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lunes, julio 17, 2006

Discurso sobre el Estatuto de Cataluña.

6 de mayo de 1932
Felipe Sánchez Román
Diario de Sesiones

Señores diputados, al intervenir en este asunto, cuya importancia sería innecesario ponderar, no puedo substraerme a la sensación que tengo de que estamos en un problema envuelto totalmente de cosas sentimentales. No digo que este ambiente sentimental formado en relación al Estatuto pueda tener estas o las otras características. Suscribiría convencidamente las palabras que se atribuyen al señor presidente del Gobierno en alguna nota oficiosa, pensando que una gran parte, el 90 por 100, de esa emoción sentimental está fundada en nobles estímulos. Precisamente por estar convencido de que éste es el fondo que se puede descubrir, yo no me atrevo ni siquiera a recomendar ningún enjuiciamiento en orden a esa posición sentimental del problema, pero quiero, sí, recoger, a modo de enseñanza, una prevención contra las consecuencias que ese ambiente va produciendo en torno a los criterios con que el problema viene afrontándose. Este problema planteado con el Estatuto de Cataluña, se ha dicho, sin duda bajo la influencia de ese tono sentimental, hay que resolverlo utilizando a plena eficacia razones de cordialidad, y yo, que estimo legítimo que en la estimación popular del problema se crucen emociones sentimentales de una parte y de la otra, considero, en cambio, que quienes tenemos que contribuir a su solución, y aun acordarla en este Parlamento, debemos hacer, a ser posible, el esfuerzo preciso, necesario, por grande que sea, para despojarnos de esta preocupación. Organizar Estados, crear un Estado, en definitiva, no es ni puede ser obra de sentimientos, ni buenos ni malos; con cordialidad no resolveremos esta cuestión; tenemos que resolverla con criterio absolutamente racional, objetivo, sin preocuparnos en un momento dado de que aquí, en la labor del Parlamento, pueda sonar incluso una voz de fuerza, de acritud, porque si esa voz está inspirada en un criterio puramente racional, objetivo, contribuirá más a resolver el problema que todas las tolerancias sentimentales, que todos los principios de cordialidad que enturbien un ambiente que ha de ser de absoluta serenidad objetiva. Yo me propongo seguir ese camino, y además, al hacerlo, soy consciente de que no desentono del modo como el problema ha sido planteado; porque yo, cuando examino el documento de Cataluña, tengo la certeza, la convicción absoluta, de que ese documento no pretende ser un documento cordial. Ese documento plantea ante el Estado español, con hondas raíces de absoluta autenticidad, la gran desconfianza que una región, la catalana, siente en estos momentos ante las prerrogativas del Poder del Estado. ¿El Estatuto de Cataluña documento cordial? Yo me limito a pensar (porque no quiero faltar a la reciprocidad debida y así legitimo mi posición) que Cataluña nos ha traído su petición de Estatuto en unos términos que representan el estado de conciencia formado por los autores que lo redactaron y por los votos que justificaron esa redacción, un estado de conciencia, repito, absolutamente receloso de la actividad del Estado español.

Tan absolutamente receloso, que, cuando se contempla el dictado de ese Estatuto, la convicción que yo obtengo es que venimos a tocar en el día de hoy la consecuencia de un pasado. Los españoles que hemos sentido siempre la apetencia de crear un Estado poderoso y justo, inculpamos al régimen opresor que se fue. Y pienso entonces que el estatuto catalán, redactado bajo el recuerdo de esa tradición amarga de un pasado aborrecible, ha venido a ser la misma carta que hoy se presenta a la República, de cuyo régimen hay que esperar unas justificaciones, una alteza de miras, una severidad moral, un tratamiento de igualdad, garantía y justicia para todas las individualidades y para todas las corporaciones del Estado, que no puedan recordar ni un momento al régimen que pasó y que ha venido a ser el que inspira muchas de las disposiciones recelosas de ese Estatuto catalán. (Muy bien.)

Por eso yo no vengo aquí a aplicar principios ni normas de cordialidad como métodos de solución; me considero desligado de eso, porque los catalanes mismos, al traer su Estatuto, han hecho –a mi juicio, bien- absoluta omisión de esa clase de sensibilidades que no contribuyen nunca a resolver un problema de este fondo capital. Y digo más: yo no participo -¡cómo he de participar!- de ese estado de conciencia catalán que injustamente trata a la República que nace y de la cual todavía no se puede esperar la reproducción, ni mucho menos, de los agravios pasados; pero tengo que decir, en cambio, que los catalanes han dado una alta prueba de sinceridad, por la cual yo no les he de recatar el aplauso, al producirse ante el Parlamento español diciendo, sin ambages, sin rodeos, sin disimulos: «Esta es nuestra pretensión.» Si esta pretensión es o no ajustada a las exigencias nacionales será lo que las Cortes examinen; pero nadie podrá decir que los catalanes han tratado de disimular su pensamiento íntimo en las fórmulas buscadas en el Estatuto, porque empezando en el artículo 1.º, han declarado, con toda precisión, que Cataluña, a juicio de ellos, es un Estado autónomo dentro de la República española.

Pues bien, señores, en ese mismo tono de sinceridad, que yo os aplaudo (Dirigiéndose a la minoría catalana.) y que creo que es la expresión de una norma leal en el trato político, tengo que decir que los catalanes han dado un planteamiento al problema que, después, ha sido olvidado, no por ellos, sino por otros elementos de esta Corporación parlamentaria. Tenemos hoy que referirnos en nuestros juicios no al Estatuto que presentó Cataluña, sino al dictamen de la Comisión parlamentaria, y yo a la Comisión parlamentaria –dicho sea con el máximo respeto- le tengo que imputar, en contraste, el no haber seguido una línea de absoluta claridad en el tratamiento de este problema.

La Comisión parlamentaria, al recibir el Estatuto de Cataluña, se estremeció ante el dictado del artículo 1.º, y dijo: «Cataluña, Estado autónomo… ¡De ningún modo! La Constitución no lo consisten. Quitemos la palabra «Estado»; digamos en su sustitución, en el artículo 1.º, que Cataluña es una región autónoma, dentro de la República española.» Pero yo le digo a la Comisión parlamentaria: no era cuestión de palabras; era cuestión de reconocer que cuando el Estatuto catalán hacía la afirmación estatal a favor de Cataluña, después, en perfecta congruencia, organizaba todo su Estatuto, representando la organización política de un Estado en consideración de tal, y cuando la Comisión, para degradar esa afirmación política, ha retirado la palabra y ha mantenido los principios fundamentales de esa misma organización, tengo el temor de que la Comisión parlamentaria ha eliminado el cartel de auténtica sinceridad con que Cataluña había presentado su documento estatutario.

En cambio la Comisión parlamentaria ha confesado noblemente cuál ha sido su punto de vista metódico en las labores de su ponencia. El señor presidente de la Comisión parlamentaria nos ha dicho terminantemente cuáles habían sido los criterios manejados para informar y dictaminar el Estatuto, y, al examinar con revisión atenta las palabras de lustre presidente de la Comisión parlamentaria, yo deduzco que ésta ha podido padecer un error de importancia suma. Se trata de un error de principio: la Comisión parlamentaria, por boca autorizada de su presidente, nos ha señalado la naturaleza contractual de este Estatuto; el sentido paccionado entre Cataluña y España, y yo digo que ese modo de enfilar y plantear la cuestión es nada ajustado a la constitución republicana. A partir de este falso principio, la Comisión parlamentaria se ha entregado a revisar la constitucionalidad de su dictamen sobre la base del Estatuto catalán, mirando, en cotejo literal, si en ese Estatuto se cedían o no algunas competencias que la Constitución no autorizase. Pero yo entiendo que ciñendo a este simple cotejo literal el examen riguroso del Estatuto de Cataluña, no se puede lograr el problema en los términos de absoluta formalidad legislativa con que lo tenemos que tratar. Eso nos llevaría a lo que ya ha sido un transitorio error del pensamiento de esta Cámara: a creer que todo lo que el Estatuto reclame y no esté en pugna y contradicción literal con el texto de la Constitución hay que entregárselo incondicionalmente a Cataluña, y esta conclusión, que mermaría absolutamente la libertad de las cortes en la elaboración del Estatuto catalán, es algo que importa mucho rechazar. No por fuerza de la reflexión propia, sino por palabras autorizadas de quienes redactaron la Constitución del Estado. En una ocasión, a breve intervención mía, se suscitó la réplica del presidente de la Comisión parlamentaria de la Constitución del Estado (luego, con más pormenor, me referiré a este asunto); pero entonces el señor presidente de la Comisión parlamentaria de la Constitución dejó sentado terminante y absolutamente el siguiente criterio: que la Constitución no anticipaba entrega alguna de las facultades que formaban el contenido de esos artículos pertenecientes al título I del Código fundamental; que querían los autores de la Constitución –y bajo estas explícitas declaraciones se aprobó el texto- que llegado el momento en que una región, solicitando organizarse automáticamente, viniera a las Cortes recabando o en demanda de distintas facultades de aquellas que la Constitución permitía ceder, las Cortes estarían en la más absoluta libertad para concederlas o no concederlas, problema que no prejuzga las resultancias políticas de este debate, pero cuestión que interesa mucho tener presente para que las Cortes ni un solo instante tengan la menor vacilación de que disponen de su arbitrio pleno en la materia para discutir en cada caso las concesiones que hagan.

La Comisión parlamentaria que dictaminó el Estatuto ha puesto su atención preferente, como yo decía antes, en la distribución de competencias. ¿Ha pedido Cataluña, da el dictamen de la Comisión alguna de las facultades que la Constitución prohíbe dar? Este ha sido el único criterio, al parecer, manejado en el fondo del informe que la Comisión parlamentaria nos ofrece, y yo digo que no es éste el camino trazado en nuestras leyes fundamentales. Yo entiendo que cada cesión de competencia que se haga requiere una libre decisión de estas Cortes, un examen profundo que no es ahora ocasión de hacer; yo anticipo, desde luego, que en la expresión de estos criterios sobre la totalidad del dictamen no voy a entrar a discutir las competencias en concreto. De ellas trataremos con minucioso análisis, como requiere el que cada una de ellas representa un mundo de la Administración y de la política. En cada caso, repito, vendremos a debatir la conveniencia o inconveniencia de ceder tal o cual competencia de las autorizadas por la Constitución. Por ahora, y a estos efectos de totalidad, yo no quiero más que sentar criterios de objetividad absoluta sobre los cauces operaremos después al discutir el articulado cuando en su día llegue.

Nos decía el digno representante de la minoría catalana, señor Companys, que el debate sobre esta distribución de competencias había de establecerse siendo los impugnadores de su cesión los que alegáramos las razones por las cuales dudásemos en cada caso concreto de la capacidad política de Cataluña. Y yo le digo al Sr. Companys: he ahí una habilidad que le acredita en su gran talento político; pero ¿por qué parcializar la discusión? ¿No será bueno también que la minoría catalana nos ilustre con las razones positivas que den la sensación y garantía de que está dotada de la capacidad política para ejercitar tales o cuales servicios de los que van a ser materia de delegación? Por eso yo, en este momento de exposición de criterios, aprovecho la oportunidad para rectificar al Sr. Companys. La discusión no puede ser sólo que nosotros demos las pruebas contrarias a vuestra capacidad política; es mucho más normal y es necesario, es indispensable, que seáis vosotros también quienes nos deis las argumentaciones precisas para convencernos de que procede declarar servicios y competencias de tal interés como los que el dictamen propone transferir.

Pero, además, yo debo completar la insinuación metódica del Sr. Companys con otro criterio de la más cabal importancia para la resolución de este problema de competencias. No basta que discutamos si hay o no capacidad política en Cataluña suficiente para encomendarla determinados servicios para su desempeño en el interior de su región. Será preciso también que llegado el momento de cada una de estas competencias cesibles estudiemos con toda libertad para formar una decisión objetiva del mayor acierto, si cuando esas competencias hayan sido transmitidas a Cataluña queda el Estado español con resortes de poder suficiente para cumplir sus fines colectivos, porque no basta que seáis capaces, no basta que podamos atribuiros, en plena confianza, determinadas competencias: será preciso que también, a título de representantes del Estado español, nos preocupemos, y muy hondamente, de saber qué consecuencias tengan esas cesiones que pedís, en orden al residuo de poder y de potencia política que al Estado español le quede.

Llegado el momento –digo que éste no lo es-, entraremos a discutir, precisamente en relación en cada competencia a delegar, estas dos cuestiones, y para ese momento, señores diputados, yo, no con el carácter ni siquiera de una directa alusión, sino con el carácter de exponer lealmente mi juicio, tengo que hacer una observación que es posible que, por no ser percibida en su auténtico sentido, pueda representar acaso algo que, en el concepto de los intérpretes, no parezca plena de justificación. Pero yo digo que para que las Cortes, a plena conciencia, sepan lo que pueden dar sin perturbación honda del poder del Estado español, tenemos, sin duda, una dificultad que salvar, y esta dificultad yo, serenamente, voy a planteársela a la Cámara.

Los hombres de la República, porque todos fuimos totalmente ausentes a la administración y al gobierno del país monárquico, somos hombres, en general, inexpertos en propulsar con exactitud los resortes y la capacidad efectiva del Estado español. Los republicanos hemos destacado a nuestros mejores hombres para sentarlos en el banco azul, y con plenitud de confianza, por nuestra parte, nos dirigen. En todo momento es hora oportuna de decir también que nos dirigen en general con el mayor acierto. Pero la consecuencia de esta propia juventud de la República es que el resto de los republicanos legisladores no tengamos una experiencia de Estado y es posible por esto mismo manejemos sin el tino necesario, sin la ponderación, la medida, el equilibrio precisos, aquellos juicios de valor político que son indispensables para distribuir sin daño las competencias públicas entre el Estado y Cataluña.

No es ocasión de ejemplarizar con cosas concretas. No lo pretendería yo jamás; pero no creo tampoco cometer una extralimitación inoportuna diciendo la perplejidad en que yo me encuentro, por ejemplo, para definir si una competencia como la del orden público es una competencia cesible o no. Me encuentro en verdadera dificultad y probablemente por unas consideraciones a veces empíricas, que sólo la experiencia puede salvar.

Si yo preguntara al señor ministro de la Gobernación, no en el sentido parlamentario, sino simplemente en el sentido hipotético en que estoy hablando, si podría responder de la paz interior de España cuando su acción de orden público terminase en la frontera del Ebro, entonces dicho señor ministro podría decirme: «Mi experiencia me da este o aquel resultado.» Si yo fuera conocedor del sentido interno de esa mecánica de la Administración y del Estado, podría contestarme al problema que, por ejemplo, en materia de orden público, me llena de confusión. ¿Es que un Estado, un sujeto político, puede ser el depositario comprometido a mantener y a asegurar el orden público cuando el desorden público, que es su contrario, se produce por multitud de causas que a veces arrancan de las mismas disposiciones erróneas de la autoridad, sin tener luego la facultad suficiente para corregir, no el fenómeno externo del desorden en la calle, sino el fenómeno substancial de la mala medida de la autoridad provocadora de tal desorden? ¿Podría pedirle un día al ministro de la Gobernación que nos tenga el país de Cataluña en un perfecto estado de paz sin perturbar tampoco, por contagio, al resto de España cuando se haya producido un desorden por una equivocada o injusta medida de las autoridades regionales? Nos dirá el señor ministro de la Gobernación: «Yo arreglaría todo eso; podría rehacer el orden práctico de la calle; pero lo que no puedo hacer, en manera alguna, es evitar la causa fundamental que ha provocado el mismo conflicto que tengo el deber de sofocar si me reservo la alta y comprometida misión de mantener el orden público incluso en las regiones autónomas.» Yo preguntaría al señor ministro de Justicia, gran conocedor del problema de las jurisdicciones, si cuando la justicia se entregue a Cataluña como función delegada, el resto de los españoles tendremos en Cataluña una justicia imparcial. No digo nada que roce a la posible organización de la justicia futura en Cataluña, si a eso con error se llegase; apunto la hipótesis que estoy seguro de que los catalanes conscientes precisamente del alto sentido catalán que mueve todas sus actividades políticas, pueden muy bien tolerar. Si yo tuviera después el asesoramiento del ministro de Trabajo diciéndome que la legislación social, aunque la apliquen autoridades regionales, en Cataluña, producirá todos los fines de protección, de igualdad, de garantía al proletariado y al régimen de la producción, yo tendría elementos de juicio y un principio de seguridad –después de estos informes que para mí son de un valor realmente insuperable, dada la confianza que tengo en todos y cada uno de los titulares de las diferentes actividades de Gobierno- para saber en consecuencia que una cesión de esta o de aquella competencia no revelaría un desconcierto completo, una desorganización absoluta del Estado español, en cuyo resto tenemos todavía que se vigilantes y cuidadosos, más cuidadosos que generosos se nos pide que seamos en la cesión de esas competencias. Y yo, n incluso, reclamaría, no del señor ministro de Hacienda, porque su delicadeza bien y públicamente declarada le obliga a abstenerse de su función ministerial en el trámite del Estatuto de Cataluña, sino del Gobierno, que me dijese si una Hacienda estatal, la Hacienda española, estaría en condiciones de potencia suficiente y bastante cuando hiciera esa delegación o cesión de contribuciones directas, que siendo pilar de la finanza del Estado, restaría a ésta la enorme capacidad económica necesaria para la vida del Estado español en la plenitud de sus fines.

Yo no entro ahora en el examen de las competencias que se discuten; yo apunto desde ahora nada más, que cuando cada una de esas competencias venga a la decisión de las Cortes, para saber si se transfieren o no, necesitaremos, aparte de una imparcialidad absoluta y de una labor ímproba, tener una noticia autorizada, que los legisladores republicanos, por su inexperiencia de gobierno –con las excepciones que antes he marcado-, no tenemos en la medida suficiente para dirimir sobre un problema de tan honda y fundamental gravedad. Aparte de ésta, que es razón empírica, ¡qué duda tiene que en el orden de las concepciones generales, absolutas, de razón, habrá competencias que no podamos en manera alguna ceder en la forma en que han sido solicitadas! Y, desde luego, a mí se me antoja que es problema de mucho pensar el ver en lo por venir un Estado español que hace delegaciones de justicia, delegaciones de cultura, delegaciones fiscales de legislación social o de aplicación de ella; como también cualquiera actividad reformatoria agraria (que yo no veo compatible con ciertas afirmaciones de competencia regional) y otras tantas cosas que habremos de meditar muy despacio.

Como veis, ya no entro ahora a discriminar, a disputar estas o las otras competencias; mi posición es la de que cada una de las que se transfieran a la región autónoma, es una transferencia a meditar despacio y a resolver con todo cuidado.

Pero no es éste, repito, el momento de dilucidar sobre el particular. Para mí hay otra cuestión, que yo me atrevería a enunciar de este modo. La gravedad del problema de este Estatuto es doble: de un lado, las competencias que se nos invita a ceder; de otro lado importantísimo, el modo como hacemos la cesión de estas competencias. Y es aquí justamente donde yo recojo aquella afirmación capital del presidente de la Comisión parlamentaria para rechazarla. Aquí no hay ni puede haber Pacto en el sentido del Derecho constitucional; aquí estamos todos, catalanes y no catalanes, bajo el peso inopinable de una norma constitucional, que es la que nos marca el camino que tenemos que seguir. Esa Constitución no dice, de ninguna manera, que el Estado español, unitario, se disgregue en diferentes Estados miembros para formar en régimen federal; lo que nos dice esa Constitución española –a la cual todos y, principalmente, por una razón moral, aquellos que contribuimos a formarla, le debemos riguroso acatamiento- es que estamos facultados para dictar Estatutos de autonomía. Por consiguiente, el criterio que debió pesar en el pensamiento de la Comisión parlamentaria que dictaminara sobre los Estatutos era, en definitiva, si el Estatuto que dictaminaba para su aprobación era un Estatuto de autonomía o era algo muy distinto.

Yo siento, lo lamento vivísimamente, tener que recordar a la Cámara –quizás abusando de su paciencia- algunos conceptos que han tomado estado dentro de los debates parlamentarios de la Constitución.

Lamento también obligarla a seguir ciertos razonamientos para completar lo que llamo conceptos vacíos de la Constitución, porque cuando se estamparon en ella o fueron aclarados de manera suficiente, y uno de ellos, precisamente, lo fue el de autonomía; autonomía que, por otra parte, es un concepto de al vaguedad, que vuelca a disciplinas tan distantes y a sectores de organización tan diferentes, que es necesario ver cómo a ese concepto se le da precisión, para que podamos, en definitiva, caminar a trámite seguro. Autonomía es concepto que no creo debamos recibir en el modo, por ejemplo, como las equivalencias del lenguaje lo fijan; porque hay incluso textos, como el del Diccionario de la Lengua, en el cual se nos dice que autonomía es «estado y condición de un pueblo con entera independencia política»; es decir, una fórmula que es mucho más que el Estado federal. Porque la autonomía federal, en efecto, la autonomía de los Estados miembros, la autonomía netamente constitucional, no llega a la afirmación de entera independencia política.

El concepto de autonomía en nuestra Constitución hay que buscarlo en nuestra Constitución misma, porque es un concepto relativo, que ha de tomar toda su substancia de la misma norma constitucional, y en este aspecto es la Constitución la única carta que nos brinda el camino seguro. Dice nuestra Constitución que la Repúblcia española es un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y de las regiones. En cuanto es una autonomía compatible con un Estado, no federal, sino integral, la autonomía no puede ser la de los Estados miembros de los regímenes federales. No se trata tampoco de una autonomía meramente municipal, de aquella que no sobrepasa la esfera de la administración local. Se trata, en definitiva, de un tercer término, sobre cuya precisión hay que tener el mayor cuidado: es el de autonomía politicoadministrativa que ha consignado la Constitución para las regiones. Esta autonomía intermedia, que no es la autonomía constitucional de los Estados federales y que no es tampoco la ínfima categoría autonómica de las esferas locales, es una autonomía cuyas características brotan precisamente de todo el sistema de la Constitución.

A las regiones que quieren organizarse en autonomía se les confiere o se hace posible conferirles facultades de legislación y facultades de ejecución, según los casos, y mediante un régimen de distribución de competencias que la misma Constitución señala. Este modelo, que indudablemente los autores técnicos de la Constitución tuvieron presente en otras formas del Derecho político comparado, es una autonomía cuyas características están bastante hechas en la Historia contemporánea. Se transfieren por delegación, o por distribución de competencias, facultades legislativas; se transfieren también facultades de ejecución; casi nunca estos tipos autonómicos, que en Europa los podríamos señalar también determinadamente, arrastran la posesión de órganos judiciales propios, porque esos órganos judiciales se reservan siempre al Estado; la sola excepción por mí conocida es el país autónomo de Croacia y el territorio de Memel.

Esta forma autonómica, y que, por cierto, se afirma, yo creo con razón que es anómala, porque no es permanente, sino fugaz e histórica, porque camina inexorablemente hacia la «unidad» o a la «separación»; este régimen especial tiene unas características que yo he visto olvidadas por completo en el proyecto de la Comisión, y a las cuales voy ahora a referirme.

Lo primero que de todo resulta es, a mi juicio, que la organización de estas autonomías regionales es obra de la voluntad del Estado; que no hay pacto; que la voluntad de Cataluña ni la voluntad de ninguna región tienen fuerza obligatoria para rendir al Estado a que delegue competencias ni atributos de ningún género. Es el Estado español, es la ley política fundamental, la que, escogiendo para su organización uno de los sistemas, dice: No quiero ser ni organizarme como Estado federal, porque eso lo ha rechazado la Cámara al aprobar la Constitución, haciendo examen concreto, directo y particular de esta cuestión; no soy un Estado de tendencia federativa, porque justamente esta fórmula, que la Comisión constitucional incorporó a uno de sus textos, fue rechazada a impulso de los certeros ataques que contra ella lanzó el Sr. Ortega y Gasset. Pues si no es un Estado federal ni de tendencia federativa, si no es más que un Estado que busca en una descentralización autonómica la manera de organizar sus regiones, sin perjuicio de la unidad integral del Estado español, yo no me explico entonces cómo al crear estas autonomías regionales, en general bajo el patrón de la Constitución y en concreto cuando cada una lo solicite, ha podido pensarse ni por un momento en la doctrina del pacto, el concierto de poder a poder, que brota en los labios de la Comisión parlamentaria. Mucha es su autoridad y por esto mismo podría extraviar al Parlamento bajo un principio tan falso como el que acabo de examinar. (Rumores.)

Consecuencia de ser la organización regional un acto de creación de la voluntad del Estado, es que si la región autónoma es compatible con el Estado español y, como dice otro de los preceptos constitucionales, está dentro del Estado español, el Estado español no puede estar ausente de la organización regional autónoma en el desenvolvimiento efectivo de todas las funciones que la región, en virtud de las delegaciones estatutarias, haya asumido. El Estado tiene un indiscutible derecho de control sobre la actividad de la región autónoma, y este derecho de control lo ejercita en dos planos, que me voy a permitir someter a la ilustrada consideración y parecer de la Cámara, para que se sirve recibirlo, no con el ánimo de aceptarlo desde luego, sino de meditarlo mucho y rechazarlo, si no lo considera acertado.

Este derecho de control requiere que el Estado español ejercite una vigilancia sobre la región autónoma para ver si ésta cumple las funciones que le son cedidas, y esto, señores diputados, que parece un principio atrevido contra la autonomía de la región, yo creo que es algo tan absolutamente incorporado a la naturaleza de estas organizaciones politicoadministrativas, que el propio Estatuto no ha tenido la posibilidad de desentenderse de su fuerza, aunque luego, al reglamentarlo, lo haya defraudado, en absoluta quiebra, rotunda y terminante.

La representación del Gobierno de la República en la región autónoma de Cataluña (no para las funciones generales que el Estado se reserva, porque en éstas no sería vigilancia, sino propia y directa ejecución), sino, como muy bien dice el Estatuto (no en balde han acumulado ahí su saber los mejores técnicos catalanes), la que actúa en el ámbito de las funciones privativas de la región, la confiere el Estatuto –y aquí está el equivoco- al presidente de la Generalidad de Cataluña, el mismo que, a su vez, tiene la representación de Cataluña ante la República española.

Y esto, señores diputados, s lo que no puede ser, a mi juicio, sin una grave contradicción. Poner en cabeza de una misma personalidad de esta organización política la representación de la región ante el Estado y la representación del Estado en la región en aquellas funciones que la región realiza, me parece que es colocar al presidente de la Generalidad en una representación contradictoria para el manejo de altísimos intereses generales, que ni siquiera las normas fáciles del comercio privado, de los intereses particulares, han autorizado por regla general, y sí únicamente por excepción tasada, semejante doble representación antagónica. El presidente de la Generalidad, en función de representar, a las veces, intereses posiblemente en pugna, porque para eso es precisamente el dotar al Estado español de vigilancia en la organización de la región, tendría que volverse de espaldas o como presidente de la Generalidad o como delegado de la representación de la República española. Yo digo que en ese precepto estatutario está reconocida la necesidad de la vigilancia por el Estado, como un atributo indeclinable, y afirmo que, si así está reconocido, no puede ser en principio compatible la representación contradictoria que se hace encarnar en el presidente de la Generalidad. Pero, además, este derecho de control tiene un segundo plano, una segunda actividad, totalmente preteridos en el dictamen de la Comisión parlamentaria. Yo los voy a exponer en este punto, casi a sabiendas de que no habrá concordia posible; pero tengo el deber, o por lo menos creo cumplirlo, de exponer objetivamente mi convicción, para que sirva de una experiencia adelantada a lo que constantemente puede suceder en la práctica de este régimen autonómico de la región de Cataluña. Esta segunda fase es que el Estado, así como ha de estar vigilante, y no por noticia, sino por presencia, ha de estarlo para algo. Y ¿para qué puede estarlo más que para impedir, en garantía del Estado general, el que una autoridad regional, un órgano de legislación o un órgano de ejecución, pero especialmente estos últimos, se extralimiten de la órbita de su propia competencia estatutaria, no ya sólo en una norma, no en una ley, no en un reglamento, sino incluso en una decisión concreta, en un acto que es jurídico precisamente porque lo realiza la autoridad dentro de una competencia legalmente delimitada?

Para estos casos, se me dirá, ahí está el Tribunal de Garantías Constitucionales, para reducir y resolver todos los conflictos de competencia legislativa y también todos los conflictos que puedan surgir entre las autoridades regionales y las generales o del Estado en cualquier orden. Y yo digo, sin perjuicio de que yo acepte en definitiva la opinión siempre más acertada de la Cámara, que hay que tener cuidado con estas equivalencias, porque no es lo mismo evitar un daño por una resolución extralimitada que reparar después un conflicto jurisdiccional ante el Tribunal de Garantías, el resarcimiento teórico de una declaración de derecho en la que se diga que, efectivamente, la autoridad regional, el órgano regional, ha cometido una patente extralimitación que merece y reclama que el Tribunal de Garantías haga una pomposa sentencia diciendo: «En efecto, la región extravasó el límite de su competencia.» Pues bien; de todo esto, ¿qué hay en el Estatuto? De esto no hay nada. El dictamen de la Comisión se ha creído desligado de la necesidad de obtener y aplicar estas directivas que están en la Constitución política misma; en la propia definición de las organizaciones regionales políticoadministrativas, dentro del Estado y compatible con el Estado español, está precisamente esta demarcación autonómica que obliga a semejantes consecuencias.

Y, por último, voy a permitirme retener todavía vuestra atención con tercer principio, al cual doy la máxima y cardinal importancia. Consecuencia de que la organización regional sea un acto de la voluntad del Estado resulta indeclinablemente que el Estado puede remover, revocar, redistribuir las competencias dadas. ¿Qué hay de esto en el Estatuto? En el Estatuto no hay absolutamente nada, y no tengo derecho a decir que este Estatuto de organización regional toma una posición defensiva y desconfiada al sentar como principio el artículo 37 del Estatuto dictaminado por la Comisión, que la iniciativa de las Cortes no podrá promover la revisión del Estatuto. ¿Os hacéis cargo, señores diputados, de lo que es, de lo que representa que nuestra Constitución política nos diga que la cuarta parte de los diputados a Cortes pueden promover con eficacia la iniciativa de reformar la Constitución del Estado, y, en cambio, el Estatuto de la región autonómica sea intangible para las Cortes españolas? Por iniciativa de las Cortes ni siquiera se puede proponer la reforma del Estatuto, no ya realizarla, pero ni siquiera proponerla, porque lo que se niega en el texto del artículo 37 es la validez de la iniciativa de las Cortes. Para reformar el Estatuto es indispensable que actúe el acuerdo del Parlamento catalán, el plebiscito catalán, y cuando el Parlamento catalán y su acuerdo plebiscitado en la región digan que, en efecto, se va a reformar el Estatuto, entonces se remite a las Cortes del Estado español para que aprueben la decisión del Parlamento catalán y el referéndum catalán. Justamente, no quisiera yo argumentar sobre ningún texto que no fuera escrupulosamente recogido, y creo que el dictamen de la Comisión sobre el proyecto de Estatuto de Cataluña dice en este punto así:

«Este Estatuto no podrá ser modificado por iniciativa de las Cortes ni por la del Parlamento catalán, sino mediante el mismo procedimiento seguido para su aprobación.» (Rumores.) He leído el texto, porque advertí en el señor presidente de la Comisión parlamentaria algo asó como su sorpresa, y al advertir yo la sorpresa del presidente de la Comisión parlamentaria, lo que hace es crecer la mía, porque si la participación decisoria, nulamente decisoria, que a las Cortes españolas les está reservada sobre una redistribución de competencia para lo futuro, es a cuenta de seguir el procedimiento de cubrir primero el trámite netamente regional y si no hay este trámite el asunto no llega a las Cortes españolas, porque le habéis negado declaradamente la iniciativa de proponer la reforma de esta distribución… (Rumores.)

Pues ¿qué dice el artículo 37 sino que no se podrá reformar por la iniciativa de las Cortes españolas? (Siguen los rumores.) ¡Ah! Yo lamento que el texto esté tan obscuro que induzca a esta confusión, pero conste que mi lamentación es efímera, porque, al contrario, lo que yo tengo en el fondo de mi conciencia es la mayor alegría de que la Comisión parlamentaria no haya amparado ni un solo instante en su pensamiento la idea de que el Estatuto catalán, una vez aprobado en estas Cortes, es un baluarte inexpugnable contra el cual toda la pontente acción del Poder supremo de estas Cortes o de las posteriores y sucesivas de España no tenga que oír lo que decían los grandes señores cuando llegaba la Justicia: -Señor, que está la Justicia.- Pues que espere en el patio.- No; las Cortes españolas no esperan; las Cortes españolas de hoy, en ejercicio de Poder, tendrán sumo cuidado en no impedir al legislador de mañana, sea cual fuere, la plenitud de sus facultades reformadores, porque entonces llegaríamos verdaderamente a la insensatez de creer que un legislador de hoy puede parar el movimiento político del porvenir (Rumores de aprobación en varios sectores de la Cámara.), que puede estancar la legislación en un punto determinado; y esto, señor presidente de la Comisión parlamentaria, es una construcción demasiado peligrosa para, por lo menos, no haberla dejado esclarecida con una dicción tan pura, tan elegante como la que está precisamente en la facilidad escritora del presidente de la Comisión parlamentaria, que siendo hombre de pluma, y de pluma, y de pluma severísima en el decir, pudo ilustrarnos el precepto con una fórmula tan diáfana, tan transparente que no hubiera dado ocasión ni siquiera a esta duda, que en mí no es reciente, que en mí nace en la intervención del 25 de septiembre, porque entonces, con previsión y ante un texto, por cierto que creo recordar que era igual al del artículo 37 del dictamen de la Comisión (aunque este punto de hecho yo no lo aseguro), ante un texto igual, tuve que dirigirme al presidente de la Comisión parlamentaria de la Constitución Sr. Jiménez de Asúa, y decirle: «Si realmente aquí se acepta el criterio de que las delegaciones de competencia son cesiones irreformables, irrevocables, entonces habremos hecho una dejación permanente de las facultades del Estado.» Y el presidente de la Comisión parlamentaria de la Constitución del Estado (y por eso hoy no quiero que me ocurra lo mismo), que estaba, sin duda, fatigadísimo y ni se enteró de la pregunta, me contestó (como consta en el Diario de Sesiones y más todavía en un reciente y brillantísimo libro que acaba de publicar y cuyo primer ejemplar ha tenido la bondad fraternal de dedicarme): «No hay tal cosa, porque las facultades que ceda el Estado las cede en ejercicio de su libre decisión.» Y esto era no contestar precisamente al problema que entonces, en previsión de futuro, hube de plantear y que tengo hoy que repetir.

Aunque hoy cediéramos con plenitud de albedrío determinada competencia, no tendríamos nosotros derecho nunca a impedir que el Estado español de mañana, en cualquier momento ulterior, deshaga o rectifique –mejor rectificar que deshacer- cualquier competencia imprudentemente delegada en el momento de hoy sin la base de una experiencia histórica. Porque lo más grande es que forjamos este camino para un Estado que vive en la unidad desde una tradición secular, aunque junto a ella haya vivido indebidamente una centralización absurda que yo detesto, y no está de más el que precisemos con toda puntualidad, en consejo de prudencia, que hoy podemos hacer una cesión que la práctica, la realidad, la experiencia de mañana, esté reclamando, de manera inmediata, que rectifiquemos nuestra decisión. Y la política es justamente rectificarse, no por los problemas menudos, sino por la experiencia fundamental, no por la presión de un combate o de una lucha política de encrucijada, sino por afrontar rectamente los resultados de la política nacional para llevarlos al progreso, al éxito, en la mediad que estoy seguro que toda esta Cámara desea con voz unánime. (Muy bien.)

Por eso, señor presidente de la Comisión, yo me permito hacer un ruego. Podrá no ser mi interpretación la exacta; pero reconocerá el Sr. Bello, o, por lo menos, si no lo hiciere cometería gravísima injusticia, que yo he llegado a esta conclusión interpretativa con una objetividad absoluta y que es posible que en la Cámara haya muchos que interpreten igualmente el mismo precepto del artículo 37. (Varios señores diputados: Todos.) Y siendo esto así, la conclusión es clara. El artículo está redactado en términos equívocos. Cuide, pues, el maestro de las letras que preside la Comisión dictaminadora del Estatuto catalán de afinar, para este punto substanciadísimo, para este punto fundamental, su pluma ilustre y exprese los conceptos con tal claridad que ni los legisladores de hoy, ni la opinión pública, pendiente también de este problema, tengan la menor inquietud acerca de este principio cardinal: si en cualquier momento, al organizar estas regiones en núcleo políticoadministrativo, nos equivocamos, será posible rectificar y no podrá querellarse luego Cataluña diciendo: «No, no podéis alterar ni un ápice de la distribución de competencias y de la organización regional ya establecida.»

Aparte de este ruego, yo me permito insistir, y me permito insistir principalmente basado en una consideración que hace más antagónica el artículo 37 del Estatuto. Hay que ponerla con toda claridad. La iniciativa de las Cortes del Estado ha de ser tan espontánea y libre que en cualquier momento rectifique la organización hecha o las delegaciones cedidas, porque existe un derecho exactamente reconocido en el artículo 11 de la Constitución del Estado, cuya lectura nos recomendaba de manera singular el presidente de la Comisión parlamentaria. Decía: «Lean los señores diputados el artículo 11.» Pues ya está leído y releído; y ese precepto dice en su párrafo final que, aprobado el Estatuto, el Estado le reconocerá y amparará como parte integrante de su ordenamiento jurídico y, naturalmente, en cuanto sea parte del ordenamiento jurídico tiene el legislador del Estado español libre y expedita la facultad de reformar revocando decisiones anteriores. Tan es así que yo me permito ilustrar –el acuerdo, no otra cosa- a los señores diputados con la discusión concreta de este artículo 11 de la Constitución. Uno de los textos anteriores que se debatieron, para luego prevalecer éste definitivamente votado, decía que el Estatuto, una vez aprobado, formaría parte del ordenamiento constitucional, y esta palabra constitucional ha sido eliminada para ser substituida por la de jurídico. Ahora bien; la trascendencia es enorme. Si el Estatuto fuera parte integrante del ordenamiento constitucional, habría que colocar la reforma del Estatuto en el mismo plano que la de la Constitución; pero si el Estatuto es una categoría, en estas jerarquías políticas de la legislación del Estado, inferior, porque forma parte integrante de lo que en tesis de interpretación jurista se puede denominar y se denomina el ordenamiento jurídico del país, entonces el rango del Estatuto es el rango de toda ley general y tiene que estar sometido a la plena facultad del legislador para su reforma en cualquier instante. (Muy bien.)

Y cuando éste es el postulado constitucional, el artículo 37 del dictamen estará más claro o estará menos; pero yo lo que digo, seguramente con el asentimiento expreso del presidente de la Comisión que ha dictaminado el Estatuto, es que ellos, el dictamen, no ha querido amparar y dar validez a esta forma ordinaria interpretativa de revocación, y es necesario que se diga.

Podrá discutírseme si mi interpretación de origen era cierta o no; el Sr. Bello me dice: «El orador es de una sutileza extraordinaria y ha creado un problema que no existe»; pero yo le replico al presidente de la Comisión: ¿Y este otro problema? ¿Tenemos facultad para revocar el Estatuto, la tiene el Poder legislativo del Estado español lo mismo que modifica una ley de las que integran nuestro ordenamiento jurídico? Eso es lo que no dice el artículo 37, y si no lo dice, el artículo 37 ¿qué valor tiene? ¿Un valor contradictorio, de oposición a la norma constitucional? Pues ésa es la consecuencia que yo saco del modo como habéis cedido las competencias atribuidas a la ley; habéis dictaminado un proyecto que no se ajusta a la Constitución, y yo esto, señores diputados, lo reputo de una gran trascendencia, tanta que ahora, para sacar la consecuencia de ese punto de vista, permitidme que haga algunas reflexiones para concluir.

Yo no pretende jamás, no lo he pretendido nunca, volverme de espalda a la realidad de cualquier problema político. El hecho catalán, como ha dado en llamársele, tiene una realidad viva y positiva en el cuadro de la política general española. Pero la verdad es que no sólo se trata del problema catalán, sino también del problema entero de las autonomías regionales del Estado español en la multitud de comarcas diferenciadas que tiene dentro de su seno. Yo digo, precisamente por eso, vamos a afrontar el problema de Cataluña, porque tenemos la obligación constitucional de hacerlo y la razón política de hacerlo cuanto mejor sea posible; para hacerlo constitucional hay que votar, hay que acordar un Estatuto de autonomía y ni una línea más. Y ese Estatuto (y yo os relevo del cansancio de la demostración, acompañándola, lo que sería fácil, de diferentes modelos, unos más estrechos, otros más amplios, que se pueden presentar), su esquema, el perfil de esa organización dada en el Estatuto, que combato, trasciende mucho más al Estado federal que a estos tipos de organización regional autonómica. Y en esto, señores diputados, no tenemos opción. Cuando se hacía la Constitución del Estado español podíamos deliberar en amplitud, sin más sujeción que la de la verdad histórica y positiva de España, si nuestra Constitución del Estado español no es federal, las autonomías que se concedan a las regiones no pueden ser autonomías equivalentes, ni semejantes a las de los Estados miembros de los Estados federales. Tienen que ser estas autonomías de características tales como las que yo he tratado de recoger del espíritu mismo de la Constitución, en su interpretación más autorizada, que, naturalmente, nunca ha sido la mía, sino la de los elementos personales y testimonios que yo he ido invocando en el curso de estas manifestaciones. No hay, por lo tanto, en esta mi actitud oposición sistemática.

Pero yo no me sé volver de espalda a la Constitución y, para mí, lo puesto en la Constitución es de una obligatoriedad moral y jurídica indiscutible, que yo cumpliré siempre con una absoluta fidelidad y restricción, para no cometer nunca la más pequeña extralimitación, sobre todo en problemas de tan enorme magnitud. Y digo que es prudente advertirnos a todos de que los revisemos hacia dentro, caminando con toda decisión hacia la solución del problema regional de España, llámese catalán, llámese vasco, llámese gallego, llámese cualquiera que sea el nombre de su situación; pero vamos a resolverlo dentro de la norma constitucional. Si no lo hacemos así, si cedemos en extralimitación, como la que yo he querido destacar en el día de hoy, permitidme que ayude, no a vuestra reflexión, que siempre es espontánea, sino a comunicaros la intimidad de mi pensamiento, con algunas finales reflexiones.

El problema, como decíamos al principio, está entregado a una lucha, de pasión noble en gran parte; turbia, quizá, en otros sectores. Pues buen, cuidemos de no ofrecer a ninguna campaña el argumento terriblemente eficaz de que nuestra condescendencia y la apetencia de Cataluña han ido a solucionar el problema regional de autonomía un límite más allá del marco cerrado por la Constitución; no demos a nadie el cartel de atacar cualquier acuerdo de estas Cortes (y menos éste), precisamente por el vicio de inconstitucionalidad; no dejemos nunca que un pecado de esa naturaliza se pueda imputar aun momento seguramente pasajero y transitorio de la vida republicana del país.

Pero, además, señores diputados, reconoced conmigo que hoy hay una indicación, que yo lamento no tener condiciones para cumplir; pero es preciso evitar que ante esas imputaciones se pueda identificar en ningún instante la República con un acto estatutario que pueda ser fruto de una condenación por razones análogas a las que acabo de establecer. Es necesario, es conveniente a la República misma que desde su campo se levanten voces encaminadas a restringir todo empeño de excesiva liberalidad, no de excesivo liberalismo, en dar generosamente competencias nuevas desposeyendo así al Estado español. Es necesario que la opinión pública sepa y admita que la República, al lado de su viejo principio federal, tiene posibilidades de abanderar también en el camino de su progreso un lema de Estado unitario con descentralización y, por tanto, netamente constitucional, que arraiga en lo más hondo de los sentimientos republicanos del país; que no se diga en ningún instante, ni con razón ni sin ella, que la República extrema condescendencias y hace dejación de atributos de Estado.

Y además, permitidme que os diga también que el problema de hoy tiene una gravedad extrema, y la tiene porque vamos a fijar un método de organización de las regiones políticoadministrativas. No me importaría a mí tanto ceder a Cataluña, con sentido de desprendimiento, en cuanto fuera compatible con el deber de conciencia, facultades que en la política organización estatal debemos rendir; pero sería muy grave que, a seguida, las restantes regiones pretendan también su organización autonómica por idénticos métodos y principios, y en caso tal, el camino de la República puede ser un tránsito de funesto error.

Sin necesidad de volver los ojos a recuerdos de historia republicana, en cuya similitud yo no he creído jamás, debo decir, sí, que un método político semejante dificultaría precisamente la gran obre de política nacional de reconstrucción del Estado, de creación de sus resortes formidables, que es lo que está clamando la República. Prueba de ello, señores del Gobierno, únicos, repito, expertos gobernantes, republicanos y socialistas que, cuando el calor de la opinión pública os llega más cerca en decidido aplauso es justamente cuando destacándoos desde las posiciones particulares os ponéis a realizar empresas de alto interés general, aunque sea sacrificando intereses de clase, como una vez y otra ha hecho el formidable partido socialista español, cuya colaboración en la República de España en estos momentos difíciles ha de ser motivo de imperecedero reconocimiento. Y ese aplauso incondicional y este acto de sincera justicia que yo os rindo, lo ganáis precisamente cuando decís: «Por encima de los intereses de clase, por encima de los intereses particulares está el interés del Estado.» Y ahí, en el servicio del interés del Estado, en la política verdaderamente nacional y de construcción es donde tenéis a todos los españoles detrás de vosotros, para prestaros, con su aliento, toda la fuerza necesaria para gobernar en los iniciales momentos difíciles de la vida republicana española. He dicho (Aplausos en casi todos los sectores de la Cámara.)