Aparecida - Los retos del cristianismo en una nueva sociedad
Fray Victor Mora
No hay duda que el nuevo acercamiento a la realidad latinoamericana utilizado en Aparecida, ha colocado el análisis sociológico en un segundo plano, para privilegiar el concepto de cultura como la más importante clave interpretativa. Sin embargo, a lo largo de todo el documento no aparece una definición concisa del término, sino que se optó por un acercamiento muy variado al tema. Es posible, con todo, encontrar unos rasgos particulares de este concepto, que determinan la lectura que se ha hecho de la realidad:
[…] En medio de la realidad de cambio cultural emergen nuevos sujetos, con nuevos estilos de vida, maneras de pensar, de sentir, de percibir y con nuevas formas de relacionarse. Son productores y actores de la nueva cultura. (51)
Es decir, hablar de cultura presupone hablar de sujetos, que la producen y actúan, así como sus maneras de comportamiento y las representaciones que ellos se hacen de lo que les rodea. Se trata, por tanto, de un concepto dinámico, que implica un constante cambio en la sociedad por la relacionalidad. Como habría de esperarse, los elementos producidos en la cultura se afectan unos con otros, desarrollando así nuevas formas de expresión y decisión en los individuos.
De esta manera se quiere poner de relieve la extrema complejidad del fenómeno social. No se trata únicamente de detectar aquellas situaciones que se consideran indignas del ser humano, sino que se presenta la pregunta acerca de cómo interactúa el cristianismo con este fenómeno. Esto quiere decir que la Iglesia ya no se ve como un ente al margen de la producción de sentido, sino como uno de los actores dentro de este proceso. No es una enjuiciadora, desde una cómoda posición neutral, sino participante activo en la trama de relaciones que determinan la configuración de nuestros espacios colectivos. Por ello, el análisis que hace Aparecida de AL, necesariamente hay que considerarlo como el resultado de un proceso de reflexión de un grupo humano que toma posición y quiere influenciar a otros en su búsqueda de la realización humana.
Esto nos permite tomar conciencia de la fragilidad de las pretensiones eclesiales, y nos evita la tentación de considerarnos una realidad que trasciende la sociedad y sus contradicciones. La Iglesia es productora de cultura, es decir, de comportamientos humanos y promotora de procesos de representación de ellos. Pero no es un actor único, dentro del concierto de los muchos discursos y prácticas, los creyentes somos solo una parte del espectro. Su capacidad de influencia se ve retada hoy en día por el desafío que implica convencer de la viabilidad del proyecto cristiano como un proyecto humano realizador integral de la persona. Hoy estamos en competencia – de esto somos más conscientes –, cómo actuaremos dentro de este complejo escenario, de qué manera seremos capaces de mostrar que la Buena Noticia de Jesús es un camino efectivo de salvación, es uno de los grandes trasfondos del texto de Aparecida.
Pero al mismo tiempo esto tiene otra consecuencia. Si la cultura actual tiene su origen en la interacción, en parte es también producto de la acción eclesial y de otros agentes religiosos presentes en el continente. Si se ha evolucionado de manera negativa, en lo que se refiere al aumento de la pobreza y la marginación, cabe preguntarse el rol que la Iglesia ha jugado frente a esa realidad. Es cierto que muchos creyentes han hecho opciones solidarias de gran envergadura. Sin embargo, Aparecida constató un divorcio entre la fe y la práctica social concreta de los creyentes. Sobre todo en el mundo laical, cuya tarea principal es testimoniar la presencia de Dios en el compromiso por transformar las estructuras seculares. ¿Por qué esto es así? ¿Qué ha distorsionado el sentido de la práctica cristiana?
“La avidez del mercado descontrola el deseo de niños, jóvenes y adultos. La publicidad conduce ilusoriamente a mundos lejanos y maravillosos, donde todo deseo puede ser satisfecho por los productos que tienen un carácter eficaz, efímero y hasta mesiánico. Se legitima que los deseos se vuelvan felicidad. Como sólo se necesita lo inmediato, la felicidad se pretende alcanzar con bienestar económico y satisfacción hedonista.” (50)
Esto quiere decir que la causa fundamental de esta incoherencia es una forma de percibir la realidad circundante, vinculándola absolutamente con el deseo individual. Este acercamiento a lo que existe es promovido por los Medios de comunicación de masas (MCM), cuando estos son utilizados y manejados por los requerimientos del mercado, sin ningún tipo de discernimiento ético o política educativa. El acento recae sobre una nueva concepción de la felicidad: satisfacer el deseo, que es colocado como en centro de las necesidades humanas. En el fondo se percibe la desilusión por otras vías de realización, quedando nada más que la autorreferencialidad de un narcisismo radical. Las prolongadas situaciones de marginación en el continente han ayudado a que esta manera de ver las cosas se afiance, produciendo al mismo tiempo más violencia.
Los más afectados por estos cambios son las nuevas generaciones, que crecen en la lógica del individualismo, pragmático y narcisista. Ellos afirman el presente, porque el pasado perdió relevancia ante tantas exclusiones sociales, políticas y económicas. Al mismo tiempo, para ellos el futuro es incierto. Por eso, ven la vida con los ojos del espectáculo, considerando al cuerpo como punto de referencia de su realidad presente. La única esperanza es lograr un poco de satisfacción, que permita desechar, al menos momentáneamente, los grandes conflictos e inseguridades en donde se vive. Pero este modo de vivir no empezó en AL, sino que ha sido recibido desde el mundo industrializado y rico. En ese contexto el consumo es parte ordinaria de la vida. Las condiciones de mayor abundancia han permitido generar un sistema de comportamiento despreocupado por lo social.
Sin embargo, la raíz de esta desatención a la vida colectiva se debe en los países desarrollados más al desencanto por los discursos políticos, que por la desesperanza de un cambio en las condiciones de vida más justa. En efecto, aunque en el mundo desarrollado persisten las desigualdades sociales, se tiene la sensación que el sistema legal protege a las personas y garantiza un ambiente de justicia. Por eso, el discurso referido a la sociedad es funcional en la medida en que garantice el sostenimiento de los derechos alcanzados a lo largo de los años. Pero en nuestro continente la situación es muy distinta, los discursos carecen de sentido porque sus promesas de renovación de la sociedad han fracasado sistemáticamente:
“Cabe señalar como un gran factor negativo en buena parte de la región, el recrudecimiento de la corrupción en la sociedad y en el Estado, que involucra a los poderes legislativos y ejecutivos en todos sus niveles, y alcanza también al sistema judicial que a menudo inclina su juicio a favor de los poderosos y genera impunidad, lo que pone en serio riesgo la credibilidad de las instituciones públicas y aumenta la desconfianza del pueblo, fenómeno que se une a un profundo desprecio de la legalidad. En amplios sectores de la población y particularmente entre los jóvenes crece el desencanto por la política y particularmente por la democracia, pues las promesas de una vida mejor y más justa no se cumplieron o se cumplieron sólo a medias. En este sentido, se olvida que la democracia y la participación política es fruto de la formación que se hace realidad solamente cuando los ciudadanos son conscientes de sus derechos fundamentales y de sus deberes correspondientes.” (77)
Es claro que estamos delante de una fuerza devastadora: la desilusión. A esto hay que sumarle el fenómeno nuevo de la globalización, sobre todo en su vertiente económica, que afecta a todos los sectores y pone en riesgo los medios tradicionales de subsistencia de muchas personas. Al mismo tiempo, se abre la influencia de otros usos y costumbres, que generan ideas sincréticas y comportamientos ambiguos, que chocan frontalmente con las formas de ver y sentir de las personas que fueron educados en un sistema cultural distinto. Estos choques son elementos estructuradores a la vez de la nueva sociedad, que ha hecho del conflicto una realidad permanente, tanto a nivel simbólico como en la vida ordinaria.
Bastan estas cosas para comprender que la vida eclesial se encuentra frente a una serie de retos importantes, pues muchas de estas realidades contradicen de plano el ideal de vida planteado por Jesús. ¿Pero cómo ha sido posible esto en un continente tan católico? La respuesta parece ser clara en el documento de Aparecida: la mayoría de los creyentes desconocen la riqueza del contenido evangélico por su falta de formación. Lo que a su vez suscita otra interrogante: De obtener esta información, ¿se adherirán convencidamente a este mensaje? He aquí la principal encrucijada para el anuncio de la fe, pues vivimos en un mundo en el que el valor de la subjetividad y su juicio se han convertido en un absoluto, por lo que no se puede mantener que la simple transmisión tradicional de la fe vincule a las personas con la Iglesia y menos que se conviertan en agentes transformadores de la realidad. Y esto es válido incluso para aquellos creyentes que participan activamente en la vida eclesial, pues son introducidos en los procesos de socialización ordinaria dentro de esta misma cultura.
Teniendo en cuenta esto, el documento apuesta por una manera de ser cristiano en donde se haga evidente la riqueza humana de la propuesta evangélica: La comunidad de fe, que vincula a la personas de manera nueva y, por ende, se convierte en un espacio contra-cultural. Esta afirmación necesita ser matizada. En primer lugar porque no se trata de demonizar la cultura actual, sino de oponerse a una concepción demasiado restrictiva de la vida social, que termina por colocar en su centro el consumo como la vía de acceso a la felicidad. Existe una colonización cultural por la imposición de culturas artificiales, que desprecian las culturas locales y que tienden a imponer una cultura homogeneizada en todos los sectores. Esta cultura se caracteriza porque conduce a la indiferencia por el otro, a quien no se necesita, ni se siente alguna responsabilidad por él (Cf. 46). La afirmación excesiva de los derechos individuales y subjetivos, va acompañada por la ausencia de esfuerzo por garantizar los derechos sociales y culturales solidarios. Resulta así que se pone en entredicho la dignidad de todos, en especial de los más pobres y vulnerables, porque basta la preocupación por alcanzar el bienestar individual, desde el cual se juzga las instituciones políticas, los ámbitos de trabajo y las relaciones interpersonales.
La comunidad cristiana se volvería una fuerza contracultural cuando garantice un espacio fraterno de crecimiento, interrelación y corresponsabilidad. Hay que hacer un alto a este punto para preguntar: ¿La estructura actual de la Iglesia lo permitirá? El documento no responde a esta interrogante, sino que propone unas pautas para renovar la vida parroquial y diocesana desde el apoyo a las CEBs, las comunidades surgidas en torno a movimientos apostólicos y otros grupos que mantienen una vida comunitaria activa. Es claro que se privilegia el encuentro como un medio para descubrir el valor del otro y para proyectarse en el compromiso social transformador. Pero la evaluación seria sobre la pastoral actual de la Iglesia y su estructura organizativa se encuentra ausente. Es más, habría que realizar un serio análisis de cómo esta nueva cultura homogeneizada a ha permeado el trabajo pastoral en todos sus agentes (clero, laicos, organizaciones, etc).
Pero todavía es necesario notar que la vida urbana actual tiene unas características nuevas, que afectan directamente la estructura organizativa de la Iglesia. Por ejemplo, la facilidad de los desplazamientos humanos y los nuevos medios de comunicación han hecho que las personas dependan cada vez menos de su entorno inmediato. Por ello el énfasis en una organización estrictamente territorial resulta insuficiente. Eso no significa que deba ser totalmente superada, porque la localidad es esencial a la experiencia humana, pero las posibilidades pastorales tienen que ser consideradas desde una perspectiva más amplia. Se requiere de una gran flexibilidad, que sin embargo conserve lo esencial de la experiencia comunitaria cristiana, pero que pueda ser expresada en una pluralidad de prácticas y organizaciones, que sean afines a las necesidades de los creyentes. La pluralidad de espiritualidades y de caminos de construcción de la vida cristiana se vuelve una oportunidad real para una pastoral más acorde con nuestros tiempos, pero también es un espacio no del todo armónico. El reto consiste en cómo mantener la unidad sin caer en la absolutización de corrientes teológicas, o de las necesidades individuales que se colocan como la última razón de ser de la práctica religiosa.
Desde un punto de vista pastoral, es importante reconocer en dónde poner el acento en la tarea de construir la unidad. No se trata en primera instancia de articular la fe sobre un único esquema teológico, sino sobre el discernimiento de las exigencias existenciales del mensaje evangélico. El mundo de la subjetividad abre nuevos horizontes en donde la tradición cristiana puede adquirir un renovado valor, sobre todo cuando se reconoce en un Dios que se encarna, asumiendo una condición humilde y pobre, y que terminó siendo crucificado por el poder hierocrático e imperial. La necesidad de construir el propio destino y el anhelo de encontrar razones para la existencia, puede poner en movimiento el deseo de encontrarse con otros y compartir lo vivido, como una manera de darse respuesta. Esto lleva a considerar el testimonio personal como un componente clave en la vivencia de la fe. En el lenguaje testimonial podemos encontrar un punto de contacto con estos nuevos sujetos humanos. El documento de Aparecida apuesta por el encuentro profundamente transformador con la persona de Jesús, que es en esencia lo característico de la fe.
Pero el Jesús que nos muestran los evangelios está lejos de ser una figura alienante o dadora de respuestas a las necesidades sentidas de las personas con las cuales se encontró. Al contrario, las narraciones sobre su actividad la enmarcan en un conflicto creciente. Jesús asumió un estilo de vida radical que cuestionó el orden religioso y político de su tiempo, para afirmar de manera absoluta la primacía de de la fe yahwista y la utopía escatológica que supone. Estas premisas determinan el norte de una posible transformación eclesial en nuestros tiempos, y lo lógico es que se hiciera explícita esta cristología, para justificar un modelo eclesiológico. Sin embargo, uno de los puntos más flacos del documento es su cristología, que prácticamente se circunscribe a una descripción del llamado que hace Jesús a seguirle. De hecho el acento recae sobre el discipulado y la experiencia que cada creyente tiene de Él. Esto es un elemento positivo, porque privilegia la relación con Jesús como el motor del testimonio cristiano. Pero requiere una explicitación conceptual para que no se construyan figuras de Jesús en el imaginario de los creyentes que no correspondan a los testimonios que tenemos de los primeros cristianos en el NT.
Esto quiere decir que se debe optar decididamente por eliminar la mediocridad de la reflexión crítica o del lenguaje teológico. Nuestro reto mayor consiste en adecuarlos a los tiempos para que resulten un vehículo eficaz para acercarse a Jesús. La carencia de la dimensión reflexiva crítica nos puede hacer caer en el subjetivismo religioso y en un sincretismo peligroso, porque no hay que olvidar que en el ámbito mediático se ofrecen hoy en día productos religiosos de consumo “personalizado”, que pueden distorsionar la misma fe evangélica o el rostro de Jesús por medio de estereotipos alienantes. En este sentido la Asamblea de Aparecida ha marcado con decisión la necesidad de una formación pertinente para todos los fieles, pero no como adoctrinamiento, sino como profundización en el camino de la fe, que obviamente tiene que ir de la mano con el proceso humano de crecimiento personal.
El objetivo fundamental de esta opción es convertir a cada fiel en un actor responsable en el proceso de construcción cultural. Esto se puede vivir en muchas esferas diferentes, pero se visualiza preferentemente en el compromiso político. Es claro que en este particular las distintas instancias eclesiales tienen roles distintos, porque el evangelio no debe ser reducido a una doctrina ideológica política o a una carrera por alcanzar espacios de poder en los estados. Pero hay que conjugar las variadas perspectivas políticas de los creyentes con una sincera búsqueda de coherencia en el seguimiento de Jesús. Se enfatiza mucho en el documento que el compromiso político transformador es propio de los laicos, pero la diversidad de opiniones y prácticas políticas que ellos tienen, pone en evidencia que el cristianismo de nuestra época tiene que aceptar el debate maduro como un medio de manifestar la unidad. Esto es una realidad ineludible en nuestro tiempo, que nos tiene que hacer más tolerantes y que posiblemente inaugurará una nueva etapa en el Magisterio Social latinoamericano.
En efecto, el documento reconoce que es urgente reactivar el compromiso serio en la construcción de la vida colectiva desde los valores cristianos. La pérdida de credibilidad de la democracia, la indiferencia por los destinos de las naciones y el exacerbado individualismo solo ahondarán la pobreza y la corrupción. Pero el involucramiento en lo político no puede darse en la uniformización de los pensamientos, porque así se destruye la riqueza democrática, que avanza en la medida en que la tensión de intereses se resuelve en la crítica económico-política y en la negociación razonada y sincera. Si esto es así, dentro de la Iglesia los laicos deberán encontrar espacios para dialogar, criticar y enriquecerse por medio del encuentro en la diferencia, así se realizará la concretización política de su seguimiento de Jesús. Porque en realidad el cristiano que tiene un pensamiento político divergente con respecto a otro, no debe ser considerado un enemigo o un competidor, sino un interlocutor sincero, que en la comunión eclesial se ha comprometido con el Reino de Dios.
Como es lógico, hay que superar la mentalidad de vincular la realidad eclesial solo con la jerarquía o con los ambientes de pensamiento teológico. Si bien reconocer la presencia del Señor en medio de la historia resulta siempre una herramienta imprescindible para todo creyente, sobre todo a partir del ejercicio de la conciencia crítica, lo cierto es que la prioridad de la Misión implica ampliar los ámbitos del discernimiento serio. Lo que a su vez conlleva superar la idea que el pensamiento eclesial es meramente doctrinal, para revelar el carácter práxico y, por ello, inconcluso de toda acción apostólica. La relación entre teología y otras maneras de comprender la realidad humana debe evolucionar para estar acorde con las necesidades de los nuevos tiempos, desde una sana tensión epistemológica. En realidad esta es una exigencia de la misma realidad, y no es de extrañar que se vivieran repetidamente experiencias en Aparecida que nos lo hacían evidente. La presencia de laicos con distintas especialidades profesionales, puso frecuentemente en guardia sobre afirmaciones acerca de la sociedad que carecían de realismo y rigor, pero que son lugares comunes en posicionamientos teológicos. En ese sentido los laicos brindaron un gran servicio y se sentaron las bases para una relación más dialéctica ente la reflexión teológica y otras ciencias.
En otro orden de cosas, como afirma Gregorio Iriarte, la privatización de la fe está en clara oposición con las orientaciones de Aparecida. Pero no basta con afirmar el carácter comunitario del seguimiento de Jesús, es necesario también diseñar maneras nuevas de hacer evidente que la relacionalidad es el lugar principal de la acción del Espíritu. Desde el discernimiento comunitario se deben potenciar acciones apostólicas que asuman el desafío de dar cuenta de manera concreta que la vida cristiana es un camino de humanización. Sin embargo, debemos evitar la tentación de considerar este camino como un conjunto de normas que, a manera de manual, defina el comportamiento correcto e incorrecto. Hoy el valor de la libertad y su ejercicio en la vida cotidiana deben ser los baluartes de toda decisión ética cristiana. En un mundo basado en el deseo, la corresponsabilidad comunitaria es el eje desde el cual esa libertad tiene sentido y la forma por la que se puede convertir en signo profético, puesto que Jesús nos ha mostrado que la única manera de romper las amarras de la esclavitud del egoísmo es viviendo en el compromiso decidido por el otro y su felicidad.
Desde esta perspectiva, la formación como camino de maduración en el seguimiento se hace más que evidente. No solo como clarificación conceptual, sino como renovación interior desde los valores evangélicos. José Comblin afirma que el proyecto de Aparecida se puede sintetizar como una inversión radical del sistema eclesiástico. Para él este sistema se caracteriza por la conservación de la herencia del pasado. Todas las instituciones eclesiásticas se habrían creado con esta finalidad. Aparecida abre la puerta a una visión diversa, según este teólogo, que se fundamenta en la idea de la Misión y, por tanto, que coloca su mirada en el futuro. Se está pensando en crear una Iglesia distinta, lo que llevará tiempo para que se realice.
Pero el documento no parece sostener esta idea, al menos no de forma directa. Más bien parece analizar las lagunas que dentro del sistema actual de organización eclesial no permiten concretizar una pastoral más misionera y significativa. De hecho, la Asamblea no realizó una crítica sistemática a las estructuras eclesiásticas. Se concentró en reconocer los logros que a lo largo de los años se ha tenido en la evangelización. Estas realidades se quieren potenciar aún más, lo que requiere un esfuerzo formativo particular. Que a la larga todo esto genere un proceso de cambio estructural puede ser considerado como posibilidad, pero no es previsto en el documento conclusivo como una meta a alcanzar. Podríamos decir que este es uno de los retos que la Iglesia tiene por delante, ya no es sensato mantener estructuras solo porque sirvieron en el pasado. Es imperioso desarrollar una evaluación de las estructuras eclesiásticas de forma permanente y aguda.
Sí llama la atención que la preeminencia en la labor misionera se le da a las CEBs y a los movimientos o grupos apostólicos. Si bien, la parroquia aparece como una instancia meramente coordinadora y no como una realidad que determina la evolución de acción de estas formas comunitarias, con todo, sigue sin resolverse la tensión que existe entre el clero, cuya actividad es mayoritariamente supra - grupal (en el sentido también de administración y dirección), y la autonomía propia de las comunidades y grupos. Y, por otra parte, la tensión entre los objetivos, métodos y teologías de los movimientos con las necesidades locales sentidas desde un análisis serio y objetivo desde diversas perspectivas. Se tiene la impresión que en el documento, la acción eclesial se realiza a un nivel superior de estas realidades, lo que es poco realista. El análisis de estas tensiones y la búsqueda de una respuesta adecuada a ellas, para que no destruyan una acción evangelizadora coherente con los valores evangélicos de la vida comunitaria, se hace urgente y necesario. De lo contrario, se podría propiciar una lucha, asumida o presupuesta, por imponer un sistema de ideas o prácticas que se consideren más auténticas, en el mejor de los casos, o más antojadizas cuando de imponer la autoridad se trata (todos tenemos ejemplos de esto último que son claros por sí mismos).
Este es un peligro antiguo en la Iglesia, que desde los primeros tiempos experimentó las consecuencias de la apertura hermenéutica del ministerio de Jesús. En el fondo se encuentran experiencias personales, valores culturales o precomprensiones teológicas que opacan la acción del Espíritu. La única forma de evitar que estas cosas oscurezcan el esfuerzo auténtico por comprender la fe y asumir una práctica apostólica consecuente con ella, es formar para el diálogo abierto y claro. Este sería un signo muy relevante en nuestras sociedades, que están llenas de discursos con segundas intenciones. La verdad de la Iglesia, más que en su exactitud doctrinal, deberá verse reflejada en la capacidad de sinceridad de sus miembros frente a los requerimientos de la polémica comunitaria.
Empero, no tenemos que olvidar que esta es solo una dimensión intraeclesial. Lo cierto es que la Iglesia existe y actúa dentro de un ámbito más amplio con peculiaridades no cristianas e incluso anticristianas. De hecho las ideas de los creyentes católicos, aún aquellas meramente religiosas, se ven influenciadas por las de personas ajenas, sean cristianos o no, pero que a su vez son sujetos de decisión y opinión. El diálogo intraeclesial es solo el primer estadio en la construcción de la colectividad, es necesario abrirse a un mundo mucho más grande. Considerar a estos otros interlocutores como iguales en el concierto social significa en primer lugar reconocerlos como destinatarios del amor divino, que en ellos también es fecundo. Esto evitaría que en primera instancia los consideremos como portadores de ideologías destructivas. Claro está, sin menoscabar el espíritu crítico, debemos buscar en ellos los valores que tienen validez por ser una manifestación plenamente humana. Ellos también deben ser considerados como críticos válidos de nuestro actuar, para que reflexionemos con seriedad acerca de nosotros mismos. En efecto, el mundo secular y profano es un desafío, pues nos exige repensar a Dios como un cuestionamiento radical, que se nos dirige a nosotros directamente y no solo a los de fuera.
En este proceso tiene especial importancia el diálogo ecuménico. Así lo declara Aparecida:
“La comprensión y la práctica de la eclesiología de comunión nos conduce al dialogo ecuménico. La relación con los hermanos y hermanas bautizados de otras iglesias y comunidades eclesiales es un camino irrenunciable para el discípulo y misionero, pues la falta de unidad representa un escándalo, un pecado y un atraso del cumplimiento del deseo de Cristo: “Que todos sean uno, lo mismo que lo somos tu y yo, Padre y que también ellos vivan unidos a nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21).” (227).
La búsqueda de estos caminos de encuentro no implica en primera instancia una disposición proselitista, sino de firme convicción cristiana. Quienes tenemos como norte el evangelio debemos ayudarnos a encontrar las vías que nos permitan ser más fieles al mandato de anunciar la posibilidad de un mundo nuevo. La unidad se tiene que fundar en la praxis común, que tiene como prioridad el compromiso por hacer que cada ser humano pueda crecer en libertad y dignidad. Esta es la vía para evitar toda manipulación de la simbología religiosa cristiana, que tan de moda se ha puesto en los MCM y que ha servido para erradicar de la mente de muchos creyentes un verdadero compromiso por lo social. Resulta un escándalo que la figura de Jesucristo se utilice para promover una religiosidad centrada en el propio bienestar. La deformación del rostro de Jesús tiene que ser contrarrestada por el compromiso explícito por el otro, asumiendo una actitud de auténtica renuncia, que caracterice a la vida de las iglesias.
En fin, la imposición de las culturas artificiales, que son adormecedoras de las conciencias, solo puede ser combatida con las armas del realismo. Los mundos virtuales del consumismo acaban siempre por evidenciar su falta de consistencia. Una actitud sensata frente a lo que nos rodea, a la postre es la prueba más evidente de la verdad del evangelio que predicamos, porque a pesar que en ocasiones se pueda fracasar (y hay que contar con ello), la generosidad de un corazón que se dona en libertad es elocuente por sí misma.
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