el día la ronde
y por las noches se esconde para que no le maten.
En la biografía de ellos nos vimos reflejados todos porque todos tenemos la necesidad de ser engendrados en el amor. Porque la historia psicológica del niño de la calle es una metáfora de la nuestra propia, porque en las situaciones más extremas de la vida es donde más hemos aprendido sobre el ser humano.
Tuvo como nadie la libertad de los hijos de Dios. De veras, de veras no le temía a nada.
Le encantaba provocar.
Una vez tuve el honor de entrevistarlo en radio y dijo: yo me voy a morir de lo que quiera, en donde yo quiera y el día en que yo quiera.
Entonces yo aproveché: ¡vamos a un corte si usted quiere saber por qué!
El padre realmente había entregado su voluntad a la Voluntad de Dios. Por eso decía: de lo que quiera Él yo quiero, donde quiera Él yo quiero y cuando quiera Él yo quiero.
Y eso era lo que le permitía tener esa libertad, esa enorme fe.
Su fe era tal que le costaba entender que había quienes no teníamos su fe.
La envidiamos pero no la tenemos.
Y entonces nos decía él:
Es que Dios es tan grande que no lo podemos confundir con la fe. La fe es una imagen de Dios.
Dios está más allá de nuestra imagen, de nuestra idea de Dios. Por eso es Dios.
Y a veces nos hacía confundir a quienes íbamos a sus retiros. Yo tuve la oportunidad de vivir muchos retiros con él y a veces nos confundía. A veces honestamente uno confundía creía y pensaba que era Dios mismo quien nos estaba hablando a través de la boca de este osado sacerdote callejero.
Movido por este hombre que me tocó la vida, que me cambió mi imagen de Dios y que al cambiar mi imagen de Dios cambió mi vida misma, porque cuando uno cambia su imagen de Dios cambia su vida.
Por eso digo que se le puede llamar padre porque a mí y a muchos, a miles de personas las tocó. Y no estoy hablando sólo de sus hijos, de los habitantes de hogares, sino de muchos otros que tenemos el derecho de considerarnos sus hijos.
Conmovido por el modo como él me tocó escribí un credo pequeñito y con éste cierro mi presentación. Estaba dedicado a él y contiene algo que el libro contiene menos que es la Teología del Chinchachoma. Porque ¡aguas! el Chinchachoma tenía una gran capacidad intelectual y de profundidad, que no es lo más importante en él, como decía de los dones, eso no importaba si no era para el bien del prójimo. Es la Teología Chinchachómica.
Creo en un solo Dios abandonado y obsoleto,
decididamente disfuncional
en un viejo que sostiene terca y silenciosamente lo que ya nadie cree
en un Dios empecinado que sigue creyendo en la fidelidad,
en el desinterés, en el amor, en el hombre.
Mi Dios sigue creyendo en los milagros, en los experimentos, en lo sublime de lo cotidiano.
Después de tantos años se sigue asombrando de los niños, se enamora de las canciones, de los atardeceres y todo le divierte.
Creo en un Dios débil atrapado en sus pasiones, insatisfecho en su perfección, por eso creó el tiempo e hizo el universo, por eso disfruta tanto de su creación y se esconde detrás de la desolación, del pan, de la oscuridad nocturna y de la luz que es su sombra. Está loco mi Dios.
Por amor a la nada renunció a la perfección, a su condición divina y es especialmente débil frente la libertad humana, por eso la sigue respetando a pesar de tantas evidencias y tanto sufrimiento.
Yo creo en un Dios poco serio, que le gana la risa por cualquier cosa, que se enternece con mis hijos y con mi esposa, que se pasa todo el tiempo riendo hasta de lo más terrible que no se toma en serio ni a la muerte y que nos dice que no vale la pena preocuparnos, ni por vivir.
Mi vida está en manos de un Dios incomprensible, de reacciones caprichosas e insondables, un Dios que temieron los judíos, que aplastó por completo a los egipcios y que se llevó a Pepe y a Marta, mi hermana.
Creo en un Dios inoportuno, que llega donde nadie lo ha llamado, nos habla justo cuando ya no lo esperábamos y va donde no lo invitan.
Además, un molesto, altisonante, se cuela en las líneas de los libros, y está al filo de los libros.
Va siempre a las fiestas de los agnósticos, y a la conciencia de los despreocupados.
Irrumpe en los sueños del ateo y en los descuidos del estoico.
Dios es el silencio de nuestras mejores melodías por eso necesitamos tanto ruido: para no escucharlo.
Mi Dios está en el delirio de los drogadictos, habla por las noches con los traficantes, come con las manos sucias frente a los fariseos, le encanta predicar en sábado y escandaliza las buenas conciencias, aparece vestido en harapos en las cenas de sociedad y les arruina la fiesta.
Mi Dios no entiende nada de urbanidad. ¡Qué diría Carreño de mi Dios!
Mi Dios fue injusto al repartir. Quizás estaba distraído.
Nos puso a vivir juntos en la misma familia. Engendró virtuosos y desafinados. Mujeres bellas y feas. Creó el desierto y la selva, enfermos y saludables, opulentos y oprimidos, hizo recipientes secos y otros rebozados.
Quizás pensó que a sus años nos repartiríamos la herencia como hermanos.
Creo en un Dios travieso, divertido, que se le esconde a los teólogos y se le aparece a los borrachos.
Que se disfraza de preso, de mendigo… algunas veces hasta de obispo.
Enferma a veces a mis padres y congrega a mis hermanos.
Creo en un Dios justo en el juicio.
Que no levanta a quien no opta por el lodo y que castiga al que atesora dejándole el tesoro que deja solo al que intenta se salvar solo y que sólo salva al que en amor se pierde.
Creo en un Dios obsesivo responsable, consciente y conmovido por el desastre que sabía que su creatura el hombre libre…
Es padre del malvado. Y el malvado, para serlo, requiere de la víctima.
Por eso se hizo el más golpeado de los miserables, el peor ultrajado, el Verbo se hizo carne.
Convirtió al último en penúltimo y Él se puso allí: en el peor sitio. No hay dolor que lo supere.
Dios está realmente con nosotros. Creo en un Dios raro que jamás tomó partido.
Que entendió también el misterio del perverso, que ama a Hitler, que comprende su vacío, se compadece de su miedo y su desesperación.
Dios ama junto con el violado al violador, con el muerto al asesino. Nos ama a todos.
No actúa solo, ni redime, ni salva, ni consuela solo, ni siquiera quiere quedarse solo en el amor al malvado.
En su pasión por mis enemigos. Prefirió crear cómplices. Hacernos sensibles.
No nos encerró en un esqueleto externo como a los caracoles.
Nos dejó abiertos. Quiso invitarnos de instrumentos.
Mi Dios es paradójico. Ama misteriosamente, al revés, generando este desastre que sólo se redime en la locura del amor.
Creo en un Dios tan misterioso que cree en mí.
Hogares Calasanz (N° 42; III.IV, 2009)
Disfruten algo más acerca de este gran personaje, el Chinchachoma, que inspiró la creación de obras como la nuestra. Gracias a Eduardo por su testimonio y por su credo.
Se había ponchado la llanta del carro y él desesperado no quería que yo cambiara la llanta.
¡Agarra un taxi, hijo, vámonos!
En lo que cambié la llanta él ya se había encontrado un chavo, justo en el lugar y en donde habíamos quedado y en ese justo momento.
Estaban los dos en el suelo con las caras enfrente, agarrados de las nucas.
Y dice: Qué bueno que se ha ponchado la llanta porque este chavo va a volver a los hogares mañana.
Eran una cantidad de anécdotas y, entre tantas, una que él contaba:
Había denunciado, en un programa de radio que compartió con Gerardo Canseco, con Emma Godoy y con otros, la muerte por tortura de un niño de la calle. Eso había llegado a oídos del entonces jefe de la policía de México Arturo Durazo Moreno.
Al negro Durazo, asesorado quién sabe por quien, se le había ocurrido el contraataque: invitar a un evento público que iba ser trasmitido por radio en la misma estación donde se había trasmitido la denuncia.
Ya se imaginarán el discurso de Durazo:
Padre Chinchachoma
He escuchado la denuncia la denuncia que usted ha expresado a través de los medios de comunicación. Preocupado, he tomado el caso en mis manos para que se aplique todo el peso de la ley, caiga quien caiga. –ya se lo saben, “caiga quien caiga”- pero hemos llegado a la conclusión de que usted estuvo mal informado. A ese niño no lo mataron…
El Chinchachoma, a quien habían sentado hasta la última mesa, quien tenía la costumbre de ir siempre acompañado de sus hijos a cualquier lugar donde lo invitaban, decía: yo pensaba en el chavo, se me subió un encabronamiento divino.
Se levanta, se sube al templete, atraviesa todo el presidium, arrebata el micrófono de Durazo y dice:
¡Usted dirá lo que diga señor Durazo, pero a ese niño lo mataron!
Pero la historia no termina ahí, sino bellamente termina en esa noche.
Con toda la espiritualidad, con toda la profundidad y la capacidad de oración y devoción de la que él era capaz celebra su misa con profundo amor por Durazo, no por el niño.
En el corazón de Chincha cabía el oprimido y el opresor. Él sabía que entre el golpeador y el golpeado mediaba una placa de policía pero, en el temor y en la miseria del uno y el otro, había exactamente lo mismo. Los dos merecían la compasión y el cariño.
Y hablo de este gesto, entre otros que pude haber escogido, porque fue un gesto no adjetivado, ni exagerado. Fue auténtico.
Es maravilloso hablar de él porque te da un efecto de innovación impresionante, el efecto Caruso, dicen los cantantes de ópera. Antes de Caruso ningún cantante me lo recuerda, pero después de Caruso no hay ninguno que no me lo recuerde. Antes del Chinchachoma, hablar de los niños de la calle de la Ciudad de México… él puso el tema sobre la mesa. No había instituciones dedicadas a estos niños. Después de Chinchachoma, no hay ninguna de ellas que pueda no hacer referencia al trabajo de este hombre que entregó su vida a los niños de la calle que, por cierto, antes decidió ser él mismo un niño de la calle.
La Historia de la Iglesia está escrita en clave de una tensión: la dialéctica del rey y del profeta.
Este profetismo es lo que hace relevante este libro.
El infierno de un arquitecto es vivir toda la eternidad en las obras que el construyó.
El infierno de una persona de radio será escuchar sus propios programas de radio por toda una eternidad.
El infierno de un autor es leerse eternamente.
Y este es un libro que soporta la prueba de la eternidad. Porque refiere lo definitivo. Es un libro que da cuenta de lo que daba cuenta el profetismo del Chinchachoma que es precisamente hablar del amor definitivo.
Este profetismo es lo que hace relevante este libro.
La tensión entre carisma e institución es la historia de la Iglesia. No hay lo uno sin lo otro.
El carisma sin institución se evapora. La institución sin carisma es el infierno burocrático en el cual muchas veces vemos sumida a la Iglesia en México y en el mundo. Y a esa Iglesia que a veces reduce el Evangelio a un código de derecho canónico, que burocratiza, que se pierde de todo lo del Espíritu por fundirse en las reglas, le hace falta de cuando en cuando un profeta, que no es el que adivina el futuro, sino quien pone delante de nuestros ojos el Evangelio vivo. Y esto fue el Chinchachoma. Lo fue para la Iglesia, lo fue para la Orden, lo fue para México. Y tenía una manera muy singular de entender y vivir el Evangelio. Lo expresa muy bien el libro y lo expresa él en uno de sus libros: El Cristo del Chinchachoma.
Yo les voy a referir esto en una historia pequeñita:
Con una fama de mocho que me he cargado en los últimos años, un amigo acudió a mí porque un enfermo le pidió que le llevara un padre. Le conseguí uno pero después me dio un recado del enfermito que decía: “Ese no, uno bueno”.
Yo le advertí: mira, va a venir el Chinchachoma, pero te lo advierto, no va a venir a compadecerte, no te va a caer muy bien, ni te va a apapachar. ¿Quieres que venga?
Que sí.
Pasé por el Chinchachoma.
Por su puesto, sus calcetines con sudor ya habían empañado el parabrisas de mi carro, maravillosamente, le colgaba sopa de las barbas… Como era bien hiperquinético se desesperaba, ya quería llegar. Ya aquí es, aquí adelantito. Abría la puerta antes. ¡Ya pues!
-Pérese, todavía no me estaciono… Entra a la casa. Sube las escaleras de dos en dos y de tres en tres peldaños. ¡Pom, pom!, se cimbraba la casa. Y allá arriba estaba el pobre hombre, todo flaquito, con un cáncer ya terminal.
Lo primero que hace el Chinchachoma es verlo y decirle: ¡Felicidades hijo!
Yo dije: ahí los dejo, ahí lo confiesa. El hijo del enfermo se me quedaba viendo y el Chincha me dijo: no hijo, quédate.
Una hora y cuarto. Prácticamente, vi al enfermo transformarse. Todo lo que les pasa a los enfermos moribundos, todas esas etapas, de pasar de una gran rebeldía y enojo, de un intento de negación y una terrible depresión, a la esperanza. Se lo prometo, yo lo vi como si fuera una plastilina ese enfermo transformándose.
Y todavía, cuando llevé al padre a su casa le dije: es que ¡éste es un gran don!
Su respuesta:
Vale madres.
Porque los dones, hijo, si no te sirven para amar de nada sirven.
Y dónde que era un hombre dotado para adivinar la psicología del que tenía enfrente. Pero no importaba porque el don sólo valía para el servicio.
La Teología del Chincha era muy simple: Dios creó al mundo, engendró al hombre libre y engendró a la víctima también, pero se hizo responsable de ella. Y al último le vino a decir ya no eres el último, se puso en su lugar, yo estoy aquí y juntos vamos hacia arriba. Y entre todos los escupidos y abandonados del planeta su preferido fue obviamente el niño de la calle.
Si esta expresión no nos cimbra tanto, piensen lo que significa la ternura, la fragilidad, la belleza de ese niño ante la hostilidad, ante la barbarie, ante la impersonalidad.
Él prefería a ese…
… niño sin niño, lustrabotas y ratero,
que se vende en piezas o entero
como onza de chocolate,
que ronda la calle mientras el día la ronde
y por las noches se esconde para que no le maten.
En la biografía de ellos nos vimos reflejados todos porque todos tenemos la necesidad de ser engendrados en el amor. Porque la historia psicológica del niño de la calle es una metáfora de la nuestra propia, porque en las situaciones más extremas de la vida es donde más hemos aprendido sobre el ser humano.
Tuvo como nadie la libertad de los hijos de Dios. De veras, de veras no le temía a nada.
Le encantaba provocar.
Una vez tuve el honor de entrevistarlo en radio y dijo: yo me voy a morir de lo que quiera, en donde yo quiera y el día en que yo quiera.
Entonces yo aproveché: ¡vamos a un corte si usted quiere saber por qué!
El padre realmente había entregado su voluntad a la Voluntad de Dios. Por eso decía: de lo que quiera Él yo quiero, donde quiera Él yo quiero y cuando quiera Él yo quiero.
Y eso era lo que le permitía tener esa libertad, esa enorme fe.
Su fe era tal que le costaba entender que había quienes no teníamos su fe.
La envidiamos pero no la tenemos.
Y entonces nos decía él:
Es que Dios es tan grande que no lo podemos confundir con la fe. La fe es una imagen de Dios.
Dios está más allá de nuestra imagen, de nuestra idea de Dios. Por eso es Dios.
Y a veces nos hacía confundir a quienes íbamos a sus retiros. Yo tuve la oportunidad de vivir muchos retiros con él y a veces nos confundía. A veces honestamente uno confundía creía y pensaba que era Dios mismo quien nos estaba hablando a través de la boca de este osado sacerdote callejero.
Movido por este hombre que me tocó la vida, que me cambió mi imagen de Dios y que al cambiar mi imagen de Dios cambió mi vida misma, porque cuando uno cambia su imagen de Dios cambia su vida.
Por eso digo que se le puede llamar padre porque a mí y a muchos, a miles de personas las tocó. Y no estoy hablando sólo de sus hijos, de los habitantes de hogares, sino de muchos otros que tenemos el derecho de considerarnos sus hijos.
Conmovido por el modo como él me tocó escribí un credo pequeñito y con éste cierro mi presentación. Estaba dedicado a él y contiene algo que el libro contiene menos que es la Teología del Chinchachoma. Porque ¡aguas! el Chinchachoma tenía una gran capacidad intelectual y de profundidad, que no es lo más importante en él, como decía de los dones, eso no importaba si no era para el bien del prójimo. Es la Teología Chinchachómica.
Creo en un solo Dios abandonado y obsoleto,
decididamente disfuncional
en un viejo que sostiene terca y silenciosamente lo que ya nadie cree
en un Dios empecinado que sigue creyendo en la fidelidad,
en el desinterés, en el amor, en el hombre.
Mi Dios sigue creyendo en los milagros, en los experimentos, en lo sublime de lo cotidiano.
Después de tantos años se sigue asombrando de los niños, se enamora de las canciones, de los atardeceres y todo le divierte.
Creo en un Dios débil atrapado en sus pasiones, insatisfecho en su perfección, por eso creó el tiempo e hizo el universo, por eso disfruta tanto de su creación y se esconde detrás de la desolación, del pan, de la oscuridad nocturna y de la luz que es su sombra. Está loco mi Dios.
Por amor a la nada renunció a la perfección, a su condición divina y es especialmente débil frente la libertad humana, por eso la sigue respetando a pesar de tantas evidencias y tanto sufrimiento.
Yo creo en un Dios poco serio, que le gana la risa por cualquier cosa, que se enternece con mis hijos y con mi esposa, que se pasa todo el tiempo riendo hasta de lo más terrible que no se toma en serio ni a la muerte y que nos dice que no vale la pena preocuparnos, ni por vivir.
Mi vida está en manos de un Dios incomprensible, de reacciones caprichosas e insondables, un Dios que temieron los judíos, que aplastó por completo a los egipcios y que se llevó a Pepe y a Marta, mi hermana.
Creo en un Dios inoportuno, que llega donde nadie lo ha llamado, nos habla justo cuando ya no lo esperábamos y va donde no lo invitan.
Además, un molesto, altisonante, se cuela en las líneas de los libros, y está al filo de los libros.
Va siempre a las fiestas de los agnósticos, y a la conciencia de los despreocupados.
Irrumpe en los sueños del ateo y en los descuidos del estoico.
Dios es el silencio de nuestras mejores melodías por eso necesitamos tanto ruido: para no escucharlo.
Mi Dios está en el delirio de los drogadictos, habla por las noches con los traficantes, come con las manos sucias frente a los fariseos, le encanta predicar en sábado y escandaliza las buenas conciencias, aparece vestido en harapos en las cenas de sociedad y les arruina la fiesta.
Mi Dios no entiende nada de urbanidad. ¡Qué diría Carreño de mi Dios!
Mi Dios fue injusto al repartir. Quizás estaba distraído.
Nos puso a vivir juntos en la misma familia. Engendró virtuosos y desafinados. Mujeres bellas y feas. Creó el desierto y la selva, enfermos y saludables, opulentos y oprimidos, hizo recipientes secos y otros rebozados.
Quizás pensó que a sus años nos repartiríamos la herencia como hermanos.
Creo en un Dios travieso, divertido, que se le esconde a los teólogos y se le aparece a los borrachos.
Que se disfraza de preso, de mendigo… algunas veces hasta de obispo.
Enferma a veces a mis padres y congrega a mis hermanos.
Creo en un Dios justo en el juicio.
Que no levanta a quien no opta por el lodo y que castiga al que atesora dejándole el tesoro que deja solo al que intenta se salvar solo y que sólo salva al que en amor se pierde.
Creo en un Dios obsesivo responsable, consciente y conmovido por el desastre que sabía que su creatura el hombre libre…
Es padre del malvado. Y el malvado, para serlo, requiere de la víctima.
Por eso se hizo el más golpeado de los miserables, el peor ultrajado, el Verbo se hizo carne.
Convirtió al último en penúltimo y Él se puso allí: en el peor sitio. No hay dolor que lo supere.
Dios está realmente con nosotros. Creo en un Dios raro que jamás tomó partido.
Que entendió también el misterio del perverso, que ama a Hitler, que comprende su vacío, se compadece de su miedo y su desesperación.
Dios ama junto con el violado al violador, con el muerto al asesino. Nos ama a todos.
No actúa solo, ni redime, ni salva, ni consuela solo, ni siquiera quiere quedarse solo en el amor al malvado.
En su pasión por mis enemigos. Prefirió crear cómplices. Hacernos sensibles.
No nos encerró en un esqueleto externo como a los caracoles.
Nos dejó abiertos. Quiso invitarnos de instrumentos.
Mi Dios es paradójico. Ama misteriosamente, al revés, generando este desastre que sólo se redime en la locura del amor.
Creo en un Dios tan misterioso que cree en mí.
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