Era un mendigo que derrochaba amor, 3 y última parte
P. Reyes Muñoz Tónix, escolapio
293 Chiautempan XI.XII, 2008
Muchos querían tener algo de ti. Te consideraban un santo, aunque una inmensa mayoría sólo quisiera colgarse de tu fama. ¡Ahora resulta que todos te conocen!, cuando en vida fui testigo presencial del rechazo que causaban tus palabras, y aún más tu modo de vivir.
En medio del silencio, llega el servicio funerario de una reconocida agencia. A fuera hace frío. Suben la caja de madera pobre que lleva tu cuerpo, y yo voy contigo. Todo sucede a prisa, no hay tiempo para la reflexión. Dos sirenas de policía se prenden y rompen el silencio: son dos motocicletas del servicio de seguridad del gobierno del Distrito Federal que nos abren paso. ¡Famoso aún muerto!, pienso. Y el cortejo fúnebre va camino a la agencia funeraria para prepararte y que todos te vean. Y digo bien, prepararte, porque han pasado varios días de tu muerte. El recorrido se hace a prisa, no hay tráfico. En los sótanos de la funeraria ya esperan quienes te examinan, detectan parte de tu cuerpo amoratado, y lo tiñen con un tinte color carne, que te hace parecer más joven, más fresco. Te cepillan la larga barba y la perfuman para enmascarar el olor característico de la muerte. Te quedas como durmiendo. Los expertos han hecho un buen trabajo. Ya no eres el del aeropuerto.
Te visten con ropas limpias que han traído. En mi arrebato de verte no me acordé de llevar nada. Un diácono conocido tuyo, que trabajaba contigo y que después quiso imitarte, te coloca una casulla blanca. ¿Por qué no se me ocurrió a mí? Me reclamo; habría traído una casulla con motivos escolapios, que tuvieran bien impreso la Piedad y las Letras, el lema de nuestra Orden Religiosa que amaste, para que todos la vieran y te reconocieran como escolapio. Así vestido yaces ahora en un ataúd amplio y hermoso, ya no en la caja brusca de madera. Y algo de mi se alegra, aunque debo ser sincero, ¡pocas veces te vi arreglado y limpio!
Llega el momento más difícil, el de llevarte con tus hijos, con los de la calle, a quienes amaste y te amaron, a la “banda” que ya ha sido informada. Te esperan en una de tus casas, en Xola. Allí está agolpada mucha gente, pero la mayoría son niños y jóvenes. El ambiente huele a vacío y soledad, a tristeza y angustia, a desesperación, preludio de lo que pasó meses después, cuando algunos de tus hijos drogados se unieron literalmente a tu muerte. Huele a droga barata, a mugre y suciedad. Se oyen voces, pero más que voces son ruidos, albures, malas palabras, mezclados con llanto sincero que traduce cariño.
Los chavos sufren y otros sólo miran su sufrimiento. Los reporteros se regodean tomando fotos que saldrán en las planas de los periódicos del día siguiente. En medio del asombro y la noticia, del dolor, del luto, lanzan vivas a tu nombre, te aplauden, te gritan: ¡viva el Chincha! Una y otra vez se oye este grito desgarrador que sale de la boca de los niños y jóvenes, y adultos que allí están congregados. Hay cantos y discursos que no se oyen por el griterío. Hay chavos que han venido sólo por venir, como tanta gente quizá, movidos por la noticia; otros por amor.
Se celebra una misa en medio del ruido. Se dice que estás en el cielo, que fuiste bueno, que Dios te recompensará, y no se cuántas cosas más. Se reparte la comunión en medio de un ambiente poco litúrgico. La gente estaba más ansiosa de verte, de pasar a despedirse a tu lado. Un hombre al fondo gritaba que debían comulgar todos, que tú estabas en la hostia; ¡reciban al Chincha!, decía; “todos pueden pasar”, murmuraba. Cómo me hubiera gustado verte decirle ¡pendejo! A los chavos, por supuesto, les valía madre, ellos querían verte de vuelta, querían a su papá, como te llamaban. Una imagen guardaré siempre en mi memoria, como un regalo de Dios que siempre recordaré: era una chava de la calle que se aferraba al ataúd, te abrazaba y lloraba dulcemente; no decía nada porque nada tenía que decir. Lloraba la perdida de quien la había rescatado de la calle y la prostitución; se aferraba a quien le había devuelto la dignidad, a quien la había mirado y tocado no como a un objeto, sino como a una persona. Era sincera, no alardeaba, sólo sufría y te honraba con sus lágrimas.
La noche transcurrió en vela. Al día siguiente, temprano, fue la funeraria para llevarte a Felix Cuevas, para que el público en general fuera a ‘despedirse’. Allí se aglutinaron famosos personajes públicos y totales desconocidos, ricos y pobres, viejos y niños. Gente de todo tipo. A las afueras reportajes y entrevistas, curiosos y algunos con ganas de destacar. Tu muerte fue noticia nacional. Murió el Padre de los pobres, se leyó en el titular de varios diarios.
Tras bambalinas se arregló lo del entierro. Y gracias a gente muy buena se pudieron dar muchos arreglos. Todos en algún momento sentían que eras de su propiedad. En la primer reunión del patronato yo había ofrecido que los escolapios nos hiciéramos cargo, e incluso mencioné que los Padres teníamos lugares en donde podríamos tenerlo. Tal osadía me causó una gran reprimenda de gente que ni siquiera conocía de Hogares Providencia, ¿con qué derecho decía eso?, ¿en nombre de quién? Al final prosperó lo que Dios designó: la Iglesia de San Jeronimito, ubicada a un costado del metro Candelaria de la Ciudad de México D.F., en donde a sus alrededores convergen todavía centros de prostitución y una inmensidad de pobres que por allí transitan. El lugar a simple vista no es de los más hermosos, más bien se respira el ambiente de los pobres. Ahí descansa el Chincha actualmente para quienes quieran recordarlo. No está por demás decir que hubo quienes ofrecieron sus nichos en zonas exclusivas. Los designios de Dios no son los del hombre, no cabe duda.
El problema de enterrarlo en el pequeño templo no fue menor. Era un espacio público, no cumplía con las cuestiones de salubridad, permisos del gobierno, y muchos etcéteras. Sin embargo, la gente que rodeaba al Chincha era gente influyente, lo cual facilitó las cosas. Todo es posible en esta hermosa tierra. Yo prefiero pensar que todo fue querido por Dios, así le hubiera gustado pensar al Chincha.
Resguardado por la policía, salió el Chincha rumbo a Catedral. Mucha gente se agolpó en las calles para despedirte. Las sirenas te abrían paso. Detrás de la carroza negra, se me permitió ir en un carro de un amigo poblano, Israel, que vino a ofrecerse amablemente a ayudarnos en todo lo que se ofreciera. En pleno Centro Histórico, una mar de gente te esperaba. Muchos querían tocar el ataúd, tomar algo de ti, porque corrió la voz de que ahí iba un santo. Y no miento cuando digo que te creían eso, porque hubo empujones de todo tipo, el ataúd se balanceaba de un lugar a otro. Entonces se tomó la decisión de cubrirte: los chavos más grandes, agarrados de las manos hicieron un círculo en torno a ti. ‘Nadie se suelte’ era la consigna. Y los empujones se incrementaban a medida que eras introducido al Templo. Hubo de todo: mentadas de madre, palabras antisonantes, actitudes groseras. Yo en medio de ellos, de los chavos; llevo días sin comer, sin bañarme, con la misma ropa, no me diferencio de ellos. A la entrada, una fila de sacerdotes esperan, todos vestidos de blanco, han venido de diferentes lugares, solo miran asombrados, incluso algunos -alcanzo a notar- están molestos por los empujones y la falta de organización, pero no dicen nada, solo lanzan miradas. Un amigo mío me ve. Yo lo veo, no tengo nada que decir. Un grito me vuelve a la realidad, ‘no se suelten’, que entre el Chincha, ‘el Chincha primero bola de maricones’. El que grita no sabe nada de liturgia. Al final es introducido, y todos caminan junto con él. A distancia veo a niños trepados entre las paredes y las bancas. Gentes beatas se molestan y regañan. Ellos quieren estar hasta el último momento con quien fue su padre.
Yo suelto el contingente, alguien me habla, me urge a soltarme de los brazos entrelazados. Hay un problema dice. Hay que ir a San Jeronimito. No se podrá enterrar hoy el Chincha, le alcanzo a escuchar: “salubridad a revisado los trabajos y no concede el permiso para el entierro. La profundidad donde descansará el cuerpo, debajo de la tierra, no tiene las medidas correspondientes; hay que cavar más profundo y no se puede hacer hoy, no da tiempo”. Solución: tapar el hoyo, improvisar una noche más de duelo y velorio. Pretextos para ello hay muchos. La pregunta es ¿cómo se tapa un hoyo sin conocer a nadie?
El tiempo apremia. Se nos avisa que está por terminar la misa. ‘Que salga en procesión, caminando’, se decide. Al mismo tiempo se acude a una Iglesia vieja cercana del rumbo. Allí prestarán unas tablas. No hay tiempo que perder. Voy con algunos hombres piadosos, sin transporte ya que tardaríamos más dicen los que conocen el rumbo. Hay que cargarlas unas diez cuadras, aproximadamente. Y así se hace, toreando carros de transporte y particulares, que se enojan, nos ofenden, por detener el tráfico. Ellos no tienen la culpa, no saben para que serán utilizadas.
Dentro de la Iglesia vieja, a punto de caerse, vivo una experiencia que no olvidaré jamás, y que más de una vez me ha quitado el sueño. ‘Una joven está comiendo en una mesa improvisada; a su alrededor, una mujer con una mano diminuta, extrañamente deforme, se sirve un taco; otra con un ojo descompuesto, totalmente blanco y saltado de su órbita espera su turno sonriendo; un anciano sin un pie está sentado en un par de ladrillos que le sirven de silla, está sucio y orinado; unos chimuelos, otros con carita deforme comen a prisa, con temor a que se acabe la comida, escupiendo mientras hablan. En el centro hay un cura joven, en su rostro ni una mueca de asco ni de desaprobación cuando la comida resbala por la barba del hombre viejo. Yo me acerco temeroso. Ellos me invitan a sentarme. Yo me disculpo, explico mi prisa. Siempre hay tiempo, me dice el sacerdote al ver mi desconcierto. Tomo el vaso de refresco que me ofrece una humilde señora, más por compromiso que por gusto. Salgo aprisa. Afuera en el atrio hay muchas palomas negras que vuelan cuando pasamos con las tablas, y muchas sexoservidoras que ofrecen su servicio por una paga barata. Son mujeres del interior del país, se ve a leguas, que por menos de cincuenta pesos ofrecen lo único que tienen para sobrevivir, su cuerpo. Algunos cabrones se aprovecharán de ellas más tarde; varones que no tienen nada de hombres, gente sin escrúpulos que no saben nada del amor.
Sorteando toda clase de obstáculos, llegamos a San Jeronimito. Ponemos las tablas. Se cubre el hoyo. Me duele el brazo. A una cuadra está la procesión. A medida que se ha caminado, algunos se han ido yendo. Con todo, llega un tumulto comparado con el espacio del pequeño templo. Se dicen palabras más, palabras menos. Se agradece a los presentes con un alta voz. Los niños de la calle, de los Hogares Providencia, de otras instituciones, están allí, se sienten cómodos, ese si es su ambiente. Tienen monas en las manos y las aspiran (estopa o un pedazo de tela remojada en thiner, un diluyente químico). En lugar de incienso, olor a cemento y droga en la calle. Se pone el ataúd encima de un hoyo que se terminará por la noche.
En el ambiente hay una aparente calma. Se respira resignación, y se advierten cuerpos cansados. Con la aceptación de la muerte, llega el desprendimiento para algunos. Múltiples coronas de flores, con listones que citan la procedencia, están alrededor y adornan el entorno. Junto a ti hay amigos cercanos que sí reconozco. No estarás solo, están los tuyos. He identificado a dos de tus hermanos de sangre, han venido de Europa. Me alegro entrañablemente. Me presentan, los saludo. No digo mucho. No se parecen a ti, son más educados, atentos. Están contigo y eso es una bendición, pienso. Me despido de mi superior escolapio, el P. Fernando, estoy cansado. Voy hasta donde estás. Toco el ataúd, me despido, oro por ti y por mí. Adiós amigo.
Camino hacia la entrada del metro Candelaria. En cuanto entro me pierdo entre la gente. Es de tarde, pero no ha anochecido. Nadie sabe lo que pasa arriba de la estación del metro. Veo pasar los vagones del metro que corren en dirección contraria. Pienso en los días que he pasado, agradezco, imploro, rezo, te siento. Te conocí en persona, ahora en la muerte. Bendigo a Dios por conocerte. No dejaste a los chavos de los hogares, nos dejaste a muchos. Cúmplase al final la voluntad de Dios, como es, como debe ser, hoy, mañana y siempre.
P. Reyes Muñoz Tónix, escolapio
293 Chiautempan XI.XII, 2008
Muchos querían tener algo de ti. Te consideraban un santo, aunque una inmensa mayoría sólo quisiera colgarse de tu fama. ¡Ahora resulta que todos te conocen!, cuando en vida fui testigo presencial del rechazo que causaban tus palabras, y aún más tu modo de vivir.
En medio del silencio, llega el servicio funerario de una reconocida agencia. A fuera hace frío. Suben la caja de madera pobre que lleva tu cuerpo, y yo voy contigo. Todo sucede a prisa, no hay tiempo para la reflexión. Dos sirenas de policía se prenden y rompen el silencio: son dos motocicletas del servicio de seguridad del gobierno del Distrito Federal que nos abren paso. ¡Famoso aún muerto!, pienso. Y el cortejo fúnebre va camino a la agencia funeraria para prepararte y que todos te vean. Y digo bien, prepararte, porque han pasado varios días de tu muerte. El recorrido se hace a prisa, no hay tráfico. En los sótanos de la funeraria ya esperan quienes te examinan, detectan parte de tu cuerpo amoratado, y lo tiñen con un tinte color carne, que te hace parecer más joven, más fresco. Te cepillan la larga barba y la perfuman para enmascarar el olor característico de la muerte. Te quedas como durmiendo. Los expertos han hecho un buen trabajo. Ya no eres el del aeropuerto.
Te visten con ropas limpias que han traído. En mi arrebato de verte no me acordé de llevar nada. Un diácono conocido tuyo, que trabajaba contigo y que después quiso imitarte, te coloca una casulla blanca. ¿Por qué no se me ocurrió a mí? Me reclamo; habría traído una casulla con motivos escolapios, que tuvieran bien impreso la Piedad y las Letras, el lema de nuestra Orden Religiosa que amaste, para que todos la vieran y te reconocieran como escolapio. Así vestido yaces ahora en un ataúd amplio y hermoso, ya no en la caja brusca de madera. Y algo de mi se alegra, aunque debo ser sincero, ¡pocas veces te vi arreglado y limpio!
Llega el momento más difícil, el de llevarte con tus hijos, con los de la calle, a quienes amaste y te amaron, a la “banda” que ya ha sido informada. Te esperan en una de tus casas, en Xola. Allí está agolpada mucha gente, pero la mayoría son niños y jóvenes. El ambiente huele a vacío y soledad, a tristeza y angustia, a desesperación, preludio de lo que pasó meses después, cuando algunos de tus hijos drogados se unieron literalmente a tu muerte. Huele a droga barata, a mugre y suciedad. Se oyen voces, pero más que voces son ruidos, albures, malas palabras, mezclados con llanto sincero que traduce cariño.
Los chavos sufren y otros sólo miran su sufrimiento. Los reporteros se regodean tomando fotos que saldrán en las planas de los periódicos del día siguiente. En medio del asombro y la noticia, del dolor, del luto, lanzan vivas a tu nombre, te aplauden, te gritan: ¡viva el Chincha! Una y otra vez se oye este grito desgarrador que sale de la boca de los niños y jóvenes, y adultos que allí están congregados. Hay cantos y discursos que no se oyen por el griterío. Hay chavos que han venido sólo por venir, como tanta gente quizá, movidos por la noticia; otros por amor.
Se celebra una misa en medio del ruido. Se dice que estás en el cielo, que fuiste bueno, que Dios te recompensará, y no se cuántas cosas más. Se reparte la comunión en medio de un ambiente poco litúrgico. La gente estaba más ansiosa de verte, de pasar a despedirse a tu lado. Un hombre al fondo gritaba que debían comulgar todos, que tú estabas en la hostia; ¡reciban al Chincha!, decía; “todos pueden pasar”, murmuraba. Cómo me hubiera gustado verte decirle ¡pendejo! A los chavos, por supuesto, les valía madre, ellos querían verte de vuelta, querían a su papá, como te llamaban. Una imagen guardaré siempre en mi memoria, como un regalo de Dios que siempre recordaré: era una chava de la calle que se aferraba al ataúd, te abrazaba y lloraba dulcemente; no decía nada porque nada tenía que decir. Lloraba la perdida de quien la había rescatado de la calle y la prostitución; se aferraba a quien le había devuelto la dignidad, a quien la había mirado y tocado no como a un objeto, sino como a una persona. Era sincera, no alardeaba, sólo sufría y te honraba con sus lágrimas.
La noche transcurrió en vela. Al día siguiente, temprano, fue la funeraria para llevarte a Felix Cuevas, para que el público en general fuera a ‘despedirse’. Allí se aglutinaron famosos personajes públicos y totales desconocidos, ricos y pobres, viejos y niños. Gente de todo tipo. A las afueras reportajes y entrevistas, curiosos y algunos con ganas de destacar. Tu muerte fue noticia nacional. Murió el Padre de los pobres, se leyó en el titular de varios diarios.
Tras bambalinas se arregló lo del entierro. Y gracias a gente muy buena se pudieron dar muchos arreglos. Todos en algún momento sentían que eras de su propiedad. En la primer reunión del patronato yo había ofrecido que los escolapios nos hiciéramos cargo, e incluso mencioné que los Padres teníamos lugares en donde podríamos tenerlo. Tal osadía me causó una gran reprimenda de gente que ni siquiera conocía de Hogares Providencia, ¿con qué derecho decía eso?, ¿en nombre de quién? Al final prosperó lo que Dios designó: la Iglesia de San Jeronimito, ubicada a un costado del metro Candelaria de la Ciudad de México D.F., en donde a sus alrededores convergen todavía centros de prostitución y una inmensidad de pobres que por allí transitan. El lugar a simple vista no es de los más hermosos, más bien se respira el ambiente de los pobres. Ahí descansa el Chincha actualmente para quienes quieran recordarlo. No está por demás decir que hubo quienes ofrecieron sus nichos en zonas exclusivas. Los designios de Dios no son los del hombre, no cabe duda.
El problema de enterrarlo en el pequeño templo no fue menor. Era un espacio público, no cumplía con las cuestiones de salubridad, permisos del gobierno, y muchos etcéteras. Sin embargo, la gente que rodeaba al Chincha era gente influyente, lo cual facilitó las cosas. Todo es posible en esta hermosa tierra. Yo prefiero pensar que todo fue querido por Dios, así le hubiera gustado pensar al Chincha.
Resguardado por la policía, salió el Chincha rumbo a Catedral. Mucha gente se agolpó en las calles para despedirte. Las sirenas te abrían paso. Detrás de la carroza negra, se me permitió ir en un carro de un amigo poblano, Israel, que vino a ofrecerse amablemente a ayudarnos en todo lo que se ofreciera. En pleno Centro Histórico, una mar de gente te esperaba. Muchos querían tocar el ataúd, tomar algo de ti, porque corrió la voz de que ahí iba un santo. Y no miento cuando digo que te creían eso, porque hubo empujones de todo tipo, el ataúd se balanceaba de un lugar a otro. Entonces se tomó la decisión de cubrirte: los chavos más grandes, agarrados de las manos hicieron un círculo en torno a ti. ‘Nadie se suelte’ era la consigna. Y los empujones se incrementaban a medida que eras introducido al Templo. Hubo de todo: mentadas de madre, palabras antisonantes, actitudes groseras. Yo en medio de ellos, de los chavos; llevo días sin comer, sin bañarme, con la misma ropa, no me diferencio de ellos. A la entrada, una fila de sacerdotes esperan, todos vestidos de blanco, han venido de diferentes lugares, solo miran asombrados, incluso algunos -alcanzo a notar- están molestos por los empujones y la falta de organización, pero no dicen nada, solo lanzan miradas. Un amigo mío me ve. Yo lo veo, no tengo nada que decir. Un grito me vuelve a la realidad, ‘no se suelten’, que entre el Chincha, ‘el Chincha primero bola de maricones’. El que grita no sabe nada de liturgia. Al final es introducido, y todos caminan junto con él. A distancia veo a niños trepados entre las paredes y las bancas. Gentes beatas se molestan y regañan. Ellos quieren estar hasta el último momento con quien fue su padre.
Yo suelto el contingente, alguien me habla, me urge a soltarme de los brazos entrelazados. Hay un problema dice. Hay que ir a San Jeronimito. No se podrá enterrar hoy el Chincha, le alcanzo a escuchar: “salubridad a revisado los trabajos y no concede el permiso para el entierro. La profundidad donde descansará el cuerpo, debajo de la tierra, no tiene las medidas correspondientes; hay que cavar más profundo y no se puede hacer hoy, no da tiempo”. Solución: tapar el hoyo, improvisar una noche más de duelo y velorio. Pretextos para ello hay muchos. La pregunta es ¿cómo se tapa un hoyo sin conocer a nadie?
El tiempo apremia. Se nos avisa que está por terminar la misa. ‘Que salga en procesión, caminando’, se decide. Al mismo tiempo se acude a una Iglesia vieja cercana del rumbo. Allí prestarán unas tablas. No hay tiempo que perder. Voy con algunos hombres piadosos, sin transporte ya que tardaríamos más dicen los que conocen el rumbo. Hay que cargarlas unas diez cuadras, aproximadamente. Y así se hace, toreando carros de transporte y particulares, que se enojan, nos ofenden, por detener el tráfico. Ellos no tienen la culpa, no saben para que serán utilizadas.
Dentro de la Iglesia vieja, a punto de caerse, vivo una experiencia que no olvidaré jamás, y que más de una vez me ha quitado el sueño. ‘Una joven está comiendo en una mesa improvisada; a su alrededor, una mujer con una mano diminuta, extrañamente deforme, se sirve un taco; otra con un ojo descompuesto, totalmente blanco y saltado de su órbita espera su turno sonriendo; un anciano sin un pie está sentado en un par de ladrillos que le sirven de silla, está sucio y orinado; unos chimuelos, otros con carita deforme comen a prisa, con temor a que se acabe la comida, escupiendo mientras hablan. En el centro hay un cura joven, en su rostro ni una mueca de asco ni de desaprobación cuando la comida resbala por la barba del hombre viejo. Yo me acerco temeroso. Ellos me invitan a sentarme. Yo me disculpo, explico mi prisa. Siempre hay tiempo, me dice el sacerdote al ver mi desconcierto. Tomo el vaso de refresco que me ofrece una humilde señora, más por compromiso que por gusto. Salgo aprisa. Afuera en el atrio hay muchas palomas negras que vuelan cuando pasamos con las tablas, y muchas sexoservidoras que ofrecen su servicio por una paga barata. Son mujeres del interior del país, se ve a leguas, que por menos de cincuenta pesos ofrecen lo único que tienen para sobrevivir, su cuerpo. Algunos cabrones se aprovecharán de ellas más tarde; varones que no tienen nada de hombres, gente sin escrúpulos que no saben nada del amor.
Sorteando toda clase de obstáculos, llegamos a San Jeronimito. Ponemos las tablas. Se cubre el hoyo. Me duele el brazo. A una cuadra está la procesión. A medida que se ha caminado, algunos se han ido yendo. Con todo, llega un tumulto comparado con el espacio del pequeño templo. Se dicen palabras más, palabras menos. Se agradece a los presentes con un alta voz. Los niños de la calle, de los Hogares Providencia, de otras instituciones, están allí, se sienten cómodos, ese si es su ambiente. Tienen monas en las manos y las aspiran (estopa o un pedazo de tela remojada en thiner, un diluyente químico). En lugar de incienso, olor a cemento y droga en la calle. Se pone el ataúd encima de un hoyo que se terminará por la noche.
En el ambiente hay una aparente calma. Se respira resignación, y se advierten cuerpos cansados. Con la aceptación de la muerte, llega el desprendimiento para algunos. Múltiples coronas de flores, con listones que citan la procedencia, están alrededor y adornan el entorno. Junto a ti hay amigos cercanos que sí reconozco. No estarás solo, están los tuyos. He identificado a dos de tus hermanos de sangre, han venido de Europa. Me alegro entrañablemente. Me presentan, los saludo. No digo mucho. No se parecen a ti, son más educados, atentos. Están contigo y eso es una bendición, pienso. Me despido de mi superior escolapio, el P. Fernando, estoy cansado. Voy hasta donde estás. Toco el ataúd, me despido, oro por ti y por mí. Adiós amigo.
Camino hacia la entrada del metro Candelaria. En cuanto entro me pierdo entre la gente. Es de tarde, pero no ha anochecido. Nadie sabe lo que pasa arriba de la estación del metro. Veo pasar los vagones del metro que corren en dirección contraria. Pienso en los días que he pasado, agradezco, imploro, rezo, te siento. Te conocí en persona, ahora en la muerte. Bendigo a Dios por conocerte. No dejaste a los chavos de los hogares, nos dejaste a muchos. Cúmplase al final la voluntad de Dios, como es, como debe ser, hoy, mañana y siempre.
P. Reyes Muñoz Tónix, escolapio
Etiquetas: Escuela Pía, México, Testimonio
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