Calasanz y Galileo
E. S.
Prólogo a ‘Diálogo sobre los sistemas del mundo’ Galileo; Edición Facsimil; Editorial Maxtor
Es curioso observar cómo a lo largo de la Historia florece siempre junto a la ribera de los grandes descubrimientos, arrollada al tronco vigoroso del creador genial, una pléyade de cronistas y críticos, hidra que se nutre del jugo sazonado de los nuevos frutos y que apunta, sin embargo, hacia paisajes y pasajes deformados por su propia tortuosa dirección, cuando no a biseles falsos, de tendenciosa pendiente. Tal es el caso Galileo Galilei. El padre de la Dinámica, fundador auténtico de la filosofía moderna, no necesita de encendidos elogios para acotar la titánica labor que realizara. Pero aún más nocivas resultan las exégesis parciales de su vida y su obra, enderezadas a un fin preconcebido que sirven de derrotero a intenciones inconfesables.
Se ha dicho de Galileo que la Iglesia, no contenta con hacerle sufrir en las cárceles de la Inquisición, le torturó con tormentos morales de huella más caustica. Se quiere hacer patente con tales afirmaciones el contraste entre la ciencia y la religión, que produce -según tan avispados espíritus- una honda divergencia, imposible de cancelar en el futuro. Y hasta el mismo Hegel llega a decir en su «Filosofía de la Historia Universal», que, a raíz de la injusta campaña emprendida por la Iglesia contra Galileo, todos los hombres que piensan se han alejado de ella; y aun se atreve a declarar con absoluta carencia de respeto a la verdad: «De este modo el mundo católico ha -permanecido rezagado en la cultura y sumido en el mayor embotamiento». No es preciso subrayar pues resulta notoria y definitiva, la descarnada malicia e imperdonable ligereza que en tales juicios alienta pero si queremos analizar un hecho tal vez poco conocido, que contribuye a iluminar las relaciones de la Iglesia con Galileo, y al mismo tiempo, enaltece todavía más la grandeza de San José de Calasanz -santo español a cuya gloria no se Ie rendirá jamás el culto debido- fundador de las Escuelas Pías, la magnífica institución nacida en Roma a fines del siglo XVI, Y que poco más tarde iba a extender por el mundo, con la cultura para los niños pobres difundida con el mayor altruismo, una verdadera revolución pedagógica forjada por el genio apostólico del Santo de Peralta de la Sal.
En aquellos tiempos, graves y sesudos varones sostenían, incluso desde las más altas cátedras, que la geometría era un arte diabólico, que los matemáticos debían ser barridos de las máximas herejías. Pues bien, José de Calasanz, adelantándose al espíritu de su época, se sitúa con arrogancia frente a las tinieblas, frente a los mercaderes de falsa ciencia, y con aquella clarividencia en él característica, dice al padre rector del colegio de Nápoles: «Procurad que los nuestros estudien las matemáticas, porque vendrá un tiempo en que esta ciencia se halle en grande estima». Y fruto de esta su creencia fue el cuidado con que procuró que el mismo Galileo, con el cual le unía profunda amistad, aleccionase en las ciencias exactas a los PP. Escolapios Angel Sesti, Clemente Settimi y Francisco Michelini, entre otros, siendo de notar que el ultimo sucedió a Galileo en su cátedra de la Universidad de Pisa. Vicente Viviani, el gran matemático discípulo de Galileo, corrobora el extraordinario interés con que seguía el Santo las teorías del descubridor de la ley de inercia y alaba al escolapio, padre Clemente Settimi, quien en aquella época era el único que enseñaba matemáticas en la capital de Toscana».
Frente a la ciencia apolínea de la antigüedad brota la ciencia cáustica, moderna, hija de la astronomía, que desciende del cielo a la tierra a lo largo del plano inclinado de Galileo, San José de Calasanz, oye una vez más aquellas persuasorias palabras: «Mira, José, mira; comprende perfectamente que en el cerebro de aquél anida una de las más preclaras inteligencia del siglo, y como a tal lo distingue, confiándole la educación científica de sus más queridos hijos». Y así, no puede sorprendernos que cuando Galileo, en su residencia de Arcetri, necesita un joven inteligente a quien dictar las leyes que él va, semiciego, arrancándole a la Naturaleza, solicite del Rector de las Escuelas Pías de Florencia un amanuense, ni que San José de Calasanz se dirija a aquel Rector y en carta de 16 de abril de 1639 le diga: «Si Galileo desea que el P. Settimi se quede con él una o más noches, no tenga reparo en darle gusto. ¡Ojalá que éste aproveche como puede y debe, con la compañía y trato de tan sabio varón!» He aquí cómo el Fundador de las Escuelas Pías juzga al que los perspicaces autores antes citados consideran como vituperado por la Iglesia y hostilizado continuamente por las insidias de los católicos. Es ocioso añadir comentario alguno sobre tan gratuitas aseveraciones, pues es evidente que, de ser ciertas, ni José de Calasanz se hubiese atrevido a hacer pública su admiración por Galileo, ni mucho menos a dispensar a algunos de sus religiosos de la regla que prohibe severamente pernoctar fuera de los conventos.
Queda mucho por estudiar en la contribución de España a la historia de la Ciencia, pero es digno de destacarse el rasgo que señalamos, ya que prueba, además, que el Santo que consagró su vida al mayor incremento de la piedad, no ignoraba que la filosofía se halla escrita, con lenguaje matemático, en el gran libro de la Naturaleza.
El 17 de febrero de 1564 nació en Pisa Galileo Galilei. El sol quizá sintiese ese día un íntimo estremecimiento, y la población celeste tal vez se conmoviera de consuno al saludar a quien en breve plazo revelaría al mundo más verdades acerca de la astronomía que la totalidad de las entrevistas en el curso de los treinta siglos precedentes. Pues en sus continuas y fecundas excursiones por el espacio, atraído por la perpetua aventura del universo y esa su armonía que es realmente la «música de las esferas», gobernando el telescopio por él mismo inventado, descubrió los cuatro satélites de Júpiter, suministró noticias sobre las fases de Venus, analizó la estructura de la Vía Láctea y de las nebulosas, advirtió las cordilleras de la Luna y demostró el «teorema de existencia» de las manchas solares, las cuales habían sido consideradas como mera apariencia, en gracioso homenaje a la Aristotélica incorruptibilidad de los cielos.
Ejemplo notable del más puro afán de investigación nos ofrece Galileo, estudiante de Medicina, cuando a sus diecinueve años, clavada la vista en los vaivenes de la lámpara de la catedral de Pisa, descubre el isocronismo de las pequeñas oscilaciones del péndulo y piensa, luego, como útil aplicación a la Medicina, en aprovecharlas para medir la frecuencia del pulso a los pacientes. Mas no eran Galeno e Hipócrates los maestros preferidos por el joven toscano. Los elementos de Euclides y la obra del genial siracusano fueron estudiados con verdadero ahinco. Y entre los filósofos de la antigüedad es fácil derivar de su culto a Demócrito el inicial escepticismo hacia los peripatéticos..
Resulta fácil hoy, después de tres siglos a través de los cuales el racionalismo galileano ha permeabilizado el intelecto, sonreír de los sofismas dialécticos que entonces imperaban. Eran las ciencias exactas, todavía tiernas de infancia, brotes que prometían dilatadas previsiones que iban a destruir privilegios de casta o taumatúrgicos remedios explotados por profesionales taimados, cuyos intereses entraban en colisión con el desarrollo de aquellas jóvenes teorías. Las lanzadas del autor de los «Discursos» frente a toda aquella filosofía pseudocientífica son muy conocidas. Cuando los peripatéticos «demostraban» que el agua sube por los tubos de las bombas porque «la Naturaleza tiene horror al vacío»>, Galileo comenta con su peculiar sarcasmo: «Cierto, y quiere ello decir que el horror de la Naturaleza no es mayor de 18 brazas.»
Su credo está admirablemente resumido en esta luminosa frase: «La filosofía está escrita en este grandísimo libro que continuamente está abierto delante de nuestros ojos -yo nombro al Universo-; pero no se puede entender si antes no estudiamos la lengua y conocemos los caracteres en los cuales está escrita. La lengua es la matemática y los caracteres son triánguIos, circunferencias y otras figuras geométricas, sin cuyos medios es humanamente imposible entender una sola palabra; sin ellos vagará uno inútilmente por oscuro laberinto. Y de aquí se deduce que la esencia del método experimental consiste en la observación de la Naturaleza y en la interpretación de estas observaciones a la luz de la razón, a través de la matemática»
Si hubiésemos de hacer un inventario detallado de su aportación a las distintas ramas del saber, seguramente que desde la filosofía a la Biología encontraríamos parcelas acotadas por su genial, sintética visión. Baste recordar que el principio de inercia, la balanza hidrostática, el principio de los trabajos virtuales, la ley de composición de las fuerzas, del movimiento parabólico de los proyectiles, la del movimiento acelerado y tantas otras estudiadas en Dinámica, fueron explícitamente enunciadas o descubiertas por él. Además, su nombre figura en la prehistoria del cálculo de probabilidades e incluso en Ia de la Biología matemática.
Se ha divulgado erróneamente que con ello la ciencia de la Naturaleza destronaba y esclavizaba a la filosofía; antes al contrario, lo que hizo fue liberarla, y por cierto, en grado superlativo. Mach describe insuperablemente este proceso y concluye que la divina intuición del genio es la única brújula para navegar por el océano infinito de lo desconocido. Lagrange, el creador de la mecánica analítica realizada por Galileo, afirma que si bien muchos de sus descubrimientos sólo exigían telescopio y asiduidad, eta preciso, sin embargo, un genio extraordinario para desentrañar las leyes de la Naturaleza en los fenómenos que se habían tenido al alcance de los ojos; pero cuya explicación había escapado siempre a los intentos de los filósofos. Quizá el éxito en tan ardua empresa residió en abandonar las vanas cuestiones crecidas a la sombra del «porqué», y perseguir, en cambio, con redoblado ahinco las leyes del «cómo».
No nos detenemos en comentar el tan .conocido episodio de la pretendida persecución. por parte de la Iglesia; subrayamos su amistad íntima con San José de Calasanz, y cómo los RR. PP, escolapios Sesti, Settimi y Michelini fueron discípulos suyos, y el último, además, su sucesor en la Universidad de Pisa.
Querernos, para terminar, insistir en otra faceta no menos digna de contemplación en su poliédrica personalidad. Aludimos a su magnífico estilo, que le hace crear la prosa científica, y por otra parte, su amor a la música y a la poesía. El protagonista de los «Diálogos» y de «Il Saggiatore» compuso poemas de suprema belleza, he aquí una muestra:
Il Ciel m'alao verso le stelle'l volto
E con belleze eterne
Alle rote superne
Mi chiama: Io le sue voci nor ascolto.
E in una chioma bionda
Pare che piu s'asconda
L'anima mia che nel suo proprio velo
Cosi del mio pensiero.
Non dalle stelle m’e contesto'l vero.
…………………….
Prólogo a ‘Diálogo sobre los sistemas del mundo’ Galileo; Edición Facsimil; Editorial Maxtor
Es curioso observar cómo a lo largo de la Historia florece siempre junto a la ribera de los grandes descubrimientos, arrollada al tronco vigoroso del creador genial, una pléyade de cronistas y críticos, hidra que se nutre del jugo sazonado de los nuevos frutos y que apunta, sin embargo, hacia paisajes y pasajes deformados por su propia tortuosa dirección, cuando no a biseles falsos, de tendenciosa pendiente. Tal es el caso Galileo Galilei. El padre de la Dinámica, fundador auténtico de la filosofía moderna, no necesita de encendidos elogios para acotar la titánica labor que realizara. Pero aún más nocivas resultan las exégesis parciales de su vida y su obra, enderezadas a un fin preconcebido que sirven de derrotero a intenciones inconfesables.
Se ha dicho de Galileo que la Iglesia, no contenta con hacerle sufrir en las cárceles de la Inquisición, le torturó con tormentos morales de huella más caustica. Se quiere hacer patente con tales afirmaciones el contraste entre la ciencia y la religión, que produce -según tan avispados espíritus- una honda divergencia, imposible de cancelar en el futuro. Y hasta el mismo Hegel llega a decir en su «Filosofía de la Historia Universal», que, a raíz de la injusta campaña emprendida por la Iglesia contra Galileo, todos los hombres que piensan se han alejado de ella; y aun se atreve a declarar con absoluta carencia de respeto a la verdad: «De este modo el mundo católico ha -permanecido rezagado en la cultura y sumido en el mayor embotamiento». No es preciso subrayar pues resulta notoria y definitiva, la descarnada malicia e imperdonable ligereza que en tales juicios alienta pero si queremos analizar un hecho tal vez poco conocido, que contribuye a iluminar las relaciones de la Iglesia con Galileo, y al mismo tiempo, enaltece todavía más la grandeza de San José de Calasanz -santo español a cuya gloria no se Ie rendirá jamás el culto debido- fundador de las Escuelas Pías, la magnífica institución nacida en Roma a fines del siglo XVI, Y que poco más tarde iba a extender por el mundo, con la cultura para los niños pobres difundida con el mayor altruismo, una verdadera revolución pedagógica forjada por el genio apostólico del Santo de Peralta de la Sal.
En aquellos tiempos, graves y sesudos varones sostenían, incluso desde las más altas cátedras, que la geometría era un arte diabólico, que los matemáticos debían ser barridos de las máximas herejías. Pues bien, José de Calasanz, adelantándose al espíritu de su época, se sitúa con arrogancia frente a las tinieblas, frente a los mercaderes de falsa ciencia, y con aquella clarividencia en él característica, dice al padre rector del colegio de Nápoles: «Procurad que los nuestros estudien las matemáticas, porque vendrá un tiempo en que esta ciencia se halle en grande estima». Y fruto de esta su creencia fue el cuidado con que procuró que el mismo Galileo, con el cual le unía profunda amistad, aleccionase en las ciencias exactas a los PP. Escolapios Angel Sesti, Clemente Settimi y Francisco Michelini, entre otros, siendo de notar que el ultimo sucedió a Galileo en su cátedra de la Universidad de Pisa. Vicente Viviani, el gran matemático discípulo de Galileo, corrobora el extraordinario interés con que seguía el Santo las teorías del descubridor de la ley de inercia y alaba al escolapio, padre Clemente Settimi, quien en aquella época era el único que enseñaba matemáticas en la capital de Toscana».
Frente a la ciencia apolínea de la antigüedad brota la ciencia cáustica, moderna, hija de la astronomía, que desciende del cielo a la tierra a lo largo del plano inclinado de Galileo, San José de Calasanz, oye una vez más aquellas persuasorias palabras: «Mira, José, mira; comprende perfectamente que en el cerebro de aquél anida una de las más preclaras inteligencia del siglo, y como a tal lo distingue, confiándole la educación científica de sus más queridos hijos». Y así, no puede sorprendernos que cuando Galileo, en su residencia de Arcetri, necesita un joven inteligente a quien dictar las leyes que él va, semiciego, arrancándole a la Naturaleza, solicite del Rector de las Escuelas Pías de Florencia un amanuense, ni que San José de Calasanz se dirija a aquel Rector y en carta de 16 de abril de 1639 le diga: «Si Galileo desea que el P. Settimi se quede con él una o más noches, no tenga reparo en darle gusto. ¡Ojalá que éste aproveche como puede y debe, con la compañía y trato de tan sabio varón!» He aquí cómo el Fundador de las Escuelas Pías juzga al que los perspicaces autores antes citados consideran como vituperado por la Iglesia y hostilizado continuamente por las insidias de los católicos. Es ocioso añadir comentario alguno sobre tan gratuitas aseveraciones, pues es evidente que, de ser ciertas, ni José de Calasanz se hubiese atrevido a hacer pública su admiración por Galileo, ni mucho menos a dispensar a algunos de sus religiosos de la regla que prohibe severamente pernoctar fuera de los conventos.
Queda mucho por estudiar en la contribución de España a la historia de la Ciencia, pero es digno de destacarse el rasgo que señalamos, ya que prueba, además, que el Santo que consagró su vida al mayor incremento de la piedad, no ignoraba que la filosofía se halla escrita, con lenguaje matemático, en el gran libro de la Naturaleza.
El 17 de febrero de 1564 nació en Pisa Galileo Galilei. El sol quizá sintiese ese día un íntimo estremecimiento, y la población celeste tal vez se conmoviera de consuno al saludar a quien en breve plazo revelaría al mundo más verdades acerca de la astronomía que la totalidad de las entrevistas en el curso de los treinta siglos precedentes. Pues en sus continuas y fecundas excursiones por el espacio, atraído por la perpetua aventura del universo y esa su armonía que es realmente la «música de las esferas», gobernando el telescopio por él mismo inventado, descubrió los cuatro satélites de Júpiter, suministró noticias sobre las fases de Venus, analizó la estructura de la Vía Láctea y de las nebulosas, advirtió las cordilleras de la Luna y demostró el «teorema de existencia» de las manchas solares, las cuales habían sido consideradas como mera apariencia, en gracioso homenaje a la Aristotélica incorruptibilidad de los cielos.
Ejemplo notable del más puro afán de investigación nos ofrece Galileo, estudiante de Medicina, cuando a sus diecinueve años, clavada la vista en los vaivenes de la lámpara de la catedral de Pisa, descubre el isocronismo de las pequeñas oscilaciones del péndulo y piensa, luego, como útil aplicación a la Medicina, en aprovecharlas para medir la frecuencia del pulso a los pacientes. Mas no eran Galeno e Hipócrates los maestros preferidos por el joven toscano. Los elementos de Euclides y la obra del genial siracusano fueron estudiados con verdadero ahinco. Y entre los filósofos de la antigüedad es fácil derivar de su culto a Demócrito el inicial escepticismo hacia los peripatéticos..
Resulta fácil hoy, después de tres siglos a través de los cuales el racionalismo galileano ha permeabilizado el intelecto, sonreír de los sofismas dialécticos que entonces imperaban. Eran las ciencias exactas, todavía tiernas de infancia, brotes que prometían dilatadas previsiones que iban a destruir privilegios de casta o taumatúrgicos remedios explotados por profesionales taimados, cuyos intereses entraban en colisión con el desarrollo de aquellas jóvenes teorías. Las lanzadas del autor de los «Discursos» frente a toda aquella filosofía pseudocientífica son muy conocidas. Cuando los peripatéticos «demostraban» que el agua sube por los tubos de las bombas porque «la Naturaleza tiene horror al vacío»>, Galileo comenta con su peculiar sarcasmo: «Cierto, y quiere ello decir que el horror de la Naturaleza no es mayor de 18 brazas.»
Su credo está admirablemente resumido en esta luminosa frase: «La filosofía está escrita en este grandísimo libro que continuamente está abierto delante de nuestros ojos -yo nombro al Universo-; pero no se puede entender si antes no estudiamos la lengua y conocemos los caracteres en los cuales está escrita. La lengua es la matemática y los caracteres son triánguIos, circunferencias y otras figuras geométricas, sin cuyos medios es humanamente imposible entender una sola palabra; sin ellos vagará uno inútilmente por oscuro laberinto. Y de aquí se deduce que la esencia del método experimental consiste en la observación de la Naturaleza y en la interpretación de estas observaciones a la luz de la razón, a través de la matemática»
Si hubiésemos de hacer un inventario detallado de su aportación a las distintas ramas del saber, seguramente que desde la filosofía a la Biología encontraríamos parcelas acotadas por su genial, sintética visión. Baste recordar que el principio de inercia, la balanza hidrostática, el principio de los trabajos virtuales, la ley de composición de las fuerzas, del movimiento parabólico de los proyectiles, la del movimiento acelerado y tantas otras estudiadas en Dinámica, fueron explícitamente enunciadas o descubiertas por él. Además, su nombre figura en la prehistoria del cálculo de probabilidades e incluso en Ia de la Biología matemática.
Se ha divulgado erróneamente que con ello la ciencia de la Naturaleza destronaba y esclavizaba a la filosofía; antes al contrario, lo que hizo fue liberarla, y por cierto, en grado superlativo. Mach describe insuperablemente este proceso y concluye que la divina intuición del genio es la única brújula para navegar por el océano infinito de lo desconocido. Lagrange, el creador de la mecánica analítica realizada por Galileo, afirma que si bien muchos de sus descubrimientos sólo exigían telescopio y asiduidad, eta preciso, sin embargo, un genio extraordinario para desentrañar las leyes de la Naturaleza en los fenómenos que se habían tenido al alcance de los ojos; pero cuya explicación había escapado siempre a los intentos de los filósofos. Quizá el éxito en tan ardua empresa residió en abandonar las vanas cuestiones crecidas a la sombra del «porqué», y perseguir, en cambio, con redoblado ahinco las leyes del «cómo».
No nos detenemos en comentar el tan .conocido episodio de la pretendida persecución. por parte de la Iglesia; subrayamos su amistad íntima con San José de Calasanz, y cómo los RR. PP, escolapios Sesti, Settimi y Michelini fueron discípulos suyos, y el último, además, su sucesor en la Universidad de Pisa.
Querernos, para terminar, insistir en otra faceta no menos digna de contemplación en su poliédrica personalidad. Aludimos a su magnífico estilo, que le hace crear la prosa científica, y por otra parte, su amor a la música y a la poesía. El protagonista de los «Diálogos» y de «Il Saggiatore» compuso poemas de suprema belleza, he aquí una muestra:
Il Ciel m'alao verso le stelle'l volto
E con belleze eterne
Alle rote superne
Mi chiama: Io le sue voci nor ascolto.
E in una chioma bionda
Pare che piu s'asconda
L'anima mia che nel suo proprio velo
Cosi del mio pensiero.
Non dalle stelle m’e contesto'l vero.
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