El nacimiento de un espanto - El espanto del ¨Guácimo Renco¨
Don Cosme sabía la historia. Allí en el camino barrialoso de Santo Tomás estaban los restos del difunto Pacheco García. Una cruz negra que había cogido un tono verdoso por la pátina del tiempo, era todo lo que quedaba de aquel célebre bandido que asolara antaño las comarcas y haciendas de aquel lugar. Diez años tenía de haber entregado el fardo de malas cuentas ante Dios, pero con todo y eso, el recuerdo de aquel hombre siniestro persistía en las mentes de los humildes y sencillos moradores de la comarca de Santo Tomás.
El alma de Pacheco García vaga por las noches en el llano.
Esa era la voz popular que se había regado en todos los ranchos y haciendas del lugar. Nadie intentaba cruzar el llano de noche, temeroso de encontrarse con el espanto, y si por un atraso involuntario sorprendían al viandante las sombras de la noche, detenía la marcha, para pernoctar en algún rancho mientras llegara el alba para emprender de nuevo su camino.
La cruz del muerto estaba al pie de un guácimo gacho, y de allí la gente cogió en llamarle "El Espanto del Guácimo Renco".
- "Es algo que crispa los nervios, oír aquel gemido y ver aquella luz",
me decía ña Mercedes, una anciana, parienta de don Cosme. Y esa misma noche que ña Mercedes me contó lo del espanto, también estaba don Cosme, viejo noventeño y uno de los supervivientes de aquellos aciagos días en que el temible Pacheco García pasaba por sus viviendas como un huracán devastador.
Don Cosme me hizo señas.
- "Venga para acá, que le vo a contar la historia; yo la sé mejor que naide".
Y en un sitio donde nadie podía escuchar, el viejo finquero me contó la historia de "El Espanto del Guácimo Renco".
Pacheco García era jefe de una cuadrilla de veinte salteadores. Aquellos días se vivían con el Credo en la boca. Era en el tiempo que aquel otro sanguinario que se llamara Pedrón Altamirano, hacía de las suyas en los desgraciados pueblos segovianos.
Las haciendas eran continuamente saqueadas; era en la época en que la vida de un caballo valía más que la de un cristiano. Pacheco García, cierto día tuvo un disgusto con Pedrón; de ahí vino que el primero se desligara del segundo, llevándose en su separación a veinte de los más empedernidos asesinos. Santo Tomás del Nance, aquel humilde pueblito enclavado en las inmediaciones de la frontera hondureña, era pasto de aquellas hordas de salvajes, y allí en las afueras, como a dos kilómetros, don Cosme tenía lo suyo.
Pacheco García, nunca fue cazado por las fuerzas del Gobierno; conociendo como sus propias manos toda la región, era posible que se ocultara en las espesuras de aquellos montes.
Este siniestro bandolero no salía de día; sus andanzas las hacía amparado en las sombras de la noche. Pacheco García era implacable; no se satisfacía con robar, sino que también quitaba vidas por el prurito de ver correr la sangre. Cuando llegaba a las haciendas escogía los mejores potros de los hatos, y si sus ojos se fijaban en alguna hembra, no tenía más que hacerle una señal a su ayudante y montarla en ancas de un caballo, y si el padre de la raptada protestaba por el honor de la hija, le daba en recompensa un par de tiros y allí quedaba boca arriba en medio del llanto de sus deudos.
Así pasó mucho tiempo aquella bestia humana, sin que nadie se interpusiera en su camino.
Don Cosme era viudo, pero vivía acompañado de sus tres hijas: Isabel, la mayor; Carmen, la de en medio, y Dolores, la cumiche.
Eran tres sencillas y bonitas campesinas que su padre, férvido creyente en la religión católica, las había educado bajo el santo temor de Dios. Don Cosme tenía un pariente, doña Mercedes, a quien ya me referí antes. Las niñas quedaron huérfanas desde muy tiernas y doña Mercedes, mujer de nobles sentimientos, se hizo cargo del cuido de las criaturas.
Las instruía en el catecismo y les contaba por las tardes, al amparo del alero, pasajes de la vida de Jesús; de allí que las niñas, a pesar de que eran campesinas, nunca sus virginidades fueron marchitadas por los sátiros.
Don Cosme las tenía aleccionadas, les hablaba con sencillez, sin malicia alguna, como padre verdadero, consciente en el deber sagrado de conducir a sus hijas por el camino recto de la honestidad. Nunca las niñas oyeron que los labios de su padre pronunciaran palabras obscenas.
Así fueron creciendo, sencillas y bonitas, como las flores de los campos y como sus vestidos de zarazas. Don Cosme las adoraba, pero tenía especial predilección por Dolores, la cumiche, y la más bonita de las tres.
Sin duda, porque la niña no conoció madre, pues cuando la que le había dado el ser abandonaba este mundo, la niña apenas llegaba a los diez meses. Dolores tuvo que despecharse con la leche de una yegua que su padre solicitó de un vecino.
El rancho de don Cosme era de techo pajizo con forro dé tabla; tenía además, por separado una pequeña troje donde almacenaba el fruto de sus cosechas, lo mismo que un chiquero para los curros, dos vacas de mediana calidad y un par de bueyes aradores, sus amigos queridos que le daban el sustento.
Tenía un desmonte que, por su abundancia en troncos, lo sembraba a bordón, pero le sacaba el jugo año con año. Ese era todo el patrimonio del viejo finquero.
Cierto día aquella paz y alegría que reinaba en el humilde hogar campesino se vio pronto apartada, para darle paso a la tragedia y el dolor, y una noche se oyó sobre el camino silencioso del llano el tropel desenfrenado de una caballería.
Era Pacheco García que, olfateando la presa se encaminaba a lo de don Cosme. Era una noche oscura, sin estrellas, sin luciérnagas que pringaran de plata los campos; apenas en las sombras se destacaba como una fantasmagoría el pabilo amarillento de velas y candiles en los ranchos.
El viejo comarcano a la vera de la puerta de su rancho y sentado en una pata de gallina, conversaba con don Blas Urbina, su vecino más cercano.
Sus hijas adentro, rezaban con ña Mercedes el rosario. El grupo de bandidos rodeó el rancho y Pacheco, desmontándose, entró sin saludar.
Don Cosme se incorporó al ver que aquella pandilla de forajidos allanaba su casa.
Quiso ir en busca del arma, pero las manos de un bandido lo trabaron por detrás haciendo otro tanto con don Blas, que quiso largarse para dar la voz de alarma en el vecindario.
Pacheco arrastró a Dolores al patio entre las protestas y lamentos de ña Mercedes, que les lanzaba maldiciones.
Por las mejillas de don Cosme corrieron dos lágrimas que se fueron a perder en el bigote.
La alarma cundió en el caserío y hubo algunos que, queriendo defender el honor de las hijas de don Cosme, tomaron sus armas que no eran más que rústicas escopetas fabricadas por ellos mismos.
Cuatro comarcanos con sus cuerpos perforados por las balas asesinas quedaron tendidos en las puertas de sus ranchos. Los bandidos se largaron entre risotadas sarcásticas e interjecciones obscenas.
Don Cosme, con el alma desgarrada vio a su hija que se alejaba prisionera de aquella partida de salvajes.
De Dolores no se volvió a saber nada en la comarca. Su padre denunció el caso ante las autoridades del pueblo, pero desde el soldado hasta el Comandante y el Alcalde eran una partida dé cobardes.
El Comandante, que obedecía órdenes del propio Alcalde, no hacía por donde se interesara este último en dar una orden en busca del bandido; la voz popular era que estos individuos tenían amistad con el bandolero.
Pacheco García era dueño de vidas y haciendas. Era ésa la triste situación de aquel padre ofendido, que decidió beberse su dolor mientras llegara la hora de hacerse justicia con sus propias manos.
En ese tiempo don Cosme tenía ochenta años, pero era un viejo fuerte, macizo y lleno de salud, que disparaba su escopeta sin importarle la patada. Se había criado en los campos desde muy pequeño, ayudando a su padre en los rodeos de la hacienda y en los viajes que hacían las tropillas de reses donde se tragaban leguas de leguas en medio de los llanos calcinantes.
Don Cosme no representaba la edad que tenía; de su pelo hirsuto no asomaba ni una cana y aunque sus brazos eran delgados y coyundosos, no por eso rehuía el mango del hacha. Era un indio de los que muy pocos quedan ya.
Pasaron algunos meses.
Doña Mercedes se entristeció tanto que hubo un día se temiera por su vida. Ya no era la misma doña Mercedes de antes. Ya no les contaba por las tardes a las sobrinas los pasajes de la vida de Jesús. Muy poco se le miraba y hasta se decía que estaba perdiendo la razón, porque la oían algunos que hablaba a solas pronunciando el nombre de la sobrina ida.
Don Cosme también ya no era el mismo.
Se había vuelto huraño hasta con sus mismas hijas; todo le molestaba, su espíritu se había tornado susceptible, a la menor cosa se irritaba, dándole escape a las lágrimas.
Era huidizo. Ya no visitaba a nadie, siempre andaba solo; todas las tardes se le miraba pasar escopeta al hombro con dirección al llano.
Así pasaba el tiempo. Un año había pasado desde lo de Dolores; don Cosme, como de costumbre, seguía en sus paseos por el llano.
Cierto día, cuando ya la tarde declinaba y las sombras de la noche comenzaban a cubrir el llano de rumores misteriosos, el finquero, que regresaba de su, cacería con un par de aves en la mano, oyó el grito de alcaravanes que habían levantado el vuelo asustados.
Volvió la mirada para indagar el motivo y advirtió en la distancia la silueta de un hombre a caballo.
El jinete, al llegar junto al viejo se desmontó y sus primeras palabras fueron para pedir perdón. Don Cosme no lo había reconocido, pero el hombre le refrescó la memoria cuando le contó que había sido ayudante del bandido que se raptara a su Dolores.
El viejo levantó el arma con la intención de volarle los sesos de una perdigonada. - ¡Máteme si quiere!, pero antes voy a decirle una cosa -, fue la respuesta del hombre ante la hostilidad del otro. Don Cosme bajó el arma y escuchó.
- "Pacheco mató a su hija de un balazo porque quiso juirse; eso jue hace un mes, tá enterrada en el fondo de una cañada; yo tuve intenciones de venir hasta aquí para decírselo, pero ese pendejo de García podía matarme.¨
Hoy que ya me separé de él no me importa, porque agorita estaré al otro lao de la frontera y hasta allí no se atreve a perseguirme. Yo no quiero seguir más en esa vida; si antes anduve con su pandilla jue porque necesitaba dinero para mi pobre vieja que vivía enferma; hoy que ya murió ella, nada me liga con él". El hombre, después de una breve pausa prosiguió: - "Y para su conocimiento le digo; Pacheco pasa temprano de la noche por el camino de "El Guácimo Renco" con dirección a la majada de Rancho Pando donde tiene una querida, para regresar endespués a la medianoche".
El hombre montó de nuevo y sin despedirse arrió al caballo, que se tendió al galope con invariable rumbo por el llano oscuro y solitario.
Don Cosme llegó a su rancho con media hora de retraso. No dijo nada! Tomó su tumba de café negro con un tasajo de carne; luego se fué a un baúl desvencijado y sacando una lámpara vieja de cazar empezó a limpiarla.
Luego de haber terminado se puso el sombrero, cogió la escopeta, salió del rancho sin decir nada y se metió en la noche. Sus hijas, que sorprendidas habían observado sus movimientos, vieron nomás en medio de la densa oscuridad la brasa del puro de don Cosme que, como una luciérnaga de oro, iba denunciando su camino.
El "Guácimo Renco" distaba del caserío un poco más de tres kilómetros y hacia él se encaminaba don Cosme. Un cuarto de hora faltaba para alcanzar la medianoche, ya se advertían tras el espinazo de los cerros los resplandores de la luna.
El cielo, antes sucio de espesos nubarrones, se había despejado, presentando el maravilloso cuadro sideral de sus mundos luminosos.
El llano también había silenciado sus rumores, pero de vez en cuando aquel silencio solemne y misterioso era roto por el canto de alcaravanes asustados o por el graznido de aves nocturnas que buscaban caza en los pajonales de los charcos.
Don Cosme, el estoico campesino que por espacio de un año se bebiera su pena y su dolor, allí estaba sobre las ramas mismas del "guácimo renco" esperando se llegara el momento de vengar su sangre ultrajada. Todo estaba completamente en silencio.
De pronto se oyó el galope de un caballo. Era él, el violador, el que no bastándole con haber desflorado a su hija de quince años, le había quitado también la vida.
El corazón de don Cosme aceleró sus latidos; estuvo a punto de dejar caer el arma, pero sobreponiéndose se aferró con ella a una rama.
Su cerebro daba vueltas como las aspas de un molino. Pensaba. ¿Y si no fuera el propio Pacheco García el que galopaba a esas horas, y si fuera por desgracia algún pacífico caminante al que le hubiese caído la noche en el llano? Don Cosme se deshacía en terribles meditaciones, vacilaba por momentos y tuvo intentos de bajarse y salir corriendo a campo traviesa; tenía miedo que no fuera el hombre que esperaba. Pero en medio de aquella lucha interna una voz le decía: -"¡Detente, no te acobardes!, el hombre que viene es el asesino de tu hija".
La batalla de presentimientos que sostenía aquel espíritu se aplacó. El galope del caballo, que se oía más cerca, tenía resonancias de tambores en medio del silencio. Don Cosme montó su escopeta y esperó.
La luna, que bañaba de luz la inmensa vastedad del llano, alumbró el rostro del jinete en los precisos momentos que pasaba junto al árbol fatídico. Era él, le reconoció en el instante. Ponerse la escopeta a la cara, apuntar y apretar el gatillo fueron contados segundos.
El estampido del disparo despertó a la noche, saliendo de las entrañas mismas del llano un pandemonium de ruidos.
Las aves que viven a la orilla de los grandes charcos y los gritones alcaravanes se desbandaron en el aire como una legión de brujas chillonas, y el ruido del disparo, que se fué tragando la distancia, se convirtió en un eco vago, algo así como el gemir del viento o el llamado de ultratumba donde a esa hora volaba el alma del bandido.
Don Cosme se bajó, cogió de los extremos el cuerpo y arrastrándolo hacia el pie del árbol lo dejó sentado en el tronco. El caballo, que al estampido se había disparado, pastaba tranquilo como a cien varas del suceso: don Cosme lo espantó, cogiendo el animal al tranco por entre los jicarales.
La muerte de Pacheco García quedó en el misterio y desde entonces, dicen los lugareños que su alma en pena vaga por las noches en el llano, donde se ve una luz y se oyen unos gemidos.
Esa es la historia que me contó don Cosme, de la cual fue el único protagonista. El espíritu de aquel bandido, en un apagamiento terrestre, ha quedado espantando por las noches al caminante que se atreve a cruzar por el camino del llano donde está el "Guácimo Renco".
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