El (im)posible diálogo
José Luis Zanón, escolapio
2, ALBADA, XI.08
Aquella década prodigiosa
A quienes estrenábamos juventud en la década de los sesenta del pasado siglo veíamos en el diálogo una de las claves para configurar un mundo mejor. El diálogo iba a posibilitar –estaba posibilitando ya- un mejor entendimiento entre las naciones, una superación de la “guerra fría”, un proceso descolonizador sin grandes tensiones. La Iglesia surgida del Vaticano II quería hacer del diálogo la herramienta que posibilitara el acercamiento e incluso la unión entre todas las confesiones cristianas, el medio que propiciara una relación abierta, sin recelos y cooperadora con el mundo, el procedimiento para articular las relaciones internas dentro de la misma Iglesia, dejando atrás épocas pasadas marcadas por el autoritarismo impositivo y el dogmatismo intransigente. En nuestras comunidades se instauraba un nuevo estilo de hacer las cosas marcado por el florecimiento de reuniones y encuentros e incluso de entrenamiento en técnicas grupales de comunicación (recuerdo, al respecto, sesiones comunitarias de dinámicas de grupo dirigidas por expertos)…
… y esto es lo que hay
Cuarenta años después el balance no es muy alentador. El nuevo orden mundial no se caracteriza precisamente por la distensión y la armonía, las diferencias entre los países se han acentuado. La unión de las Iglesias cristianas parece haberse reducido a cordiales y fraternos encuentros ocasionales. El deseo de dialogar con el mundo por parte de la Iglesia no parece tan evidente y, desde luego, el mundo ha perdido cualquier interés por dialogar con la Iglesia. Los conflictos intraeclesiales se han acentuado, el modelo eclesial jerarquicista parece recuperarse con nuevos bríos, el dogmatismo ya no es sólo privativo de la jerarquía…
Y, ¿qué decir de nosotros, de nuestras comunidades, de nuestra Provincia?...En un encuentro precapitular, en el que se manifestaba de modo muy explícito la confrontación que nos iba a aquejar muy pronto y nos sigue aquejando, recuerdo haber intervenido señalando la necesidad de estar dispuestos todos a ceder de alguna manera en algunos de nuestros planteamientos. Pocos días después uno de nosotros respondía a mi propuesta diciéndome que no veía por qué se debería ceder. Entonces me dije a mí mismo aquello de “apaga y vámonos”, expresión cotidiana que lamentablemente parece cumplirse: veo la situación bastante “apagada” u obscura y cada uno parece que nos hemos ido por nuestro lado. Algunos parecen resignados, desesperanzados de cara a nuestro futuro, otros reafirmados en su postura, esperando o temiendo, según los casos, un cambio o no de gobierno. Y no falta quienes al modo del unamuniano “que inventen ellos”, podemos pensar que “ya se apañarán”, mientras buscamos acomodo en un aislacionismo a modo de “exilio interior”.
Huir de la resignación
Sin embargo, todos tenemos experiencias concretas de diálogo, experiencias que más allá de su carácter facilitador de conflictos y de búsqueda de soluciones han puesto de manifiesto lo enriquecedor de la apertura mutua, de la escucha, del conocimiento mutuo, de la ampliación de horizontes e incluso de la corrección de planteamientos propios estrechos cuando no erróneos. Y son precisamente estas experiencias las que nos impiden claudicar y resignarnos ante la inquietante situación actual y seguir apostando por el diálogo.
Se hace necesario, más que nunca, buscar solución entre todos a nuestra división. Y para ello hay dialogar, aunque no solamente. Me proponen, otra vez un “encargo” como en el tema de la formación, unas reflexiones sobre el diálogo. Y me dispongo a hacerlo. Pero no desde la condición de experto: ni lo soy ni veo en mí mismo un ejemplo de diálogo. Desde la lectura y la reflexión personal quiero proponer, a mí mismo en primer lugar y a quienes quieran, algunas pautas que nos ayuden a descubrir o redescubrir al otro, a eliminar prejuicios personales, a compartir, a aprender unos de otros, y quién sabe si a posibilitar acciones compartidas.
He tenido la oportunidad últimamente de dialogar sincera y cordialmente con algunos hermanos con los que –no voy a negarlo- discrepo en algunas cuestiones no sé si importantes pero sí de la suficiente entidad como para permitir que podamos adscribirnos, o ser adscritos, a grupos o sensibilidades distintas. De estos diálogos he obtenido dos conclusiones. Una gozosa y esperanzadora, la de poder hablar sincera y serenamente, exponiendo con total libertad la propia opinión y acogiendo fraternalmente la del otro hermano. Otra perpleja y no sé si desesperanzada, la de constatar cómo desde la honestidad personal y la buena voluntad compartidas tenemos, no obstante, percepciones y valoraciones distintas de unos mismos acontecimientos.
Una concepción ingenua del diálogo
Posiblemente sigue operando en nosotros una concepción ingenua o simplista del diálogo, según la cual dialogar es algo que depende lisa y llanamente de la buena voluntad de las personas. La comunicación, dentro de aquel esquema que todos hemos estudiado alguna vez de “emisor”, “receptor”, “canal”, podía entenderse como una actividad racional, voluntaria y consciente, que se establece entre dos personas con la finalidad de poner en común sus respectivos pensamientos.
Pero los estudiosos de la comunicación nos dicen que la relación emisor-receptor no es algo lineal, dual y dependiente de un solo canal de transmisión. La comunicación es un proceso relacional, y por consiguiente más circular que lineal dado su carácter interactivo, que incluye lo verbal y lo no verbal, lo consciente y lo no consciente, lo racional y lo emocional. Un proceso en el que, además, los contextos son decisivos para la interpretación de los mensajes, en el que lo expresado y el contexto en el que se expresan forman una unidad inseparable. Las experiencias personales de cada cual contextualizan los mensajes, que consiguientemente no pueden ser captados de modo adecuado sin conocer ese contexto o, y esto es peor todavía, interpretándolos desde la experiencia (contexto) del receptor.
Si las cosas son así, tendremos que afrontar el diálogo con algo más que buena voluntad. Hemos de asumir que aunque compartimos muchos “contextos” diferimos en bastantes otros. Ello debe implicar un esfuerzo para situarse en el contexto del otro, pero también una cierta capacidad de distanciamiento del propio contexto y, por qué no, una cierta relativización o no absolutización del mismo.
Verdad, objetividad, necesidad: ¿meta u obstáculo?
Verdad, objetividad y necesidad son “palabras mayores”, que ejercen un enorme poder tanto en el imaginario de las personas como en sus comportamientos. Constituyen, sin duda, objetivos irrenunciables del ser humano, pero que siempre van a estar más allá de lo que podemos alcanzar. La confusión entre ontología –lo que las cosas son- y epistemología –lo que sabemos o podemos saber cerca de ellas- nos juega malas pasadas. Lo que debe ser una meta a alcanzar progresivamente, humildemente, tentativamente, escuchando y compartiendo, puede convertirse en un obstáculo. Y es que la pretendida verdad poseída impide el acercamiento a la misma.
Frente a la verdad, la objetividad y lo necesario poco queda por añadir. Una vez pensadas o pronunciadas estas palabras pueden adquirir un carácter absoluto y avalar de modo incontestable cualesquiera convicciones y comportamientos. A partir de ahí el diálogo es difícil, cuando no imposible. La historia en general y nuestra propia historia personal debieran rebajar y corregir muchas de nuestras pretensiones de posesión de la verdad y de conocimiento objetivo. Sabemos además que personas, tiempos, lugares y culturas han conceptualizado la verdad y la objetividad de modos diversos. Repito lo ya dicho. Podemos hablar de verdad y objetividad. Cosa muy distinta, y ese es el verdadero problema, es la pretensión de que las poseamos plenamente. Pero, curiosamente, lo que constituye un obstáculo para el diálogo puede encontrar en él un medio para avanzar en su posesión. La verdad, siempre deseable y deseada, pero nunca alcanzada en su plenitud, puede encontrar en el diálogo una vía para su progresivo conocimiento.
Aferrándonos en exceso a lo que creemos propio y objetivo, limitamos la escucha al otro, la valoración de sus opiniones, la posibilidad de modificar las nuestras y de avanzar en el conocimiento de las anheladas verdad y objetividad.
Timothy Radcliffe, en un artículo acerca de la superación de la discordia en la Iglesia nos recuerda que el diálogo tiene sentido incluso al abordar verdades fundamentales de nuestra fe, que por su condición de tales, están definidas. ¿Por qué? Porque Dios es más grande que cualquiera de nosotros y de la Iglesia misma: “Hasta que veamos a Dios cara a cara nunca dejaremos de examinar nuevas hipótesis, de evaluar la manera de expresar su fe de otras personas, de dar con nuevas metáforas”.
Dialogar: “olvidarse” y escuchar
Escuchar es la clave del diálogo. Escuchar supone estar dispuesto a aceptar otras realidades y otros puntos de vista. Para ello es necesario algo así como “vaciarse” de uno mismo –aunque no sea más que al modo de la duda metódica cartesiana- y poder de ese modo dar cabida a las ideas y sentimientos de los demás. Ese vaciamiento y la posterior acogida del otro puede llevarnos a tomar conciencia de nuestros prejuicios y limitaciones, lo que no resulta fácil. Se necesita una cierta “humildad epistemológica” que permita percatarnos de la falta de objetividad que, con más frecuencia de lo que creemos, acompaña a nuestras percepciones y pensamientos, así como tomar conciencia de nuestros condicionamientos, de la caducidad del conocimiento y de la escasa autocrítica que nos acompaña.
Lo nuclear compartido.
Lo opcional respetado y no impuesto
No plantearía nuestro diálogo en gran asamblea. Una asamblea deriva más que en diálogo en debate con una escenografía en la que inevitablemente hay actores y espectadores. La categoría de espectadores distorsiona la comunicación. Abogaría por los diálogos interpersonales y, como mucho, de pequeño grupo. Para ello es necesario que dejemos de temernos unos a otros y vencer esa arraigada inclinación a relacionarnos y conversar sólo con los más afines. Si nos parece muy manoseada y hasta secular la palabra “diálogo” podemos utilizar el término “conversación”, como sugiere Timothy Radcliffe, en el artículo citado más arriba: “… propongo que usemos otro término: conversación. Esta palabra etimológicamente significa ‘vivir juntos’, pero con el tiempo pasó a significar ‘hablar con otro’, ya que es hablando de esta forma que se construye la comunidad. Vivir juntos es compartir palabras. Así, la iglesia se mantiene unida gracias a millones de conversaciones que saltando fronteras teológicas sanan divisiones. Esta es una de las vías para hallar nuestro puesto en la vida trinitaria. La Trinidad es el Padre pronunciando la Palabra, que es el Hijo. Padre e Hijo engendran juntos al Espíritu. Para el teólogo alemán Christoph Schwöbel, Dios es conversación”.
En una primera aproximación, todo lo superficial que se quiera, a lo que vive nuestra Provincia aparecen dos realidades no escolapias que nos separan, una de experiencia eclesial y otra de metodología educativa. Es triste que nuestra división se asiente en torno a dos realidades “externas”.
Ambas legítimas y respetables pero, repito, no escolapias. Enfatizar en esas dos realidades, ya sea para defenderlas o denostarlas, no parece una vía que propicie el diálogo y la aproximación.
Quizá sería una buena vía dialogar profundizando en lo que nos debe ser común, en lo nuclear que debemos compartir todos: nuestra vocación escolapia.
Ya sé que incluso ahí nuestras interpretaciones pueden no ser coincidentes. Entiendo por lo nuclear escolapio lo que nos viene dado por historia, tradición, documentos…, lo que hemos recibido en definitiva y que compartimos con toda la Orden. Naturalmente que caben actualizaciones y concreciones de todo ello según tiempos y lugares. Pero en este caso hay que ser muy cautos para no imponer a los demás las propias actualizaciones y concreciones. Y, desde luego, tener mucho cuidado con adjudicarnos la condición de receptores de los dones de Dios frente a quienes consideramos no receptores de esos dones. Por supuesto que no niego, ni mucho menos, la posibilidad de recibir dones de Dios, hablo de ser muy cuidadosos a la hora de hablar de ello. Junto a los verdaderos profetas encontramos en la historia demasiados autodenominados profetas. Y en último término profecía y carisma han de tener algo así como un certificado de garantía: su contribución a la comunión.
¿Caben la pluralidad y la diversidad a partir de ese núcleo común compartido?. Sí, naturalmente. Y hay que respetarlas. Pero sabiendo que estamos hablando de un “plus” que no tiene por qué ser vinculante para todos y que no deriva necesariamente de lo nuclear escolapio. Salvado lo fundamental, comúnmente compartido, caben dos posibles planteamientos respecto a distintas opciones eclesiales de vivir la fe y respecto a distintas opciones pastorales y educativas. En uno de ellos sus defensores se sienten comprometidos con ellas y quieren incluir a los demás en ese compromiso. En el otro sus defensores se sienten igualmente comprometidos pero no piensan que los demás tengan necesariamente que estarlo también. Abogo por este segundo. Un paso más sería llegar, más allá de lo estrictamente nuclear y mediante cesiones mutuas, a planteamientos compartidos y acciones comunes.
La historia de la Iglesia es, en parte, historia de controversias y divisiones. Al “que todos sean uno” ha seguido, lamentablemente, una interminable sucesión de enfrentamientos y separaciones. Pero es también historia de multitud de hombres y mujeres que han construido y vivido la comunión. Estamos a tiempo de decidir si nos incluimos en una u otra historia.
2, ALBADA, XI.08
Aquella década prodigiosa
A quienes estrenábamos juventud en la década de los sesenta del pasado siglo veíamos en el diálogo una de las claves para configurar un mundo mejor. El diálogo iba a posibilitar –estaba posibilitando ya- un mejor entendimiento entre las naciones, una superación de la “guerra fría”, un proceso descolonizador sin grandes tensiones. La Iglesia surgida del Vaticano II quería hacer del diálogo la herramienta que posibilitara el acercamiento e incluso la unión entre todas las confesiones cristianas, el medio que propiciara una relación abierta, sin recelos y cooperadora con el mundo, el procedimiento para articular las relaciones internas dentro de la misma Iglesia, dejando atrás épocas pasadas marcadas por el autoritarismo impositivo y el dogmatismo intransigente. En nuestras comunidades se instauraba un nuevo estilo de hacer las cosas marcado por el florecimiento de reuniones y encuentros e incluso de entrenamiento en técnicas grupales de comunicación (recuerdo, al respecto, sesiones comunitarias de dinámicas de grupo dirigidas por expertos)…
… y esto es lo que hay
Cuarenta años después el balance no es muy alentador. El nuevo orden mundial no se caracteriza precisamente por la distensión y la armonía, las diferencias entre los países se han acentuado. La unión de las Iglesias cristianas parece haberse reducido a cordiales y fraternos encuentros ocasionales. El deseo de dialogar con el mundo por parte de la Iglesia no parece tan evidente y, desde luego, el mundo ha perdido cualquier interés por dialogar con la Iglesia. Los conflictos intraeclesiales se han acentuado, el modelo eclesial jerarquicista parece recuperarse con nuevos bríos, el dogmatismo ya no es sólo privativo de la jerarquía…
Y, ¿qué decir de nosotros, de nuestras comunidades, de nuestra Provincia?...En un encuentro precapitular, en el que se manifestaba de modo muy explícito la confrontación que nos iba a aquejar muy pronto y nos sigue aquejando, recuerdo haber intervenido señalando la necesidad de estar dispuestos todos a ceder de alguna manera en algunos de nuestros planteamientos. Pocos días después uno de nosotros respondía a mi propuesta diciéndome que no veía por qué se debería ceder. Entonces me dije a mí mismo aquello de “apaga y vámonos”, expresión cotidiana que lamentablemente parece cumplirse: veo la situación bastante “apagada” u obscura y cada uno parece que nos hemos ido por nuestro lado. Algunos parecen resignados, desesperanzados de cara a nuestro futuro, otros reafirmados en su postura, esperando o temiendo, según los casos, un cambio o no de gobierno. Y no falta quienes al modo del unamuniano “que inventen ellos”, podemos pensar que “ya se apañarán”, mientras buscamos acomodo en un aislacionismo a modo de “exilio interior”.
Huir de la resignación
Sin embargo, todos tenemos experiencias concretas de diálogo, experiencias que más allá de su carácter facilitador de conflictos y de búsqueda de soluciones han puesto de manifiesto lo enriquecedor de la apertura mutua, de la escucha, del conocimiento mutuo, de la ampliación de horizontes e incluso de la corrección de planteamientos propios estrechos cuando no erróneos. Y son precisamente estas experiencias las que nos impiden claudicar y resignarnos ante la inquietante situación actual y seguir apostando por el diálogo.
Se hace necesario, más que nunca, buscar solución entre todos a nuestra división. Y para ello hay dialogar, aunque no solamente. Me proponen, otra vez un “encargo” como en el tema de la formación, unas reflexiones sobre el diálogo. Y me dispongo a hacerlo. Pero no desde la condición de experto: ni lo soy ni veo en mí mismo un ejemplo de diálogo. Desde la lectura y la reflexión personal quiero proponer, a mí mismo en primer lugar y a quienes quieran, algunas pautas que nos ayuden a descubrir o redescubrir al otro, a eliminar prejuicios personales, a compartir, a aprender unos de otros, y quién sabe si a posibilitar acciones compartidas.
He tenido la oportunidad últimamente de dialogar sincera y cordialmente con algunos hermanos con los que –no voy a negarlo- discrepo en algunas cuestiones no sé si importantes pero sí de la suficiente entidad como para permitir que podamos adscribirnos, o ser adscritos, a grupos o sensibilidades distintas. De estos diálogos he obtenido dos conclusiones. Una gozosa y esperanzadora, la de poder hablar sincera y serenamente, exponiendo con total libertad la propia opinión y acogiendo fraternalmente la del otro hermano. Otra perpleja y no sé si desesperanzada, la de constatar cómo desde la honestidad personal y la buena voluntad compartidas tenemos, no obstante, percepciones y valoraciones distintas de unos mismos acontecimientos.
Una concepción ingenua del diálogo
Posiblemente sigue operando en nosotros una concepción ingenua o simplista del diálogo, según la cual dialogar es algo que depende lisa y llanamente de la buena voluntad de las personas. La comunicación, dentro de aquel esquema que todos hemos estudiado alguna vez de “emisor”, “receptor”, “canal”, podía entenderse como una actividad racional, voluntaria y consciente, que se establece entre dos personas con la finalidad de poner en común sus respectivos pensamientos.
Pero los estudiosos de la comunicación nos dicen que la relación emisor-receptor no es algo lineal, dual y dependiente de un solo canal de transmisión. La comunicación es un proceso relacional, y por consiguiente más circular que lineal dado su carácter interactivo, que incluye lo verbal y lo no verbal, lo consciente y lo no consciente, lo racional y lo emocional. Un proceso en el que, además, los contextos son decisivos para la interpretación de los mensajes, en el que lo expresado y el contexto en el que se expresan forman una unidad inseparable. Las experiencias personales de cada cual contextualizan los mensajes, que consiguientemente no pueden ser captados de modo adecuado sin conocer ese contexto o, y esto es peor todavía, interpretándolos desde la experiencia (contexto) del receptor.
Si las cosas son así, tendremos que afrontar el diálogo con algo más que buena voluntad. Hemos de asumir que aunque compartimos muchos “contextos” diferimos en bastantes otros. Ello debe implicar un esfuerzo para situarse en el contexto del otro, pero también una cierta capacidad de distanciamiento del propio contexto y, por qué no, una cierta relativización o no absolutización del mismo.
Verdad, objetividad, necesidad: ¿meta u obstáculo?
Verdad, objetividad y necesidad son “palabras mayores”, que ejercen un enorme poder tanto en el imaginario de las personas como en sus comportamientos. Constituyen, sin duda, objetivos irrenunciables del ser humano, pero que siempre van a estar más allá de lo que podemos alcanzar. La confusión entre ontología –lo que las cosas son- y epistemología –lo que sabemos o podemos saber cerca de ellas- nos juega malas pasadas. Lo que debe ser una meta a alcanzar progresivamente, humildemente, tentativamente, escuchando y compartiendo, puede convertirse en un obstáculo. Y es que la pretendida verdad poseída impide el acercamiento a la misma.
Frente a la verdad, la objetividad y lo necesario poco queda por añadir. Una vez pensadas o pronunciadas estas palabras pueden adquirir un carácter absoluto y avalar de modo incontestable cualesquiera convicciones y comportamientos. A partir de ahí el diálogo es difícil, cuando no imposible. La historia en general y nuestra propia historia personal debieran rebajar y corregir muchas de nuestras pretensiones de posesión de la verdad y de conocimiento objetivo. Sabemos además que personas, tiempos, lugares y culturas han conceptualizado la verdad y la objetividad de modos diversos. Repito lo ya dicho. Podemos hablar de verdad y objetividad. Cosa muy distinta, y ese es el verdadero problema, es la pretensión de que las poseamos plenamente. Pero, curiosamente, lo que constituye un obstáculo para el diálogo puede encontrar en él un medio para avanzar en su posesión. La verdad, siempre deseable y deseada, pero nunca alcanzada en su plenitud, puede encontrar en el diálogo una vía para su progresivo conocimiento.
Aferrándonos en exceso a lo que creemos propio y objetivo, limitamos la escucha al otro, la valoración de sus opiniones, la posibilidad de modificar las nuestras y de avanzar en el conocimiento de las anheladas verdad y objetividad.
Timothy Radcliffe, en un artículo acerca de la superación de la discordia en la Iglesia nos recuerda que el diálogo tiene sentido incluso al abordar verdades fundamentales de nuestra fe, que por su condición de tales, están definidas. ¿Por qué? Porque Dios es más grande que cualquiera de nosotros y de la Iglesia misma: “Hasta que veamos a Dios cara a cara nunca dejaremos de examinar nuevas hipótesis, de evaluar la manera de expresar su fe de otras personas, de dar con nuevas metáforas”.
Dialogar: “olvidarse” y escuchar
Escuchar es la clave del diálogo. Escuchar supone estar dispuesto a aceptar otras realidades y otros puntos de vista. Para ello es necesario algo así como “vaciarse” de uno mismo –aunque no sea más que al modo de la duda metódica cartesiana- y poder de ese modo dar cabida a las ideas y sentimientos de los demás. Ese vaciamiento y la posterior acogida del otro puede llevarnos a tomar conciencia de nuestros prejuicios y limitaciones, lo que no resulta fácil. Se necesita una cierta “humildad epistemológica” que permita percatarnos de la falta de objetividad que, con más frecuencia de lo que creemos, acompaña a nuestras percepciones y pensamientos, así como tomar conciencia de nuestros condicionamientos, de la caducidad del conocimiento y de la escasa autocrítica que nos acompaña.
Lo nuclear compartido.
Lo opcional respetado y no impuesto
No plantearía nuestro diálogo en gran asamblea. Una asamblea deriva más que en diálogo en debate con una escenografía en la que inevitablemente hay actores y espectadores. La categoría de espectadores distorsiona la comunicación. Abogaría por los diálogos interpersonales y, como mucho, de pequeño grupo. Para ello es necesario que dejemos de temernos unos a otros y vencer esa arraigada inclinación a relacionarnos y conversar sólo con los más afines. Si nos parece muy manoseada y hasta secular la palabra “diálogo” podemos utilizar el término “conversación”, como sugiere Timothy Radcliffe, en el artículo citado más arriba: “… propongo que usemos otro término: conversación. Esta palabra etimológicamente significa ‘vivir juntos’, pero con el tiempo pasó a significar ‘hablar con otro’, ya que es hablando de esta forma que se construye la comunidad. Vivir juntos es compartir palabras. Así, la iglesia se mantiene unida gracias a millones de conversaciones que saltando fronteras teológicas sanan divisiones. Esta es una de las vías para hallar nuestro puesto en la vida trinitaria. La Trinidad es el Padre pronunciando la Palabra, que es el Hijo. Padre e Hijo engendran juntos al Espíritu. Para el teólogo alemán Christoph Schwöbel, Dios es conversación”.
En una primera aproximación, todo lo superficial que se quiera, a lo que vive nuestra Provincia aparecen dos realidades no escolapias que nos separan, una de experiencia eclesial y otra de metodología educativa. Es triste que nuestra división se asiente en torno a dos realidades “externas”.
Ambas legítimas y respetables pero, repito, no escolapias. Enfatizar en esas dos realidades, ya sea para defenderlas o denostarlas, no parece una vía que propicie el diálogo y la aproximación.
Quizá sería una buena vía dialogar profundizando en lo que nos debe ser común, en lo nuclear que debemos compartir todos: nuestra vocación escolapia.
Ya sé que incluso ahí nuestras interpretaciones pueden no ser coincidentes. Entiendo por lo nuclear escolapio lo que nos viene dado por historia, tradición, documentos…, lo que hemos recibido en definitiva y que compartimos con toda la Orden. Naturalmente que caben actualizaciones y concreciones de todo ello según tiempos y lugares. Pero en este caso hay que ser muy cautos para no imponer a los demás las propias actualizaciones y concreciones. Y, desde luego, tener mucho cuidado con adjudicarnos la condición de receptores de los dones de Dios frente a quienes consideramos no receptores de esos dones. Por supuesto que no niego, ni mucho menos, la posibilidad de recibir dones de Dios, hablo de ser muy cuidadosos a la hora de hablar de ello. Junto a los verdaderos profetas encontramos en la historia demasiados autodenominados profetas. Y en último término profecía y carisma han de tener algo así como un certificado de garantía: su contribución a la comunión.
¿Caben la pluralidad y la diversidad a partir de ese núcleo común compartido?. Sí, naturalmente. Y hay que respetarlas. Pero sabiendo que estamos hablando de un “plus” que no tiene por qué ser vinculante para todos y que no deriva necesariamente de lo nuclear escolapio. Salvado lo fundamental, comúnmente compartido, caben dos posibles planteamientos respecto a distintas opciones eclesiales de vivir la fe y respecto a distintas opciones pastorales y educativas. En uno de ellos sus defensores se sienten comprometidos con ellas y quieren incluir a los demás en ese compromiso. En el otro sus defensores se sienten igualmente comprometidos pero no piensan que los demás tengan necesariamente que estarlo también. Abogo por este segundo. Un paso más sería llegar, más allá de lo estrictamente nuclear y mediante cesiones mutuas, a planteamientos compartidos y acciones comunes.
La historia de la Iglesia es, en parte, historia de controversias y divisiones. Al “que todos sean uno” ha seguido, lamentablemente, una interminable sucesión de enfrentamientos y separaciones. Pero es también historia de multitud de hombres y mujeres que han construido y vivido la comunión. Estamos a tiempo de decidir si nos incluimos en una u otra historia.
Etiquetas: Antropología, Iglesia, Sociedad
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