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jueves, abril 28, 2011

ALGUNOS RETOS DE LA VIDA RELIGIOSA (J. Estrada)

Proyección

Año XLVIII nº 200, Enero-Marzo 2001, pp. 53-66
ALGUNOS RETOS DE LA VIDA RELIGIOSA ANTE EL TERCER MILENIO
Juan A Estrada

Después de una época de cambios, como ha sido el siglo XX para la Iglesia y para la vida religiosa, nos encontramos ahora con un cambio de época. Mi impresión es que estamos asistiendo al final de una etapa de la vida religiosa, al final de un modelo y que el gran reto con el que estamos confrontados al comienzo del tercer milenio es construir otro paradigma, otro modelo distinto de vida religiosa del que hemos ido desarrollando en el segundo. Los signos de agotamiento del actual modelo de vida religiosa se acumulan: envejecimiento progresivo, caída de vocaciones, persistencia en las salidas (aunque haya disminuido su número), dificultades para encontrar una espiritualidad y un estilo de formación adaptado a las necesidades del mundo de hoy, estancamiento y abandono progresivo de obras apostólicas, dificultades de integración en la sociedad e Iglesia actual sin perder la identidad específica de cada congregación, etc.: estos son hechos, que pueden ser leídos como signos de los tiempos que interpelan a las órdenes.

En realidad, el Concilio Vaticano II ha sido el único concilio que ha hablado de la vida religiosa dentro del esquema eclesiológico. Es decir, al hablar de la vida de la Iglesia en los grandes esquemas fundamentales de la “Lumen Gentium” y de la “Gaudium et Spes”, encontramos una serie de párrafos que se aplican a la vida religiosa y que luego fueron desarrollados de una manera más explícita y sistemática en el “Decreto sobre la vida religiosa”. Hay dos elementos fundamentales que siempre se ponen en primer plano: la vida religiosa tiene que ser signo y un testimonio (LG 31.39; PC 1). Aparece sobre todo como un signo testimonial. Este es uno de los elementos que tenemos que desarrollar, ¿Un signo de qué? Junto a él hay un segundo punto, el del seguimiento de Cristo. Desde ambas perspectivas, seguimiento y testimonio, la vida religiosa tiene un lugar en la Iglesia.

A esto añade el concilio Vaticano II una demanda, la de la vuelta de las órdenes al carisma inicial, la de inspirarse en los orígenes y, al mismo tiempo, la de actualización ("aggiornamento") o puesta al día para hacerse presente en el mundo de hoy. Pero para poder actualizar adecuadamente hay que retomar la historia que da raíces e identidad. Antes de profundizar en algunos retos y desafíos actuales, hay que recordar los orígenes y lo que inicialmente significó la Vida Religiosa. Esto es tanto más urgente, cuanto más renovada está la eclesiología. No olvidemos que el concilio Vaticano II ha revalorizado la condición laica en la Iglesia y ha iniciado un camino en una línea contraria a la reforma gregoriana, en el siglo XI, que impulsó la vocación temporal de los laicos a costa de su papel activo en la vida interna de la iglesia. Una de las consecuencias de este nuevo enfoque es la variedad y cantidad de vocaciones laicales que se han promovido en la segunda mitad del siglo XX. Esta renovación del laicado afecta a la vida religiosa, ya que ofrece nuevas posibilidades de vida cristiana y elimina el casi monopolio de la vida religiosa para vivir el radicalismo evangélico.

1. La herencia del monacato

El punto de partida es el reconocimiento de que el monacato surgió tardíamente en la Iglesia como cristalización de un movimiento inspirado por el Espíritu. La vida religiosa no es el centro del evangelio ni tiene asegurada su permanencia histórica, como la Iglesia, sino que está al servicio del primero y se integra en la segunda como una corriente renovadora y rica, pero no esencial ni constitutiva. Hay que asumir con humildad que fue Dios mismo el que inspiró el nacimiento de las órdenes religiosas, en el doble contexto del seguimiento y del testimonio. Y si Dios permite su extinción, tanto a nivel general como en la concreción de cada orden o familia religiosa, no es ninguna catástrofe para la Iglesia. Desaparecería algo que ha sido muy importante pero que no es constitutivo ni esencial para la supervivencia del cristianismo.

El contexto del nacimiento de la vida religiosa fue también paradójico. A finales del siglo III o comienzos del siglo IV, la Iglesia vivía en una situación de triunfo. Se aproximaba la legitimación y luego oficialización del cristianismo como religión del imperio, y con ello, el final de las persecuciones. La sociedad romana se abrió cada vez más a los cristianos, que estaban representados en todos los sectores sociales, y el poder político se vio, cada vez más, obligado a reconocer jurídicamente lo que ya era una realidad sociopolítica: que una gran parte de la sociedad se había convertido al cristianismo y que otros muchos se aproximaban cada vez más a él. Consecuentemente, el cristianismo se convirtió en la religión de moda del imperio, y la iglesia se autoafirmó partir del reconocimiento del emperador Constantino. Este se presentó como el gran bienhechor, de tal modo que la Iglesia ortodoxa no temió hablar de él como del apóstol número trece. Es muy probable que Constantino muriera como un pagano, sin llegar siquiera a bautizarse, lo cual muestra el grado de entusiasmo y de identificación de la Iglesia con el César que había puesto fin a las persecuciones, al que daba el título simbólico de "apóstol".

En este contexto de triunfo, de gloria y de admiración surgió un grupo minoritario que buscaba mantener el radicalismo del evangelio y pretendía continuar con la doble tradición martirial y profética de los siglos pasados. Este grupo no se integró en el contexto triunfalista de la Iglesia en aquel momento, sino que avisó repetidamente sobre los peligros de la mundanización y la necesidad de continuar con el espíritu martirial de las persecuciones. Ya que no era posible el martirio cruento, por que las autoridades dejaron de perseguir a los cristianos, había que pasar al incruento. Morir al mundo desde la renuncia a la sociedad, las prácticas de ayunos y penitencia, el ejercicio de la contemplación, la búsqueda de soledad y retiro, etc. Estas eran las nuevas aspiraciones del naciente movimiento de los padres del desierto.

El ideal que les inspira es evangélico, la manera de ejercerlo está condicionada socioculturalmente. El trasfondo cultural es el de la filosofía helenista: el alma prisionera del cuerpo, dualismo entre lo natural y lo sobrenatural, importancia de dominar el cuerpo y las pasiones, prioridad de la contemplación sobre la vida activa, la soledad como lugar apropiado para encontrarse con Dios, etc. Por eso, el ideal de la vida monacal es el del eremita, el monje solitario dedicado a la oración y a la penitencia. Sólo en una fase posterior se impuso el cenobio o monasterio. En él se quería actualizar el reinado de Dios construyendo un modelo comunitario al margen de la sociedad, a la que había que dar testimonio, y dentro de la iglesia, pero apartándose de los estamentos jerárquicos y de la vida de los cristianos que permanecían en el mundo. El contexto sociocultural impregnó el ideal del seguimiento de Cristo, entendido como una renuncia al mundo, según el ideal de la vida angélica, que es el que parecía más adecuado a la trascendencia.

El movimiento monacal fue inicialmente laico, de tal modo que los sacerdotes tenían que renunciar al ejercicio del ministerio y a sus potestades sacramentales para integrarse en él. San Juan Crisóstomo fue el gran teólogo que planteó el ideal de seguimiento de los monjes como una exigencia para toda la Iglesia. La gran dificultad está en el molde sociocultural adoptado, que tiene como trasfondo el neoplatonismo y la Estoa. Ambos pregonan la necesidad de abandonar las tareas temporales en favor de las espirituales, la supremacía de la contemplación sobre la acción, y el rechazo de las actividades corporales, sobre todo de la sexualidad, como algo que se oponía a la superioridad del espíritu sobre el cuerpo.

De ahí, la necesidad de una vida regulada, penitencial y mortificada, que resultaba poco compatible con la de los seglares inmersos en los asuntos temporales.

Esta concepción de lo sobrenatural y de lo sagrado, como opuesto a lo natural y profano, no sólo marcó a la vida monacal, sino que sirvió de paradigma para la vida religiosa posterior, a pesar de los cambios que trajo consigo la invasión de los pueblos bárbaros. La vida religiosa se hizo más apostólica por necesidades eclesiales y sociales, sin renunciar a su espiritualidad monacal, que se había convertido en el prototipo de la cristiana. El costo de este proceso fue grande: se estableció un dualismo entre los cristianos, siendo los monjes los testigos de la vida consagrada, que dejó de ser lo que caracterizaba al bautismo en favor de los monjes. Los consagrados dejaron de ser los cristianos, como ocurría en los primeros siglos, y se convirtieron en una elite minoritaria y superior. La conciencia de superioridad se expresaba en el cambio del nombre bautismal por el de la profesión religiosa, a la que se veía como un segundo bautismo.

2. Los nuevos cambios en la teología

El doble ideal monacal de seguimiento de Cristo y de testimonio martirial sigue siendo válido en la actualidad, pero ha cambiado el contexto cultural y la forma de traducirlo a la sociedad y a la Iglesia. El Concilio Vaticano II ha supuesto una revalorización de la teología de las realidades terrestres a partir de una nueva comprensión de la relación con Dios. El Concilio vino precedido de la crisis provocada por la "nueva teología", que propugnaba una nueva forma de entender la relación entre lo sobrenatural y lo natural, rompiendo con el dualismo anterior. También por una comprensión distinta de la Iglesia, peregrina en la historia, en la que tiene que discernir los signos de los tiempos y servir a la humanidad. A partir de aquí hay que comprender el giro antropológico de la teología, la insistencia en el Dios encarnado, la subordinación de la Iglesia al reinado de Dios, la teología de la misión, la revalorización del laicado y de la comunidad como ejes eclesiológicos fundamentales.

Estos cambios han marcado la vida cristiana y también la religiosa. Se realza el compromiso cristiano como la marca de la espiritualidad; se pasa del dualismo de contemplación y acción, simbolizados por María y Marta, a la contemplación de Dios en lo terreno; se resalta el valor divino de lo humano; se afirma el existencial sobrenatural como algo que concierne a todos los hombres y se pone en primer plano una teología de la cultura, del trabajo y de la política. La Iglesia no es el centro, sino la construcción del reinado de Dios en medio de los hombres. Esto lleva a una emigración de la vida religiosa de sus lugares tradicionales, buscando una mayor presencia testimonial en la sociedad y una forma de seguimiento más de acuerdo con el radicalismo evangélico.

De ahí, la nueva manera de entender la presencia de Dios, cuya trascendencia se afirma como negación del valor absoluto de las realidades terreras, sin que esto legitime la ‘fuga mundi’ de la época anterior. Al mismo tiempo, se subraya la inmanencia de Dios, cuyo lugar privilegiado en la historia es el pobre, el marginado, el débil, las víctimas de la historia. Dios no es neutral y los espacios y ámbitos en los que se hace presente son aquellos en los que nunca hubiera sido buscado por el hombre. La locura cristiana se opone a la sabiduría racional griega.

Hay una radicalización del compromiso cristiano que tiene que acompañarse de una profundización y mayor interioridad. Dios no es un extraterrestre que interviene en los acontecimientos desde fuera, sino alguien que motiva, inspira, clarifica, impulsa y orienta desde la interioridad. Se imponen dimensiones marginadas de la tradición cristiana, comenzando por el planteamiento agustiniano, que propone encontrar a Dios en la interioridad de cada persona, y siguiendo por la llamada de Francisco de Asís que encuentra a Dios en todas las cosas a partir de una profunda experiencia interior. Hay que encontrar a Dios en la creación y en la historia, como en el canto espiritual de Juan de la Cruz o en la contemplación para alcanzar amor de Ignacio de Loyola, desde una concepción relacional en la que Dios se revela en las realidades mundanas y sobre todo humanas. Es lo que lleva a Karl Rahner a afirmar que el cristiano del siglo XXI habrá experimentado algo o dejará de ser cristiano, al mismo tiempo que desarrolló una espiritualidad del compromiso en la que se es contemplativo en la acción.

El gran reto es el de conjugar una honda espiritualidad con un compromiso radical, fórmula nueva para realizar el seguimiento de Cristo y el testimonio evangélico. El hombre comprometido con los demás es al mismo tiempo el que debe vivir buscando a Dios en su vida. No hay una historia sobrenatural al lado de la natural, sino que la primera se realiza en la segunda, de la misma forma que no hay santidad ajena al crecimiento humano, porque la gracia presupone la naturaleza. Y es que Jesús viene a enseñarnos cómo ser persona, no un conjunto de prácticas religiosas para salvar el alma. Este planteamiento fue una fuente de inspiración para la síntesis genial de Ireneo de Lyon, tantas veces mencionada en la actualidad: la gloria de Dios es que el hombre crezca y viva, y la gloria del hombre es encontrarse con Dios, tener experiencias de él ya en esta vida.

3. El gran desafío actual de la vida religiosa

A partir de aquí podemos abordar algunos retos de la vida religiosa. El primero y radical es el ansia de Dios, tantas veces manifestado en los salmos, en la mística y en los textos fundacionales de las distintas congregaciones. El cristianismo no se entiende sino como búsqueda de Dios, como consagración que aspira al encuentro con Dios mismo, ya en esta vida. En torno a ese ideal hay que comprender muchas de las prácticas, devociones, y regulaciones de la vida religiosa. La Iglesia no es una ONG, no es tampoco primariamente una asociación caritativa, ni un grupo humano que lucha por la justicia, aunque la práctica de la caridad y las exigencias de la justicia sean condiciones necesarias para que haya vida cristiana y religiosa. Son condiciones necesarias, pero insuficientes.

Los monjes eran personas ebrias del espíritu, título de una conocida obra sobre el monacato, que habían experimentado algo y lo comunicaban a los otros. Eran gurús, especialistas en la búsqueda de Dios, hombres de Dios con su vida más que con sus prácticas.

Esto es lo que cobra una nueva dimensión en nuestra sociedad secularizada, en la que se hace perceptible el silencio de Dios y apenas si hay gente que nota su ausencia. La sociedad actual no está construida de forma que socioculturalmente lleve a la búsqueda de Dios, sino que, por el contrario, ofrece múltiples microsentidos que sustituyen a Dios y se apresuran a encubrir el hueco que ha dejado en el ser humano y en el mismo tejido social. El hambre de plenitud y felicidad, que anteriormente se canalizaba en la búsqueda espiritual, se convierte hoy en un acicate para el consumo, para la satisfacción hedonista y para la acumulación de bienes materiales. El materialismo no es simplemente una ideología, la marxista, sino un estilo de vida que impregna a nuestros conciudadanos y que se mete dentro de la vida religiosa como alternativa a la búsqueda de Dios. Ya no se trata de cubrir las necesidades primarias, secundarias e incluso terciarias para luego poder dedicarse al espíritu, a la cultura, a una calidad de vida mejor, a la vida del espíritu en sentido amplio, sino que, por el contrario, se impone un modelo de pan y circo, como en la sociedad imperial romana de los primeros siglos, en la que Dios resulta innecesario. No es que se le rechace o ataque, como en el ateísmo de épocas pasadas, sino que sencillamente se pasa de él, porque es innecesario, porque es ocioso, porque no aporta nada al ideal de vida material que se pregona. La indiferencia religiosa es la nueva forma secular de increencia.

La sociedad del bienestar que impera en el primer mundo, el de mayor nivel de vida de la historia de la humanidad, no es la antesala de un cambio cualitativo en la vida humana, sino la plataforma desde la que asistimos a una erosión constante de los valores, a una creciente superficialización de la vida, a una eclosión de la competitividad e individualidad que cada vez hace más anacrónico un estilo de vida como el que propugna el cristianismo. Y es que Dios no está de moda, el tejido social que hemos construido necesariamente lo excluye. Para los ciudadanos que no se acaban de satisfacer con el ideal del consumo y placer que se nos ofrece, se sustituye con ideales y valores que reflejan una trascendencia intramundana. El deporte se conviene hoy en una religión que marca el sentido de la vida de muchos conciudadanos, cuyo sentido y felicidad depende de los avatares del club de sus amores.

Algunos buscan en el nacionalismo el ideal religioso que sustituya el culto a Dios, y se convierten en adoradores del ídolo de la nación, que no sólo engendra muerte y violencia para los demás, sino que acaba destruyendo interiormente a sus adoradores. El mal se hace presente en los ideales más nobles (el de la patria, los pobres, la sociedad sin clases o los valores de Occidente), haciendo que éstos se perviertan al ser absolutizados (divinizados), y se convierten en destructores y generadores de muerte. Los fanáticos que los sirven no retroceden ante los nuevos sacrificios humanos que exigen, como ocurría cuando se degeneraban las religiones. Otros, los mejores, buscan en el asociacionismo y las ONGs un cauce para el anhelo de solidaridad y justicia que todavía subsiste en nuestra sociedad, sobre todo en las generaciones más jóvenes. El ideal de fraternidad, igualdad y libertad, que tiene muchos componentes cristianos, sigue inspirando todavía a Occidente y en él encuentran cauce muchas viejas aspiraciones éticas, políticas y religiosas.

El gran reto para la vida religiosa está en que sus miembros, al mismo tiempo que religiosos, son ciudadanos y forman parte de esta cultura. Tanto más cuanto mayor es la encarnación de la vida religiosa en estructuras seculares.

De ahí que el talente de la sociedad de consumo acaba impregnando a los religiosos. Esto se traduce en una pérdida colectiva y personal del nivel "religioso" de la vida, es decir, cada vez hay menos espacios y tiempos en los que se da una "religación" a Dios. Se ha hundido el viejo entramado de la espiritualidad y se han quedado anacrónicas muchas de sus prácticas, sin que se haya encontrado alternativas válidas que las sustituyan. Por eso se nota una creciente falta de interioridad en muchas personas y comunidades que para el resto de los conciudadanos son especialistas en Dios. Cada vez más escasean los maestros espirituales, mujeres y varones que hablen de un Dios experimentado y vivido, no sólo del dios de la teología, de las doctrinas y de las creencias.

Al no haber referencias personales que enseñen con su vida cada vez resulta más difícil la formación de las jóvenes generaciones en la vida de las congregaciones, la transmisión y actualización al mismo tiempo de la espiritualidad, la capacidad de irradiación y de misión que suscita el testimonio personal que se transmite por contagio. La vida religiosa está falta hoy de su fundamento, que es la experiencia de Dios. Cada vez hay menos tiempos y espacios materiales para la búsqueda espiritual y se suple esa carencia con el refugio en textos y prácticas ya establecidas, muchas veces ejercitadas de forma rutinaria y despersonalizada. Por eso, los religiosos tienen dificultad para hablar de Dios y testimoniarlo desde su propia biografía, encuentran grandes obstáculos para comunicar la fe y para rezar en común sin utilizar textos ya escritos, y establecen una disociación entre las prácticas residuales religiosas que todavía mantienen y su vida diaria.

Desde ahí difícilmente puede superarse la actual crisis de vida religiosa, que se expresa en un envejecimiento progresivo, en una carencia de vocaciones, en una gran cantidad de salidas y en una permanencia muchas veces anodina y sin gran entusiasmo de gente demasiado vieja o poco preparada para abandonar la vida religiosa e integrarse en la sociedad competitiva y dura hoy existente. La misma tendencia se nota en algunas congregaciones y asociaciones que atraen a vocaciones que buscan seguridad y refugio de las inclemencias de la vida secular. El problema es que el que no sirve para la vida en la sociedad secular, difícilmente puede ser apto para la vida de testimonio martirial y de radicalismo evangélico que exige hoy el seguimiento de Cristo.

Por eso estas vocaciones son un caramelo envenenado para las congregaciones, prometen un gran futuro por la abundancia del número y se convierten luego en un lastre pesado que bloquea a la congregación y que se transforma en estilo de vida antitestimonial.

En la vida religiosa se da el mismo peligro que en la Iglesia, que cada vez se hable y se busque menos a Dios. Cada vez es más raro oír hablar de Dios a un religioso o a un cura. Es más frecuente escuchar cosas sobre la moral, especialmente la sexualidad, o sobre la educación religiosa, o sobre la ortodoxia, o sobre la identificación con el magisterio, o sobre la desafección eclesial y los males de la sociedad. Los profetas de calamidades sobre los que avisaba Juan XXIII al comenzar el Vaticano II abundan hoy en la Iglesia y en la vida religiosa. Y los ciudadanos que necesitan ánimo, entusiasmo, proyectos e ideales que dinamicen difícilmente lo encuentran en los círculos eclesiales y en las mismas órdenes religiosas. ¡Y luego nos extrañamos de que falten vocaciones! La gente más inquieta de la sociedad busca en otros ámbitos y espacios la creatividad y libertad a la que aspiran, que con dificultades se encuentra en los foros eclesiásticos actuales. La involución dominante no sólo se deja sentir en la teología y en la jerarquía, sino que impregna a todos los ámbitos de la vida de la Iglesia y encuentra acomodo en religiosos que cada vez tienen menos de mártires y profetas en las sociedades primermundistas europeas.

Al mismo tiempo, la religión goza de buena salud, como la misma Iglesia, cuyos centros educativos son apreciados por los ciudadanos, sus instituciones asistenciales reciben contribuciones económicas del Estado y de id sociedad civil, y sus fiestas, romerías, procesiones y peregrinaciones gozan de afluencia masiva, fomentadas por los medios de comunicación social, favorecidas por las autoridades y potenciadas por los sectores empresariales y turistas.

Nadie persigue hoy a la Iglesia en una sociedad en la que crecientemente Dios está ausente. Pero cada vez resulta más difícil para muchos ciudadanos que la Iglesia aparezca como una comunidad vivencial, en la que se encuentra acogida y en la que se oye hablar de un Dios experimentado, buscado, afirmado. No se oye la nostalgia de los buscadores de Dios en el desierto que es la sociedad actual, y cada vez hay menos afán por la profundización teórica, el estudio de la teología, y la revitalización de las prácticas. Lo mismo que la mayoría de los ciudadanos, la televisión acapara buena parte del tiempo y energías que antes los religiosos dedicaban al estudio, al apostolado y a la vida de oración en sus diversas formas. Cada vez hay menos contraste entre la vida religiosa y la cristiana, y a veces incluso entre ambas y la vida de los no creyentes, con lo que se puede decir que el cristianismo se ha vaciado de contenido en la práctica aunque su teoría sea todo lo ortodoxa que se quiera.

El primer reto de id vida religiosa hoy es recuperar su historia como camino hacia Dios en cada congregación. Volver a los orígenes implica revitalizar a los fundadores y refundar la vida religiosa sobre una experiencia actualizada y traducida en prácticas, hechos y estilos de vida. Las mediaciones religiosas son traicioneras, como la misma religión, porque pueden ocupar el lugar de Dios en lugar de enderezar hacia él. Cuando no se pierde la nostalgia de Dios, el ansia de experimentado, como consecuencia de las prácticas religiosas, éstas dejan de ser sacramentales, ya que no son espacios de encuentro con Dios sino mediaciones que apagan la sed de él y que lo sustituyen por la buena conciencia, satisfecha de haber cumplido con lo que exigen las normas. Desde ahí no es posible ni el testimonio ni el profetismo. Mucho menos el martirio incruento en la iglesia y en la misma sociedad, al que está abocado el que denuncie con su vida más que con las palabras, aunque ambas sean necesarias, la instalación y falta de vitalidad de la Iglesia en la sociedad de hoy.

4. El giro interpersonal de nuestra cultura

El segundo reto que plantea la cultura actual a la vida religiosa viene dado a partir del giro interpersonal que se ha producido. Para que haya un yo hace falta un tú. Hoy somos conscientes del carácter relacional de la persona humana. El niño inicialmente no sabe distinguir entre el pecho materno que le da la vida y su propio cuerpo. Vive una identidad de fusión en la que poco a poco tiene que descubrir dónde acaba él y comienzan los demás.

Todo el proceso de constitución humano está marcado por esta dependencia. Para que haya un yo hace falta un rostro materno y paterno, normalmente los padres biológicos, que ayude a crecer y a vivir. El niño se percibe a sí mismo en relación con los otros. La mirada positiva o negativa de los padres le ayuda o dificulta en el proceso de abrirse a la vida, de indagar en él mismo, y de encontrar referentes que le sirvan de orientación y de pautas de conducta.

Tiene que aprender a conocerse, a aceptarse ya quererse como es y no sólo según el ideal de lo que quisiera ser. Esto sólo es posible lograrlo cuando el niño se sabe querido, acompañado, aceptado por él mismo y no en función de lo que haga, tenga o logre.

Por eso, el ser humano es relacional. Tiene que llegar a la autonomía cognoscitiva y práctica desde la heteronomía personal. Es decir, dependemos de los otros para crecer y tenemos que percibir el amor como un don y un regalo gratuito, antes de que podamos convertirnos nosotros mismos en un don para los demás. Lo primero es ser amados y la respuesta es el amor generoso que comparte con los otros lo que se es y lo que se tiene. Esta es también la entraña del cristianismo. Lo primero es que Dios nos ha amado, lo segundo que tenemos que amar a los demás (1 Jn 4,7-21). El amor no es el fruto de la mala conciencia, no es el resultado de una norma que nos obliga a actuar. Pablo lucha contra una concepción marcada por la ley, porque lo novedoso es que Dios es amor y que sus predilectos son los más débiles y esto se presenta como el modelo de comportamiento personal para los discípulos de Jesús. Pero el amor al otro está enmarcado en el amor a uno mismo, ama a los otros como a ti mismo. El que no es capaz de conocerse, aceptarse y quererse, difícilmente puede hacer lo mismo con los demás. El niño que no se ha sentido querido en su infancia, parte con un déficit importante en su relación con los otros, y fácilmente se minusvalora y desconfía de sí mismo, porque ha interiorizado el desamor.

Este sentido relacional del hombre es el fundamento de la familia y de la sociedad. El hombre isla está perdido, porque al no sentirse vinculado ni depender de nadie no gana en libertad sino que acusa la pérdida de raíces, está carente de referencias y vive inseguro acerca de su propia identidad. El entramado de las relaciones interpersonales es el que determina nuestra percepción de la vida y el que le da valor a su existencia. No es el dinero, el saber, el poder social o el prestigio lo que da un sentido a nuestra vida, sino el poder compartirla con otros y desde ahí experimentar lo que significa querer y ser queridos. Aquel para el que no hay ninguna persona importante es el más desgraciado, porque eso significa que no somos nadie, que nuestra vida carece de interés para los demás y que ni se nos echa de menos ni hay alegría por nuestra presencia.

El giro antropológico de la cultura moderna sustituye al individuo por la persona, realza nuestra dimensión social y nos hace conscientes de que no somos sólo miembros de una comunidad, como una parte de un todo, sino que sólo somos en una comunidad. La comunidad no está fuera de nosotros, sino dentro, ya que la identidad personal se ha construido sobre relaciones interpersonales en las que hemos captado valores, hemos aprendido significaciones, hemos asumido modelos, hemos imitado formas de conducta y estilos de vida y hemos aprendido una forma de vivir y de ser que es lo que constituye la identidad personal. La individuación es la otra cara de la socialización, como bien se sabe en el noviciado, que intenta recrear un hombre nuevo y asistir a la muerte del viejo.

En este contexto, la vida religiosa aparece como el intento de construir un modelo comunitario y social en el que se haga presente el reinado de Dios en este mundo. Aunque haya fundadores de congregaciones, el punto de partida siempre fue la comunidad inicial, que se formó en torno a la persona fundadora. Es lo que ocurrió con el mismo Jesús, que no es comprensible sin su comunidad de discípulos, que luego se transformó en la Iglesia'. Lo mismo ocurre en cada congregación, que sólo es comprensible desde la comunidad inicial, basada más en las relaciones interpersonales que en los lazos jurídicos y las constituciones, que vienen luego a cristalizar jurídicamente lo que inicialmente fue una realidad vivida. Por eso, hablamos de familias religiosas y conservamos abundantes textos sobre las relaciones interpersonales fomentadas por los fundadores, desde el abad o padre espiritual que cuida de la comunidad monástica, hasta Francisco de Asís, que no quiere superiores sino custodios de los hermanos, o Ignacio de Loyola que define la Compañía como amigos en el Señor, por citar sólo algún testimonio de entre los innumerables que ofrece la historia de la vida religiosa.

El problema es cómo se vive esto hoy en la vida religiosa, tanto en la relación con Dios, con los compañeros de vocación y con los demás. Se puede estar constantemente hablando de que Dios es amor y luego tener un comportamiento legalista, jurídico, basado en el esquema de retribución (yo le doy algo a Dios para que me premie o no me castigue) y en la desconfianza de Dios. El lenguaje y los símbolos cristianos son compatibles con una forma de vida religiosa basada en la suspicacia y el temor respecto de Dios. La pastoral del miedo, basada en el infierno, el juicio final y la teología de la reparación, ha marcado a la vida religiosa, por lo menos desde la Contrarreforma y el jansenismo, y sus efectos perduran hasta hoy. Difícilmente se puede irradiar confianza y amor a Dios un estilo de vida religiosa basado en lo jurídico y no en lo interpersonal, como el que desgraciadamente sigue dándose hoy en muchas comunidades. En ellas la autoridad representa a un Dios exigente y retributivo, que, como decía un teólogo, castiga a los malos, ¡y a los buenos si se descuidan! Las imágenes del superior como vicario de Dios están frecuentemente impregnadas de esta concepción que imposibilita una relación interpersonal fecunda. Y sin ella poco valor tiene la vida religiosa. Hay representantes de Dios que muestran su cólera más que su misericordia y amor a los hombres.

A esto hay que añadir un segundo elemento: si las relaciones comunitarias y congregacionales no favorecen el crecimiento personal y la mayoría de edad de los religiosos, se comportan como una familia que no deja crecer y vivir a sus hijos. Les ofrecen seguridad material y afectiva, se preocupan de sus necesidades y generan a superiores que se comportan como padres impositivos que no dejan crecer ni vivir. El miedo de la vida religiosa tradicional a las amistades particulares tiene mucho que ver con este dinamismo posesivo, que caracteriza a una familia deficiente y poco propicia al crecimiento de sus miembros.

Entonces surge el infantilismo, la dependencia absoluta del superior, el miedo a los conflictos y el pluralismo, la envidia y la hostilidad hacia las personas más independientes, adultas y capaces de juicio propio.

El problema es que este modelo no sirve para la sociedad conflictiva, plural y amante de las libertades personales en la que vivimos. La Iglesia en general y la vida religiosa en particular tiene problemas con la libertad y se resiente de una falta de respeto a los derechos humanos. ¡Un obispo decía que al entrar en la vida religiosa estos se limitan sustancialmente! Desde ahí, difícilmente puede tener credibilidad y plausibilidad la vida religiosa. Y es que una religión que no sirve para que la gente viva y crezca no sirve para nada. Por eso, la vida religiosa se mueve hoy entre dos extremos: el de una autoridad posesiva y omnipresente que sofoca a los religiosos, en lugar de facilitar el crecimiento personal y comunitario, o la incapacidad para preguntar. Estimular e incluso exigir a los hermanos en nombre del evangelio.

Falta identidad y madurez para saber mandar y también para obedecer, porque también falta para interpelar, cuestionar y proponer alternativas cuando se ve necesario. Se confunde la obediencia de Jesús a Dios, que pasa por la desobediencia y crítica real a muchos comportamientos de las autoridades, con la adulación y ausencia de capacidad de representación y de crítica. Pero la alabanza sólo tiene valor donde es posible la crítica y carece de ella cuando impera el sometimiento. Y es que al no haber relaciones interpersonales sólidas, sustituidas por las jurídicas, fácilmente se cae en la sumisión como prototipo de una relación adulta con los superiores y se elimina el discernimiento personal y comunitario como componente esencial de cualquier concepción adulta de la autoridad y la obediencia.

Pero, sobre todo, el amor cristiano es concreto. Pasa por la identificación con el ser humano con una predilección por los más débiles. No es un amor abstracto y su universalidad pasa por la concreción del prójimo, incluido el enemigo. Por eso, es posible hablar todo el tiempo del amor a Dios y a los demás, y no conocer el amor. Cuando no se ha gozado y sufrido con rostros, nombres, personas y situaciones concretas no se conoce la relación interpersonal.

Entonces las alusiones a la caridad, se convierten en ideologías y creencias sin arraigo en la vida. Hay gente que no sabe amar y la vida religiosa puede ser un refugio de personas necrófilas, sin apego a la vida. Entonces, se hace realidad aquello de llegan sin conocerse, viven sin amarse y mueren sin llorarse.

Y hay personas que se sienten desgraciadas y no queridas, de tal modo que cuando tienen algún problema personal serio recurren a amigos de fuera de la vida religiosa y no se les ocurre acudir a los compañeros y mucho menos a los superiores. Esta sería una forma patente de mostrar el fracaso comunitario de la vida religiosa, que no ha establecido espacios de vida y crecimiento para sus miembros. Y esto es un reto fundamental para el presente y futuro de la vida religiosa, ya que sin relaciones interpersonales, ésta pierde su significado, y no puede atraer ni estimular a otros.

5. El reto del conflicto y la inseguridad

Hay una tercera dimensión esencial de la sociedad actual y que tiene incidencias en el estilo de vida religiosa, el del conflicto y la inseguridad. No cabe duda que de éste es uno de los elementos constitutivos de nuestras sociedades, que se alejan de la estabilidad, seguridad y homogeneidad que han caracterizado a las sociedades tradicionales. Hoy vivimos en un mundo plural, en el que hay que convivir con personas que piensan y viven de forma diferente, que tienen otra religión o carecen de ella, que hablan otra lengua, pertenecen a otra nación o tienen color de pies distinto. Esta es la otra cara de las sociedades móviles y dinámicas, en las que se privilegia el presente, se menosprecia el pasado y hay despreocupación respecto del futuro. El gran valor de nuestras sociedades es su dinamismo y capacidad de evolución, que es lo que ha llevado a una transformación profunda en pocos años. Su parte negativa está en el presentismo, en el vivir al día, en la incapacidad para establecer metas a medio y largo plazo. Esto se traduce en un vivir sometidos a las modas socioculturales, cambiantes y con poca capacidad de arraigo y de sedimentación.

La ignorancia de la historia la se traduce en falta de tradiciones y en una identidad superficial.

La vida religiosa ha vivido mucho de una concepción de la identidad fundada en la homogeneidad y la uniformidad. Que todos piensen y sientan lo mismo ha sido un ideal congregacional y eclesial, que ha dado muchos frutos, pero que se revela insuficiente e inadaptado al presente, tanto de la Iglesia como de la sociedad. Hoy, en cambio, se valora la capacidad de diálogo, la tolerancia, el ecumenismo, el respeto a la pluralidad de opciones. Desde ahí, hay que asumir el derecho a la diferencia, el respeto a la alteridad del otro, la capacidad de asumir al extranjero (el que no es de los nuestros, el que es distinto, el que tiene otra historia y raíces sociales). La Iglesia se encuentra hoy inserta en una sociedad para la que está mal preparada, ya que el pluralismo ¿práctico? existente lo ve como un mal, que se soporta y se quiere reducir a un mínimo, más que valorarlo como una riqueza. Se ve la unidad como algo que surge de la sumisión a la autoridad y la catolicidad como una mismidad que se hace presente en todas partes. Desde ambas referencias, la Iglesia se incapacita para SU misión y su testimonio en medio de la sociedad.

El reto se traduce también para la vida religiosa. Abrahán es el padre de los creyentes, porque se fía de Dios que lo saca de su instalación y rutina y lo llama a un camino nuevo y un proyecto de futuro en el que tiene que vivir de una promesa. Por eso, la virtud de Abrahán es la esperanza, que es compatible con la duda y la inseguridad del que emprende un itinerario nuevo. La inseguridad es el precio a pagar por la libertad y el miedo es un componente esencial de la primera. De ahí surgen también las dudas, el no saber, la preocupación por el futuro, que se traduce en el Abrahán que no comprende la promesa de un hijo en su ancianidad o el ¿Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado? de Jesús en la cruz. La fe es compatible con el no saber, pasa muchas veces por la noche oscura y se hace robusta con las dudas, en las que se opta por aquel del que nos hemos fiado, como afirma Pablo respecto de Jesús. En cambio, la inseguridad genera el miedo y éste bloquea, como a Pedro andando sobre las aguas, o en el patio de Caifás, en donde niega al maestro, o en la huida de Getsemaní cuando Jesús es aprehendido por las autoridades religiosas.

El reto de la vida religiosa hoy es fiarse de Abrahán y perder el miedo, en una Iglesia en la que éste reina en muchos círculos y ambientes. El profeta no desconoce el miedo, pero no se deja vencer por él. Arriesga su propia supervivencia porque se deja llevar por el Espíritu, el dios olvidado de la teología católica, como le llamó Pablo VI. Hay que dejar espacios a la creatividad, promover a los cargos de responsabilidad a personas fecundas y huir de la tentación del funcionario que sobrevalora las certezas y seguridades del pasado, y que antepone la obediencia sumisa a la búsqueda de nuevos caminos. En la Iglesia hoy hay mucha gente gris, cuya gran virtud es que no crean conflictos ni plantean interrogantes.

Eso, sin embargo, no tiene futuro ni eclesial, ni social.

La vida religiosa tiene ventajas porque sus cargos no son vitalicios y el peso de la comunidad es mayor, pero también en ella se impone frecuentemente la mediocridad y la a-conflictividad como virtudes cardinales de la autoridad.

De ahí, la necesidad de pasar de la unidad como uniformidad, a otra de comunión, que permite las diferencias. La catolicidad no es sólo expansión geográfica, sino también plenitud, que pasa por la pluralidad. Esto implica superar el neocolonialismo eclesiástico, que ningún estilo de vida se imponga universalmente en un mundo extenso y plural como el nuestro. El etnocentrismo y sociocentrismo europeo se ha impuesto también en la vida religiosa y eclesial, se traduce en un centralismo, a veces sofocante, de las provincias de fuera de Europa. También se manifiesta en un paternalismo que impone a los miembros, por su bien, lo que ellos no ven ni comparten, en lugar de dejarles manifestarse y expresarse. El trasfondo es una concepción de la unidad que de facto imposibilita la deliberación comunitaria y el discernimiento personal, porque pueden ser fuentes de disensión, discusión o planteamiento de alternativas. Y sin ellas, no es posible dar razones de la propia fe en una sociedad secularizada y no creyente, pero receptiva a las opciones personales coherentes y consecuentes. Una Iglesia en estado de misión tiene que ser creativa y viva, pero esto se imposibilita cuando se quiere limitar o sofocar en el ámbito interno eclesial y congregacional.

El Dios cristiano no es un asegurador, sino alguien que llama a crecer en libertad. La respeta de tal modo que incluso asume el pecado, con lo resultado de ella. Esto exige como contrapartida esperanza y confianza al abordar el futuro, tanto más cuanto más envejecida aparece la vida religiosa. Hay que abrirse con confianza a la acción de Dios y poner en sus manos la supervivencia de la congregación, de la comunidad y de las propias obras apostólicas.

Todas ellas son mediaciones y el fin es el reinado de Dios, y no al revés. Desde allí hay que comprender la disponibilidad apostólica. El ecumenismo y la tolerancia, así como la capacidad de diálogo y la paciencia, son virtudes necesarias para los superiores y autoridades eclesiales que renuncien a la imposición autoritaria como forma de gobierno.

Pero esto no implica renunciar al ejercicio de la autoridad y desde ella interpelar, amonestar y pedir actuaciones concretas que traduzcan la opción que se ha hecho.

Una paz basada en la ignorancia del carisma fundacional y el estilo de vida propio de cada congregación carece de valor cristiano y religioso. La tolerancia puede convertirse fácilmente en permisividad y dejar hacer, como ocurre frecuentemente en la sociedad, y entonces, se erosionan los valores, se pierden las referencias y se produce una desestructuración de la autoridad. En una sociedad plural y democrática hay que encontrar medios adecuados para ejercer la autoridad, pero no renunciar a ella, ni al discernimiento y la capacidad de representación que lleva consigo. Ese es el servicio que puede prestar la vida religiosa a la Iglesia, y desde ella a la sociedad. Enseñar a vivir los conflictos y las diferencias, desde el respeto a las personas y sin que se rompa la unidad, aunque subsistan las tensiones y los puntos de vista diferentes. Los enfrentamientos sociopolíticos son el resultado de la polarización de la sociedad, que hoy se advierte en la Iglesia. Ahí es donde tiene un gran reto la vida religiosa, desde una tradición refundada pero no olvidada, desde la solidaridad comunitaria y la aceptación de la pluralidad de carismas, que exige la comunión.

En buena parte ahí se llega a la supervivencia misma de la vida religiosa.

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